(Parte segunda: Cumplimiento de la condena)
…y llegó el día fatídico, las 19 horas del viernes 25 de mayo de 1973, ante la puerta de la Prisión Provincial de Santander: mi mujer, Pilar, nuestra hija de 11 meses, y mi abogado defensor Don Pedro Vallés Gómez .Me despedí de todos con besos y abrazos, y subí los peldaños de la puerta principal para ingresar en la misma. Un joven funcionario, gordito y no más alto que yo, me advirtió de entrada que tuviera mucho cuidado con los otros presos, pues yo para ellos era “un mirlo blanco” por mi inexperiencia carcelaria.
Acto seguido, me cacheó, eliminó el cinturón del pantalón, el reloj, llaves, cordones de zapatos, y el monedero y billetero, al que ellos llaman “peculio”, sin que se pueda utilizar el dinero directo para pagar cualquier adquisición del pequeñísimo economato que disponía la cárcel. Todo pago debía hacerse en vales contra ese peculio que aportaba cada preso.
A continuación me introdujo en un calabozo o celda de la planta baja, donde debía de cumplir tres días de aislamiento, en presunta “cuarentena” sanitaria, aunque en el citado periodo, ningún médico me hizo reconocimiento alguno.
El calabozo o celda, solo tenía un duro catre, el lavabo y una taza de váter de loza blanca o chapa esmaltada. Un pequeño ventano, con rejas, permitía que me tuvieran vigilado aún en el sueño. Esa tarde-noche no me ofrecieron ningún alimento, al haber pasado ya la hora de la cena en la Prisión. Esa noche primera, no recuerdo si dormí, o soñé que dormía. Al día siguiente tampoco recuerdo si me dieron desayuno o desayuné entre recuerdos a la familia que quedó fuera, sin apenas recursos económicos, solo con los escasos ahorros del trabajo anterior, como Técnico de la Fábrica de Loza “La Ibero-Tanagra” santanderina.
Al cuarto día de ese aislamiento absoluto, me condujeron a una sala grande del piso superior, donde se hallaban, alineadas y enfrentadas, dos filas de camas bajas, que recordaban a las salas comunes de los hospitales de principios de siglo. Al pie de estas camas se hacían diariamente los numerosos recuentos de los presos para detectar que nadie hubiera escapado o escaqueado su presencia.
Aún desconocía cuál sería mi destino final, si el Penal del Puerto de Santa María en Cádiz, el Penal de El Dueso en Santoña (Cantabria) o quizá otro. Realmente yo no sabía los criterios de asignación de penal en función de la índole del delito y la cuantía de la pena a cumplir. Sí tenía, casi seguro, que me enviarían a otra parte del país, ya que la Prisión Provincial de Santander era un centro de presos preventivos en espera de juicio o de asignación de centro penitenciario.
Días más tarde supe por mi abogado que cumpliría la pena en esta Prisión Provincial de Santander, ya que se dio la feliz coincidencia de que el médico de la prisión era hermano de mi abogado, y debió de influir en esta decisión en la Junta de Tratamiento de la Prisión. Total que de residir en la calle Alta, 59 pasé a residir en la calle Alta 95, curiosamente los grafismos 5 y 9 eran los mismos, pero alterados. Esto iba a facilitar las visitas de mi mujer e hija, sin desplazamientos a otras localidades o provincias. Era un “favor” que otros presos no querían, ya que esta prisión santanderina no permitía apenas la “Redención de Penas por el Trabajo”, al carecer de posibilidades de trabajos externos o propios, excepto un muy pequeño volumen del trabajo de “fichas” de la Empresa Cántabra “HISBALIT”, consistente en alinear por su cara de brillo, en un cuadrado de aproximadamente de 20 cm. x 20 cm., unos pequeños baldosines, o “fichas”, de vidrio coloreado, para una vez completado pegar en el mismo por la cara de brillo un papel engomado sobre ellas, de tal manera que los albañiles, las situasen de una sola vez en el cemento de las fachadas, para luego, una vez fraguado, quitar el papel engomado pasando una esponja con agua.
