Mauthausen

Habitualmente parecemos humanos. A veces logramos serlo. Me impresionó su historia. Era el sobrino de uno de los aragoneses que fue a parar a Mauthausen, ese infierno en la tierra, creado por supuestos seres humanos para otros semejantes. Contó cómo ha contado que su tío fue víctima de experimentos médicos atroces, aunque no supiera nunca con exactitud qué hicieron con él, porque su nombre aparecía en el listado, tan germánico, en el que se registraba qué prisioneros habían sido usados en la consulta del doctor del campo, que se entretenía inoculando virus a los prisioneros. Pasó el tiempo y el tío Manolo, ya liberado, sufría de pancreatitis con frecuencia. Su hija mayor, al verlo muy enfermo, le susurró al oído, sollozando, «Puercos alemanes», Su padre no dijo nada, pero al verano siguiente la mandó a un campamento en Alsacia, para que comprendiera el error que supone siempre condenar a una nación por el mal que solo han hecho unos cuantos.
Su tío Manolo nunca olvidó que en una ocasión los nazis dispararon en una pierna a un adolescente holandés, un chico de catorce o quince años, porque no pudo cargar una piedra. El chico se quedó tumbado en el suelo, herido, hasta que murió desangrado. Nadie pudo ayudarle y mi tío oía sus gritos de dolor mucho tiempo después, los recordaba como si volvieran a sonar cerca de él cuando pasaba junto a un colegio y oía a otros chiquillos riendo o llamándose a voces.
La otra historia que me impactó fue la de Francesc Boix, el preso republicano que trabajaba en el laboratorio fotográfico del campo y comprendió, en esa situación extrema en la que sobrevivir ya era un milagro, que debía sacar al exterior las imágenes de lo que sucedía allí para que el mundo conociera la verdad sin paliativos, para que nadie pudiera negar que su calvario y el de tantas personas inocentes era real. Me imagino a mí misma comiendo cada día sopa aguada de nabo y un trozo de pan y media salchicha, levantándome a las cinco de la mañana con temperaturas de casi veinte bajo cero, temiendo a cada paso la amenaza inminente de los azotes que los presos debían contar en voz alta y en alemán perfecto mientras les pegaban, porque si fallaban el número se volvía a empezar de cero. Me imagino muerta de miedo, viendo a los demás convertirse en cadáveres andantes, en humo de horno crematorio. Y me maravilla pensar que gente como Boix tuvieran el valor de trascender la propia tragedia, el holocausto personal. De contar que el ser humano es a veces lo peor que puede pasarle a otro ser humano.
Anna Pointner era una mujer que veía a diario a los presos del campo que salían a trabajar al exterior. A veces se apiadaba de ellos, era amable. Les daba el consuelo de un poco de pan, una manzana. Una sonrisa. Y Boix, en una de las ocasiones en que aquella desconocida se acercó a ellos para acompañarlos mínimamente en su soledad, en el horror, le preguntó si podía darle unos rollos de fotografía. Ella, otra valiente, accedió. Y guardó los carretes en el muro de piedra de su casa, hasta que pudo difundirlos.
La pancarta con la que Mauthausen recibió a las fuerzas aliadas condenando el fascismo estaba escrita en español. Los presos republicanos de nuestro país hicieron oír su voz en ese cartel, supieron organizarse para repudiar ese régimen genocida con sus últimas fuerzas, muchos de ellos con el último aliento.
Al terminar su conferencia me he acerqué a felicitarle. Le pregunté si su tío le contó alguna vez historias relacionadas con el humor en el campo de concentración, por la risa como mecanismo de defensa. Contestó que en ocasiones unos se reían de los otros, cuando volvían llenos de heridas tras ser azotados. Señalaban los latigazos, «mira, mira cómo vienes, hombre», se reían a carcajadas, para quitarle importancia al dolor, a la muerte que acechaba. Lamentarse, verbalizar el sufrimiento, hubiera sido,, eso lo sabía bien el tío Manolo, asomarse al abismo, dejarse caer del todo. Se reían para no morir.
Que vivan para siempre los valientes, los hombres y mujeres que son capaces de vencer al mal con pequeños gestos, como esas fotos robadas del laboratorio del terror o esa pancarta que proclama que la lucha contra la barbarie se lleva a cabo desde la defensa de la igualdad y la vida humana.
Patricia Esteban Erlés.

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