Ahí estaba la prueba. Sentaditos en la descalzadora de la habitación que mantenía la penumbra de las casas sombrías porque nunca las habitó la paz. Me contemplaban, ambos, con los ojos vidriosos de cristal empañado por el tiempo y el polvo. Casi les vi sonreír cuando me vieron entrar, como si saludaran a una vieja conocida perdida en la memoria.
Ahí estaban los dos, mudos y descoloridos quizá por haber recibido rayos de un sol amortiguado por los faldones perversos de una cortina gastada o por limpiezas sucesivas durante años. Callados, como corresponde a los silentes que guardan el guano del tiempo para hacerlo saltar en el momento oportuno. Ahora. A mí. En ese mismo momento en que buscaba, acelerada con la cuidadora, ropa para llevar al hospital.
No pude menos que sonreír cómplice y pasmada. Habían traspasado la frontera de más, bastantes más, de cincuenta años y me contemplaban con la misma serena confianza de haberme conocido cuando peinaba trenzas prietas, cinta blanca que sujetara las orejas, que ella me convenció que eran de soplillo y no. Eran orejas normales. Me convenció de que había que espantarlas y domarlas a base de la cinta blanca que dejaba libre un flequillo trazado a cartabón y regla y las apretaba hasta doler. Las mártires orejas de niña orejuda pero que era mentira.
En un primer momento pensé que no eran ellos. Imposible…después de tantos años. Al fijarme mejor, mis pies se clavaron y los ausculté con mirada de juez. Sí. Mi Tumbelino. El pobre que nunca tuvo más nombre que el genérico. Tumbelino. Y la otra. Creo que ella sí tuvo bautizo y nombre. La llamé Maite por no esforzar demasiado la imaginación intuyendo que nunca serían míos. Porque no lo fueron.
La cuidadora me contemplaba con ojos de ciervito asustado por el momento que acababa de vivir. Te desparramaste en la cocina dejando por minutos un cuerpo descalabrado e inerte jugando a escapar de la muerte para luego revivirte y mutar en un ser rellenado de odios ancestrales, mitos pequeños que los entendidos llaman paranoias y hace cien años hubieran llamado, simplemente y con más acierto, posesión demoniaca. La chiquilla poco preparada para contemplar a la muerte merodear por una limpia cocina, estaba tan asustada que al verme dudar en la entrada del cuarto, el susto la cohibió más.
-Yo no puedo abrir sus armarios, señora. Ella no me deja. Ni tocar sus cosas…No sé donde están las camisas nuevas-
Y la mirada se le huía, alternando del armario a la silla donde estaban ellos, a los que yo, seguía contemplando arrobada. Con el susto creciéndole en el cuerpo, quien sabe si pensando que la locura era hereditaria y estaría delante de la depositaria de mayores tormentos.
-Está bien, Yulia, no te apures. Yo asumo la responsabilidad, venga vamos a abrir los armarios y escogemos la ropa-
Respondí con la inercia que da la costumbre y la corrección hipócrita lustrada por los años. Pero no podía apartar los ojos de aquellos dos que seguían sentados, juntos, con los ojos apaisados y muertos.
-Desde cuando están esos ahí Yulia- pregunté para romper el hielo.
-Desde siempre. Cuando yo empecé a cuidarla ya los tenía. Siempre en esa sillita, los sienta de la misma manera, porque a mí no me deja tocarlos-
-Ya. Es que no se pueden tocar-
-¿Por qué? Si le digo la verdad, señora Lupe, desde el principio me han dado miedo. Es entrar en el cuarto y encontrarme con esos ojos clavados en la puerta como si esperasen a que volviera algún fantasma del pasado. Ella nunca los deja tocar…Los limpia, los habla, los coloca a su forma. Siempre igual-
-Sí. Quizá es que me esperaban a mí-
-¿A usted?-
En las pocas conversaciones mantenidas con la bella ucraniana no conseguí que apeara el tratamiento, condicionada por ella, la dueña, la jefa, la vieja descalabrada a la que cuidaba. Aunque no fuera de raigambres sociales, que más bien le daban un poco igual, lo hacía solo por marcar distancias. A ella lo que de verdad le importaba es que la supieran rica. Que le rindieran la pleitesía debida al dinero que supo acumular con el escarnio del aprovechamiento, la especulación más descarnada y también con el robo disimulado de buenas intenciones. Ese era el poder que le gustaba ejercer. Gran señora adinerada, hecha a sí misma, obviando que todo partió de un origen distinto. El que la llamaran señora o doña Guadalupe la traía al pairo.