Era un trabajo pulverulento y no bien pagado, pero que a los presos implicados les permitían aumentar su peculio y de paso acortar las condenas. Por cada dos días de cualquier trabajo se aminoraba uno de condena a cumplir. Por ello estaba muy solicitado y de hecho no había para todos.
La enfermería, también estaba ya muy ocupada, entre enfermos, no enfermos, pseudo enfermos, personas muy mayores de cierto pedigrí social y un preso encargado de ayudar a la monja, creo que de la Caridad, que hacía las veces de practicanta y ayudanta del médico.
¡UNA BIBLIOTECA!
Así que no veía las posibilidades de acortar mi condena mediante la redención de penas por el trabajo. Hasta que al domingo siguiente me enteré que se celebraba una misa todos los domingos, en el patio central interior de la cárcel, junto a las celdas de tres reclusos, siete a cada lado del patio, y otras tantas en el piso superior, por el Capellán de la Prisión. Un preso me informó que la asistencia a la misma no era obligatoria, pero sí muy conveniente para estar a bien, además de con Dios, con el influyente capellán que también formaba parte de la comisión o junta de Tratamiento de la prisión. ¿Y los que no quieran asistir, o son de otra religión, qué hacen?- le pregunté. En ese caso, me dijo, deben de permanecer encerrados en la Biblioteca sin meter bulla.
¡Eureka! O sea que, hay una biblioteca. Ésta era un cuarto en la parte superior, de unos 30 metros cuadrados, amueblada con viejos pupitres de escuela, en madera a la vieja usanza con sus cubículos para la tinta, y unos armarios acristalados y con llave, con algunos libros de aspecto “viejísimo”. Enfrente, una pizarra y la mesa del maestro, sobre una tarima. Este cuarto solo tenía una ventana enrejada que daba a un pequeño patio interior, anejo a una celda de castigo, justamente para eso, los castigados con asilamiento total por saltarse alguna norma interna u otras cuestiones para mi desconocidas.
Esta biblioteca carecía del más mínimo interés para los reclusos, por lo que escaseaban los préstamos. A cargo de la misma se hallaba un maestro nacional que se desplazaba algunos días a la prisión por si alguno necesitaba de alguna clase o solicitar un préstamo de libros. Hablé con él. Me pareció un hombre muy elemental, que por sus andares y su bigotito me recordaba al Charles Chaplin de las películas mudas. Naturalmente, era franquista, no podía ser de otra manera; pero por su conveniencia y por mantener la biblioteca abierta todos los días y vigilada los domingos con los no asistentes a la santa misa, aceptó mi propuesta de ser su ayudante y así poder redimir yo condena con este trabajito no remunerado y librarme de la misa dominical, ya que había tenido durante años misa diaria como atestigua mi tarjeta de asistencia del Colegio San Agustín de Santander.
El primer encargo que me hizo fue, que tratase de enseñar a leer y escribir a dos personas de raza gitana, de apellido Barrul, que no sé si eran hermanos o tío y sobrino, muy jóvenes ambos, a los que los demás presos conocían como “los Chachos”. No pude realizar este cometido hasta su final, pues los trasladaron de prisión a las pocas semanas.
Algunos presos se interesaron por solicitar algún libro para entretenerse, pero la verdad sea dicha, aunque había algunos libros de interés para coleccionistas por su antigüedad o de estudios matemáticos avanzados, yo no acababa encontrar algo con lo que entretener su pena.
¡MIS PRISIONES!
