A finales de agosto, en el trágico verano de 1936 comenzaron a caer bombas franquistas sobre Madrid. Era la primera vez en la historia que una gran ciudad era objetivo militar. La resistencia surgida tras el 18 de julio truncó los planes de los golpistas, que pensaban que en tres días controlarían la capital y necesitaron de casi tres años de asedio y bombardeos para conquistarla.
Los mandos franquistas, al tener noticia de la escasez y las largas colas en la ciudad, deciden cortar la comunicación con Madrid, iniciar el asedio y pasar a tratar como “el enemigo” a la población civil.
El 8 de noviembre lanzarían la ofensiva final para la toma de Madrid, pero se encontraron con que los milicianos y las milicianas, de quienes sí se conservan sus fichas de reclutamiento en las que aparecen sus direcciones de calles céntricas y sus oficios populares junto a su fotografía, se alistaron para tratar de defender su ciudad. Los ataques diarios no cesaron hasta febrero de 1939.
El libro «Madrid bombardeado» (Cátedra) ha reconstruido, gracias a la recolección de testimonios y registros y años de investigación (documentan ya unos 2.000 siniestros de los más de 6.000 denunciados), un mapa a modo de “cartografía de la destrucción” de esos casi tres años de bombardeos. En él se ve también cómo los barrios ricos, que financiaron el golpe y ahora votan por quienes defienden que en la dictadura se vivía mejor, no sufrieron el castigo de las bombas.
Comienza con una preciosa cita del «Largo noviembre de Madrid» de Juan Eduardo Zúñiga: “Pasarán unos años y olvidaremos todo; se borrarán los embudos de las explosiones, se pavimentarán las calles levantadas, se alzarán las casas que fueron destruidas. Cuanto vivimos parecerá un sueño…”
El sueño de la democracia española es el único de entre sus vecinas europeas que no está construido desde la derrota del fascismo o el nazismo. Y esto se nota en el conocimiento de su historia: el bombardeo de Gernika o el de Durango, la masacre de la plaza de toros de Badajoz o la del mercado de Alicante, la «Desbandá» o los “200 km de miseria”, como lo llamó el doctor Bethune, en la que murieron entre 3.000 y 5.000 civiles que huían de los bombardeos sobre Málaga, se han ido rescatando del miedo y del olvido muchas décadas después que ocurrieran.
Todavía hoy, casi un siglo después, se encuentran fosas, refugios o restos de campos de concentración en lugares en los que la cal del silencio obligatorio los condenó a desaparecer de la memoria colectiva. Esta democracia, como dice Emilio Silva, nunca buscó a sus desaparecidos, que siguen estando por encima de los cien mil, cuando anteayer mismo se conmemoraba sin pena ni gloria el Día Mundial del Desaparecido.
Y es que hoy mismo, paseando por Madrid, podemos encontrar aún restos de impactos de metralla o de bala en sus calles de cuando Madrid era Gernika todos los días, como en las paredes del Conde Duque, en las vallas del Jardín Botánico o el palacio de Buenavista (una app colaborativa llamada Vestigios de la Guerra Civil nos ayuda a localizarlos). Sin embargo, no encontraremos en las calles mención del céntrico lugar en el que asesinaron al teniente Castillo, aunque el ayuntamiento sí puso una placa donde asesinaron dos días después a Calvo Sotelo, quien goza también de un inmenso monumento (“España a Calvo Sotelo”) en la plaza de Castilla. En la web municipal explican la versión revisionista que dice que aquel asesinato dio comienzo a la guerra civil. Eso sí, en el lugar en el que asesinaron al teniente Castillo le van a poner una plaza a Raffaella Carrà. Algo es algo.
Nadie sabe que en Madrid hubo hasta 16 campos de concentración. Lo sabemos gracias a las investigaciones de Carlos Hernández, que ayer mismo ha descubierto nuevas ubicaciones.
Tampoco podemos encontrar nada ya de la cárcel de Carabanchel, que además de su valor arquitectónico tenía un valor histórico incalculable en la que decían que los presos que la construyeron grabaron sus nombres en la cúpula, ni ver la placa en la casa natal de Largo Caballero, porque fue arrancada a martillazos por el ayuntamiento actual, como fueron descuartizadas las placas del Memorial de las casi 3.000 personas fusiladas por el franquismo los tres años siguientes al fin de la guerra en el cementerio de la Almudena. El alcalde de Madrid, hace unos días, acaba de restituir en el callejero de Vallecas una calle dedicada a un barco de guerra que bombardeó a la columna de 300.000 refugiados que huían en la Desbandá.
Vallecas guarda lugares en su memoria, como la casa de Peironcely, 10 bombardeada por los nazis y fotografiada por Robert Capa y Gerda Taro, cuya protección solo ha sido posible tras una dura batalla colectiva. Aunque sus mismos vecinos desconocían su historia (la localizó un fotógrafo en 2010), fue la única vivienda que quedó en pie tras los bombardeos que aterrorizaron el barrio.
“Hay que recuperar, mantener y transmitir la memoria histórica, porque se empieza en el olvido y se termina en la indiferencia”, decía José Saramago.
España ha vivido demasiado tiempo en el olvido, y por eso quizá sea el único país entre sus vecinos en el que la presidenta de su capital puede decir aquello de que “si te llaman fascista, es que estás en el lado bueno de la historia”, o que, el mismo día que los franceses recuerdan con honores a los republicanos que protagonizaron la liberación de París, en Madrid se elimine del callejero a una maestra republicana para restituir el nombre del general fascista que creó la Legión, famoso por su admiración y defensa de la barbarie… Y que la única reacción que genere todo esto sea la indiferencia.
Igor del Barrio.
Gracias por recordarnos la verdadera historia de niuestra guerra civil, donde por primera vez en un conflicto belico se uso a la poblacion civil masacrada como arma para desmotivar a aquellos que defendian la legalidad de un Gobierno escogido por el pueblo. LA REPUBLICA!!.