Laurita

A los ocho años el mundo es un lugar inhóspito, pero la vida cunde como un relámpago que se deleitase en su paseo, que transcurriese a cámara lenta a la velocidad de la luz. El único quebrantamiento es la enfermedad, y aun así, en un niño de ocho años, la interioriza, hace de ella un ser manejable, nada se oculta al transcurrir sino que se evoluciona en función de un ritmo vital que va más allá de los problemas: actúa como si fuera libre y cree que lo es.

La libertad es un rescoldo de fuego eterno que habita en un cuerpo de ocho años.

Desde que ella llegó sus ojos no dejan de mirarme. Me siguen por el cuarto, alrededor de la cama, me siguen si la ausculto, si le exploro la tripa, si cambia de postura. Sus negros y engalanados ojos chispeantes que parecen decir: ahora te encuentro. En este único ahora.

Con ocho años transcurre el trasplante sin sobresaltos, sin una mínima alteración.

Pregunta cuando va a marcharse, cuando le salen alas para volar, cuando podrá comerse un bocadillo de panceta.

Su donante tiene tres años y corre por los pasillos sin complejos. Corre con la certeza de haberse golpeado el culo con una mesa en las áreas donde se le ha extraído la médula.

Es una fuente.

Ambas se dan la bienvenida al mundo en cada momento. En cada abrazo parece fusionarse un alma dividida.

Esta noche las recuerdo adolescentes, libando el jugo de los momentos de libertad, libando desde lo más profundo la íntima felicidad de ser únicas.

Texto: María Alcocer

Sé el primero en comentar

Deja un comentario