Hasta que mirando libro a libro, algunos carcomidos por la polilla, encontré uno titulado: “Mis Prisiones”, del escritor italiano Silvio Pellico (1789-1854) que fue detenido y encarcelado por la policía austriaca, acusado de ideas liberales contrarias al régimen imperial. En el citado libro contaba las vivencias de los diez años de cárcel con los que fue castigado. Este libro, más de doscientos años después de haber sido escrito, fue un hallazgo y un éxito para los préstamos. Corrió por diversas manos a satisfacción de los lectores carcelarios, hasta que un buen día el maestro recibió una donación de libros nuevos, en general novelas, no sé si de Editoriales o Instituciones Penitenciarias, la cuestión es que me dio la orden de que para hacer sitio en los armarios, le fuera pasando los libros aquellos tan viejos (antiguos diría yo) a un preso que padecía tuberculosis, y que luego los quemase. Aluciné con tal propuesta, pues no me veía yo en medio del patio exterior haciendo una pira de libros y dándoles hoguera cual inquisidor real. Y mucho menos, teniendo en cuenta que había hallado algunos ejemplares muy valiosos por su antigüedad. Dos de ellos están aún conmigo en Gran Canaria y otros en Santander, como luego explicaré: “Historia del Antiguo Testamento y de los Judíos”. Tomo Tercero Segunda Edición. Madrid. Imprenta de la Administración del Real Arbitrio (1806), con sello en tinta negra de Cuarenta Maravedís (1809). Y otro que no tenía desperdicio, titulado: “Honra y Gloria del Clero Español, escrito por el Presbítero, Don Atilano Melguizo. Tomo Primero. Madrid: Imprenta de Frossar y Compañía, Calle de las Tres Cruces, núm. 3 (1843). Todos ellos, excepto el de Historia… llevaban sellos en páginas diversas con la leyenda en tinta de tampón violeta: Prisión Provincial de Santander. BIBLIOTECA; y algunos en lugar de esta leyenda exhiben otra que dice: Biblioteca del Soldado, que fundaron en Zaragoza los Inspectores Jefes, Miguel Artigas (Tiene, inexplicablemente, aún calle dedicada en Santander, Calle Bibliotecario Miguel Artigas, anterior a Calle del Rubio) y Miguel López del Campillo, al servicio ambos del Ejército Rebelde y que en un principio se llamó “Servicio de Lectura para el Soldado”.
Como consideré una catástrofe que se perdieran en la hoguera libros valiosos por su antigüedad, le propuse al maestro que si podría quedarme con algunos cuando recobrara la libertad. Ni se lo pensó y me autorizó por escrito a llevarme todos los libros “viejos” que quisiera, y así me firmó una autorización para sacarles de la prisión. Y aún más, ante mi objeción a sacar tantos libros de golpe, me autorizó a que hiciera un hatillo con varios y se los entregara a mi mujer en una de las visitas que me hacía a la semana. Y así lo hice. Algo que ya para entonces parecía de sainete; pero es que este maestro era así: de sainete chaplinesco.
ESCRIBIR O NO ESCRIBIR, HE AQUÍ EL DILEMA
Para matar el tiempo, solicité me permitieran meter en prisión una pequeña máquina de escribir francesa de marca “Jappy”, muy similar a la Pluma 22 de Olivetti, que había comprado con el dinero de una beca, para hacer el proyecto de Fin de Carrera en la Escuela de Peritos e Ingenieros Técnicos de Santander, así como unos tomos de Organización de la Producción- Métodos y Tiempos-. Tras ser ejercida la correspondiente censura de libros, no sé si por parte de la Capitanía General de Burgos, o solamente por la Junta de Tratamiento de la Prisión, me fueron entregados, con un papelito de papel cebolla, pegado en su primera página, atestiguando la censura y permiso de los mismos. Aproveché la máquina para pasar a ella algunos cuentos infantiles que había escrito a mano en el vestíbulo de la enfermería. Igualmente fueron censurados, sin que al parecer observasen nada punible.
Del exterior, me llegaban algunas veces, cartas e invitaciones a actos culturales, que me enviaba un muy buen amigo, para que el gremio carcelario tuviera en cuenta que no estaba solo y abandonado.
Cierto día, un grupito de presos comunes me pidió por favor si podía pasar una lata de sardinas, de esas que traían una llave para abrirlas, a un preso aislado o castigado, por la ventana enrejada contigua a la biblioteca. Cosa que hice por caridad o miedo, sin pensar en más.
EL CAPELLÁN
Con el capellán apenas hablé desde que esquivé la Santa Misa dominical, por el cuidado de la Biblioteca y los reclusos no asistentes a la misma. Era un cura a la antigua usanza, con una sotana hasta los pies, llena de brillos. El alzacuello blanco y unos zapatos bastante raídos. Aparentaba más de sesenta años, quizá setenta, pelo blanco y boquisumido. De carácter hosco, natural de un pueblecito de Burgos llamado Ibeas de los Juarros. Probablemente aportó su opinión en la Junta de Tratamiento cuando solicité la libertad condicional, una vez cumplidos los dos tercios de la condena.
