Llega con su andar anestesiado y la espalda en forma de caparazón.
Me pregunto cuánta gente a la semana observo con el cuerpo acorazado, encastillado o bien en una vida robótica y carente de un sentido que se pueda nombrar como tal.
Una vida automática.
Me dice que quiere morirse.
No puede escuchar sus pensamientos de devaluación sin creérselos, así como la que oye los vientos ulular en noche de tormenta y se acurruca en la cama, reconociendo que están afuera.
Y ella a salvo.
Me pregunto cuánta gente a la semana observo creyendo que afuera es hostil y adentro también y queriendo morirse.
Me dice que quizá su discurso me aburre.
La tranquilizo; no hay nada que me aburra menos que alguien que no quiere vivir.
Su espacio de terapia es un terreno para llenar de lo que necesite. Ventilación emocional, cháchara superficial o frases contundentes y con sangre en sus letras.
Le pregunto por qué quiere dejar de existir.
Me contesta que quizá los demás estarían mejor sin ella.
Curioseo sobre ese «los demás» y me habla de su familia cercana y algunos amigos.
La invito a ver cómo sería invertir la frase y cómo se siente eso en el cuerpo:
«Yo estaría mejor sin esta gente«.
Exploramos esta posibilidad, poner distancia con algunos vínculos. Distancia de seguridad o incluso lejanía, divorcio afectivo.
Respira.
Me pregunto si después de tanta y tanta formación, lecturas, cursos, seminarios, la tarea del terapeuta no se basa quizá y especialmente en infundir esperanza, abrir posibilidades.
No asustar, no avergonzar.
No temer los terrores del otro ni, a la vez, minimizarlos.
Ser firme en la presencia y acogida de todo lo que emerge.
Abrazar y conocer del sufrimiento, de todas las defensas cubriendo heridas con plásticos muy densos, opacos.
Querer morirse es muchas veces estar muy desesperanzado.
O no ver lo posible.
No encontrar a nadie que te aparte los plásticos.
Tener manos y no poder usarlas a tu favor.
No poder respirar.
Buen día, otro día de esperanza y oxígeno.
Dedicado a I.
María Sabroso.
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