Entre risas, juegecitos y parloteos,
ajena al calor, el frio, el dolor o la enfermedad,
incansable en su corta vida de bebe de dos años y medio,
Maryuma nos invita, tras la cena,
con su liberada lengua de trapo multilingüe
y sus alegres bailoteos cascabeleros,
a entrar en su etéreo mundo infantil
en el que el futuro no existe,
para poder gozar durante algunos instantes
de ese mágico universo .
Solo cuando rendida por el sueño
se apaga su risa bulliciosa
y la madre cariñosamente le quita
sus pequeños zapatitos
para arroparla en su cunita
como un algodonoso corderito indefenso,
somos conscientes de que el bienestar
que nos mantenía atados a los inocentes juegos de Maryuma,
como si fuese una tierna y mimosa farmacopea,
se va diluyendo lentamente
con el avance de la tarde.
Obligándonos a volver a calzar
nuestras viejas zapatillas arrinconadas
de una vida hosca de hule, esparto, horca y cuchillo,
que año tras año ha ido cincelando los resquebrajamientos
del deterioro emocional
de unos cuantos niños de postguerra,
roídos de penas, dolores y pocas alegrías.
II
Cuando finalmente,
por su crecimiento evolutivo,
se vea obligada a abandonar
la sana realidad
de las vivencias de ese mundo infantil
para convivir aceptando
la fantasía jerarquica de los mitos compartidos
del mundo de los adultos,
tal vez florezca, entre los avatares de su memoria,
que hubo un tiempo
en el cual en la mansa penumbra
de un atardecer cualquiera
filtrándose la luz de la luna,
a través de los traviesos remolinos de unos visillos alborozados
por las leves cosquilleos de una brisa tibia,
y muy a pesar de la invención humana
del mal,
de la consideración de la violencia
como algo natural
y la llegada de los gritos velados de dolor
entre las sucias manos de las sombras,
que hubo momentos en los que la semilla de los juegos inocentes
de su pletórico mundo infantil
nos hizo felices,
sembrando de alegría
el cansado camino de la vida familiar.
Enrique Ibáñez Villegas
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