Los Nadie

Llego a la parada del autobús y lo veo venir de lejos con una chaqueta negra que roza el suelo, colgando de su mano.
Pide en voz alta si alguien puede picarle el billete de autobús y lo hace mirando hacia las cabezas que le ignoran. No me siento mejor persona por responder, pero sí sé que en ocasiones no poder llegar hacia donde vas por falta de dinero, por falta de 0,75 céntimos y por demasiado alcohol y calle en el cuerpo es jodido.
Entramos y me da las gracias con una sonrisa ligera, mientras oigo desde la cabecera del autobús al conductor gritarme:
– Oye, que si luego pasa algo, tú eres la responsable. Al final entra aquí cualquiera y es por vosotros.
No entiendo las formas y mucho menos la increpación, que me deja pensando en la cantidad de veces que he realizado esta acción con criaturas que iban al colegio o con alguna mujer en apuros, sin consecuencias.
Entonces, dándose cuenta y con aparente vergüenza, él me dice:
– Ya se habrá dado cuenta usted, pero cuando uno no tiene dinero “no es nadie”.
Asiento y me acuerdo de otros nadies, de la mujer octogenaria con cara de muñeca antigua, bella como damisela medieval, a la que fui a visitar en su domicilio.
Vivía en una soltería de incapacidad física y caídas recurrentes, de ir andando apoyada en los muebles y no recordar su fecha de nacimiento. Su hermana y yo la convencíamos, ante la falta de red familiar segura, de ingresar en un centro residencial y ella lloraba frases punzantes.
– Con la vida que yo he tenido, qué pena de verdad. Las viejas no somos nadie. Dadme una patada y tiradme al contenedor.
Recuerdo al músico maduro que vivía en un sofá, con un pijama tieso lleno de restos de comida y un amigo preocupado por él que maldecía su estado, tratando en vano de animar a alguien enfermo, evitativo y cansado de luchar.
– Cuando era conocido, famoso, y se juntaban las noches y los días cantando y enredando, todo el mundo me quería, se expresa. Ahora que llevo lamparones en la camisa y me palpo el bulto de la ingle pensando que voy a morir y que lo voy a hacer solo, ahora que ya toco la guitarra para la pared, no soy nadie.
Y no se me olvida la niña preadolescente de cuerpo grande, que me narraba cómo en el patio la ignoraban, cómo le costaba leer y entender conceptos y ciertas compañeras se burlaban de ella, la llamaban enferma y no querían coger nada de sus manos porque contagiaba su «mal».
Parece que soy nadie, me contó.
No me invitan a los cumpleaños, no cuentan conmigo para las coreografías de gimnasia, dicen que no me ven, con lo alta que soy. Como si no hubiera nadie, parece que no hubiera nadie, repite.
Y entonces, a punto de contestar todo esto, a punto de devolver la increpación al señor que maneja un vehículo pero no ve, vuelve a mí una idea que lanzo con mis ojos al conductor:
– Mañana, y cada vez con más facilidad, ante un pequeño accidente vital o ante el mero paso del tiempo no muy a favor, tú puedes ser un nadie. Tú.
Y yo, y todos.
Buen día, otro día.
©Mariasabroso
Sobre María Sabroso 128 artículos
Sexologa, psicoterapeuta Terapeuta en Esapacio Karezza. Escritora

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