EL RÉGIMEN DE LAS VISITAS
En la Prisión Provincial, de aquél entonces, no existía ninguna habitación para comunicar con las familias, y mucho menos aún no se había inventado el contacto “vis a vis”. Tampoco existían los móviles, y la televisión que nos dejaban ver en el salón central interior, donde también se celebraba la santa Misa, era por tiempo muy limitado, creo que hasta las 21 o 22 horas, no recuerdo bien, y por supuesto en una TV en blanco y negro, de las hoy llamadas “culonas”, nada de pantallas planas.
Tenía derecho a dos días a la semana de visita solo de familiares; pero me enteré de que si me suscribía a una revista semanal titulada “REDENCIÓN” tendría un día más de visita a la semana. Así que me suscribí de inmediato, como una gran mayoría de los reclusos que recibían visitas y algunos otros para leer noticias, aunque fueran amañadas.
“REDENCIÓN”
Este semanario, “Redención”, se editó por primera vez en Vitoria, sede del Servicio Nacional de Prisiones, el día 1 de Abril de 1939, día final oficial de la Guerra Civil, y duró hasta 1978, cinco años más tarde de mi condena. El General Máximo Cuervo, fue el Jefe del Servicio Nacional de Prisiones, cuyo lema era: Disciplina de Cuartel, seriedad de Banco y caridad de Convento. Este periódico o revista, era el único periódico de circulación carcelaria, ya que los demás tenían prohibida su entrada; en palabras del Generalísimo Franco, refiriéndose a los presos: “elementos dañados, pervertidos, envenenados política y moralmente, de la sociedad, con el fin de su REDENCIÓN espiritual”. A la edición de este semanario contribuyeron con su pluma, sus dibujos o viñetas, algunos presos periodistas, que en libertad habían dirigido prensa de izquierdas. Otros, más dignos, se negaron a colaborar. Pese a esta colaboración, algunos de los primeros acabaron en el pelotón de fusilamiento.
VISITAS
El primer día de visita, siempre únicamente mi mujer y alguna veces nuestra pequeña hija, quedé muy angustiado por la situación, en un ambiente lóbrego y distante: el lugar físico era un pasillo en forma de ele mayúscula con la base corta, de aproximadamente un metro y medio de ancho y cerrado en ambos lados por una tupida red de alambre oxidado e incluso remendada, que llegaba hasta el techo, y por dicho pasillo paseaba, más o menos de continuo, según su talante, un funcionario que oía todas las conversaciones que a viva voz se producían entre el preso por un lado del pasillo y la familia por el otro. Para mi entender, no podía ser más degradante.
LOS FUNCIONARIOS
En general los funcionarios eran gente mayor de absoluta confianza del Régimen franquista, que dudo que hubieran estudiado nada para aquél puesto. Solo recuerdo jóvenes que quizá accedieron mediante exámenes, al que me advirtió de que yo era un “mirlo blanco” para el resto de los presos, en general comunes, y multi reincidentes en delitos y unos pocos presos políticos en espera de juicio o destinos en otras prisiones. El otro funcionario joven, que parecía de carrera, era altísimo, delgado de cara y nariz afilada, al que los “políticos” conocían como “Nietzsche”, por ser un admirador de este filósofo prusiano (1844-1900) y pastor luterano, del que yo entonces solo conocía su discurso fatalista de sus primeros años y finalmente nihilista.
Un día, de los primeros sin libertad, hallé entre los Jefes de Servicio al que fuera mi profesor de música en el Colegio San Agustín, de cuyo nombre prefiero no acordarme. Persona de muy mal genio con el alumnado, que me ratificó con una sonora bofetada a un preso portugués, que con las manos atrás, debió de requerir alguna información sobre su dilatada estancia en la cárcel. Como observamos la acción varios presos, se volvió hacia nosotros recriminándonos ser testigos de su mayúscula bofetada. Conmigo, nunca tuvo la menor deferencia a pesar de que me reconoció como exalumno agustino. Quizá porque al no disponer yo entonces de dinero para comprar una bandurria, me apunté a la rondalla del Barrio Pesquero que nos prestaban este instrumento. Curiosamente, la primera canción que allí aprendí a tocar, fue el pasodoble “Islas Canarias”. De las que entonces poco o nada sabía yo de estas islas que años después acogerían mi jubilación profesional. El único detalle de este bigotudo y músico profesor, fue el permitir que un día me visitase un amigo de infancia y estudios agustinos, que tocaba la bandurria en su rondalla. O sea que no lo hizo por mí, sino por este amigo mío componente de su rondalla.
