Marché de España para irme a vivir a Japón cuando tenía veinte años y las ideas claras. Mi madre sabía que quería vivir mi aventura lejos de la normalidad y la comodidad del hogar. Salir de mi coraza —curtida de jamón ibérico y de marisco cántabro— en la que venía envuelta de serie. Cuando decides marcharte al extranjero, una de las cosas que más te fascinan es encontrarte con otra manera de vivir diferente a la tuya, perfectamente aceptable y única. Japón era toda una realidad paralela para mí, en la que quise adentrarme por voluntad propia. En este pequeño hueco de #LaPajarera, que me han permitido, con gran cariño, compartiré con vosotros mis experiencias en este país tan deslumbrante y atrayente.
Han pasado cinco meses desde que tomé la decisión de mudarme a Tokio. Vivo en un barrio medianamente céntrico situado cerca de la bahía, con edificios enormes como los que aparecen en los documentales. Es de esos que se elevan desde las raíces hacia lo más alto, hasta que los pierdes de vista. Tiene pequeños locales, sumidos en esa atmósfera japonesa de tranquilidad. Cuando te adentras en las calles, puedes darte cuenta de que de ellas emerge una musicalidad distinta (o por lo menos desconocida), compuesta de sonidos provenientes de las acciones cotidianas: de los talleres de artesanía, de restaurantes cuyas técnicas y destrezas a día de hoy todavía veneran sus habitantes.
A los dos o tres meses de vivir aquí, empecé a notar cómo la fina coraza cultural que me había estado cubriendo durante años —sin yo ser realmente consciente— se estaba poco a poco agrietando a base de los choques con otra realidad: la japonesa.
Todo comenzó cuando me fui a vivir a una residencia, con gente japonesa. Allí nos pusieron a mí, a mi coraza y a mi realidad española, completamente patas arriba. Con la comida por ejemplo: de repente pasó a llamarse “comida occidental” o “comida japonesa”. Todo lo que yo veía como familiar, era para ellos “la comida de fuera”. Empezaba y acababa el día probando platos que no conocía, hasta el punto de que no sabía si estaba comiendo pescado o filetes empanados hechos “con verdura en forma de pasta” o eso era lo que le decía a mi madre… Ni qué decir lo que me costó acostumbrarme a comer sin tenedor y cuchillo. Comencé a sorber las sopas localizando primero con los palillos los tropezones, pescándolos como podía, agarrando el escurridizo tofu que ya había pasado a formar parte de mi dieta.
En España destacaba por mis modales—mi madre sabe lo bien que lo hizo—. Pero en Japón, el asunto era distinto. Recuerdo la frustración de los primeros días. Las profesoras constantemente me corregían “las formas”. Desde el momento en el que entraba al aula me interceptaban cual grano de arroz a punto de desprenderse del montón del bol. “Antes de entrar debes hacer una reverencia y utilizar un saludo más respetuoso” me reprocharon más de una vez. Al rato insistían, acompañado de “Los japoneses no nos expresamos de manera tan directa” y demás variantes de regaños. Con el paso de las semanas, frases como “estás equivocado” se transformaron en “pienso que tal vez pueda ser de otra manera”.
Soy consciente de que las primeras semanas me veían como a algún tipo de ser extraño que sujetaba los palillos como podía y hablaba de una manera demasiado “directa y agresiva”, o por lo menos excesiva para el gusto japonés. Todo era un nuevo mundo. De reverencias, frases indirectas, nuevas habilidades que desarrollar con los palillos y un continuo sentimiento de torpeza. Me metí de lleno en una cultura con métodos y sistemas diseñados para cumplir a rajatabla, los cuales, yo no conocía. A pesar de todo, no fue tan malo el comienzo. También era emocionante y revitalizante. Cada día me enfrentaba a todo un reto. La más mínima acción se podía (o requería) un “reajuste a la japonesa”. Pero no os creáis tampoco que sufrí tanto.
Me escabullía por la noche a los templos. Paseaba, sacaba fotos. Fotografiaba las calles, decoradas con sus linternas de piedra y sus farolillos de papel. Iba a verlas y a escuchar el sonido del gong de los templos, el cual todavía me sumerge n en otro mundo, a veces pienso que es otra era. Otra realidad completamente paralela.
Foto tomada en uno de mis paseos nocturnos por el tradicional barrio de Asakusa
Texto: Paula Fernández González desde Japón para #LaPajarera.
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