Ella solo quería ser rica. Y lo era. Como lo son los grandes avaros literarios. Sin parecerlo, viviendo en la penuria, escondiendo las sábanas de hilo y durmiendo en las de basto algodón embolado de ponzoñas y remiendos. Viviendo en una casa ensombrecida y pequeña pudiendo hacerlo en un palacio vistoso. Le daba igual no estar cómoda. O parecer pobre. Ella sabía que no lo era y con sus garfios malsanos ensamblaba suficientes palabras para enhebrar el miedo en sus interlocutores y hacerles saber que era rica, que poseía el cetro de la maldad. Una maldad sin fisura ni líneas que no se pudieran cruzar. Porque para ella no había veda. Ni fronteras. Era mala y rica.
-Sí, Yulia, me esperaban a mí. En realidad son míos-
-No lo entiendo-
-Ya, es normal. Vamos a buscar la ropa no sea que se despierte y la tiren de urgencias. No hay nadie que la recoja de no ser yo.
Comenzamos a buscar entre el marasmo de camisolas desconchadas, cuellos macerados por el uso , camisas de colores chillones que usaba en mezcolanza atroz de vieja que niega que lo es. Conseguimos una camiseta violeta y un jersey, torturado de bolas color lavanda. Mala combinación, me dije, que le hará parecer más esperpento aún.
Sonreí para adentro, contemplé a los dos de la silla de soslayo y busqué algo de ropa interior. La repulsión se apropió de las buena intenciones, nada más abrir uno de los cajones, en los que suponía guardaba bragas enlodadas de tantos lavados que estaban plegadas como papel y enormes sujetadores que habían dado forma a unas ubres agriadas que alguna vez me amamantaron. Unos zuecos y ya. Habíamos completado el ajuar que llevaría al hospital para volverla de vuelta al mausoleo desolado que tenía por casa.
Al salir los contemplé con simpatía y pena. Pobres. Habían compartido el sueño con ella durante mucho más de cincuenta años. Habrían escuchado sus ronquidos de hiena, el respirar ambiguo de una vida disfrazada de inutilidad cuando solo era una vileza consentida por una sociedad que acoge a seres como ella y los protege. Habían estado mientras ella ladraba insultos o tejía tramas para el expolio o las malas artes que luego de día ejecutaba. No se habían separado de su lado en dos casas. Todos los días. Todos los meses y todos los años en lo que el resto de humanos tuvimos que huir ante la ponzoña de su vaivenes personales. Ellos, no.
Me despedí, sobre todo de Tumbelino, que fue mi favorito porque ya sabemos que a las niñas nos convence la historia de que hay que tener bebés, cuidarlos y mimarlos para perpetuar la estirpe. No lo consiguieron aunque cuando llegaron a mí, la mañana de Reyes de hacía más de cincuenta años me prometí ser una buena mamá para mis nenes recién llegados. Los mismos que hoy me contemplaban con los ojos vidriosos y sin vida. Los mismos que ella -después de jugarlos durante no más de una hora- retiró colocándolos en la descalzadora donde ahora reposaban.
-Los muñecos no son para ti, que los rompes. Los muñecos son para adornar. Y que no te vea yo tocarlos nunca, que los manoseas y se estropean-
No le hice caso. En las innumerables horas de soledad de una infancia desconchada los tomaba en mis brazos, los acunaba e inventaba una familia feliz con que rodearlos de amorosos cuidados. Luego, cuando intuía que llegaba la hora de su regreso y se nublaban las luces matinales satinadas por la pérgola gris de su mirada escrutadora por toda la casa, los devolvía a la descalzadora donde ahora reposan, cuidando de que mantuvieran la misma postura y no hubieran sufrido magulladura alguna.
Hoy, al verlos tan formales con los ojos marchitos, supe que había tenido la “suerte” de ser parida por un monstruo. Y esa certeza no me convenció ni aplacó las dudas sobre mí misma, pero extendió un ligero manto de sutura sobre varias heridas.
María Toca Cañedo©
Me ha impresionado el relato, quizá porque he podido identificarme bastante con la situación;hay personas que parece que están , y se van de este mundo , sin haber entendido nada.
Así es…y hacen daño, sobre todo a ellos. Gracias por su lectura