Desde la novela que ando escribiendo, aunque no lo cuente exactamente así.
Mi madre murió por primera vez un sábado por la tarde. Yo no sabía, camino del hospital, recién duchada, con la sensación de que en un par de horas volvería a estar en casa, leyendo, o que saldría a cenar por ahí, que mi madre iba a morir hacia las ocho, cuando aún era de día fuera y hacía una perversa buena temperatura que me mantuvo engañada hasta que subí las escaleras y alguien, en los pasillos, me lo contó. Mi madre se moría en una cama estrecha, se moría sola aunque todos anduviéramos cerca, desesperados, queriendo arrancarle un jirón de muerte para que viviera cinco, diez minutos más. Fue inútil. Los párpados de mi madre, los ojos verdes que ninguno de nosotros heredó, se habían vuelto hacia la noche, se hundían en ella sin que pudiéramos hacer nada. Yo quería morirme un poco, darle parte del aire, de la calma falsa de esa tarde fingida de primavera, que nos insultaba desde la ventana de la cuarta planta con un cielo sobreactuado. Mi madre se murió por primera vez entonces, cuando empezó a delirar y pedía perdón y crecía un boquete en mi estómago, me sacudía por dentro un balazo, el dolor terrible de no poder convencerla de que ella nunca hizo daño a nadie. No me escuchaba ya, no podía oír cómo le recordaba todas las veces que acarició a un niño o preparó un bocadillo gigante, o dio propina a un butanero vestido de naranja porque se apiadaba cuando los veía subir con la bombona a cuestas los dos interminables pisos de nuestra casa. Daba igual lo que dijera, ella se estaba muriendo y no comprendía ya el lenguaje de los vivos, el recuerdo imborrable que iba a dejarnos a todos los que la oímos cantar por las mañanas, mirando sus geranios o tendiendo la ropa limpia como si su vida no fuera una tragedia, como si no le faltara un riñón, como si no le fallara el corazón y ni hubiera enterrado a una hija de veintiún días, como si no sintiera a cada rato, desde que yo podía recordarla, que siempre estaba fallándole a alguien.
Mi madre todavía vivió tres días. Se murió de verdad, definitivamente, al martes siguiente. Pero creo que la enterré ese sábado de abril en que ya no le era permitido escucharme, como si yo gritara desde la orilla y alguien estuviera arrastándola a hacia el fondo.
Patricia Esteban Erlés.
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