ENFERMERÍA
En el lado derecho según se entra al interior, había un pequeño patio cuadrangular ajardinado, que daba acceso a la enfermería donde atendía el médico, ayudado por una monja, no recuerdo de si de la Merced o Hija de la Caridad, creo que Margarita de nombre, con ojos turquesa y mandíbula prominente. El patio, en épocas anteriores había lucido muy floral, con bellos rosales, que atendió durante algún tiempo un preso político del PCE, que se había interesado ante la monja por mi estancia. La monja agradecida a la labor de este hombre, creía que yo era miembro del “Partido”. Aunque no lo fui hasta mi residencia en Laredo en 1977, después de la rocambolesca cita en la Playa de Oriñón, como cuento en la primera parte. Fruto del agradecimiento me permitió que permaneciera en los tiempos libres en un banco de madera, que hacía las veces de sala de espera de la Enfermería. Además me dio algunos consejos sobre que no estableciera conversación con un grupo de presos que acudían a la Consulta médica, y que ella identificaba como terroristas. “No como ustedes que solo son de ideales políticos”, refiriéndose al jardinero del PCE y a mí.
PRESOS POLÍTICOS
En el tiempo que permanecí en prisión solo conocí a un preso de ETA, un muchacho de caserío, con grandes dificultades para hablar castellano y que nos rehuía con natural desconfianza. Debía de estar esperando juicio, aventuro yo. El otro grupo, de tres o cuatro jóvenes y un casi anciano, que confundía la monja con terroristas, eran miembros de un partido político de la margen izquierda del rio Nervión, obreros de alguna fábrica. Cuando salí libre pude leer en la prensa local que habían sido condenados a varios años de cárcel por esta pertenencia a partidos políticos ilegales, todos en aquel tiempo, salvo la Falange.
La monja, tenía como ayudante de enfermería a un chico de El Astillero, bien parecido, por el que se notaba que sentía debilidad. Este chico al poco tiempo salió libre, y la monja me propuso a mí, no por ser su debilidad, sino para hacer la tarea de evaluar el contenido energético de los menús diarios, que antes hacía, entre otras cosas, el astillerense. Así que de pronto me vi calculando calorías del menú infame que nos daban. Creo que eran 1900 calorías. Y como curiosidad contaré que al preso tuberculoso le correspondían 2100 calorías, que diariamente se cumplían añadiendo al menú, una lata de sardinas. Con una lata de sardinas diaria, estimo que acabaría hasta “el gorro” de las mismas. Sospecho que alguna vendería. Siendo probable que la lata que me pidieron pasara al preso aislado, fuera una del trueque del tuberculoso.
“POÉMAS EN CARNE VIVA”
En algunas charlas informales con los presos de la “Margen Izquierda del Nervión”, cuando venían a ser atendidos en la Enfermería, se interesaron por el libro de poemas que me había llevado a aquella penosa situación. Desde luego, les dije, que no disponía de ningún ejemplar dentro de la cárcel; pero que trataría de hacerme de alguno para que lo leyeran. Intención esta harto difícil de cumplir, pues todo lo que entraba en la cárcel, incluidos alimentos, eran minuciosamente inspeccionados, y en el caso de libros, sometidos a censura previa. Ni tan siquiera pasaban los periódicos regionales de aquella época, “ALERTA” y “EL DIARIO MONTAÑÉS”, de los que yo, por cierto había sido becario redactor, con el seudónimo de Diego de Jesús un tiempo, en el primero, y unos meses corrector de Pruebas, sustituto, del segundo, precisamente el día que cambió de formato a tabloide corregí el editorial.
Han pasado 47 años del deseo cumplido de introducir el poemario en la cárcel. Así que por más que intento recordar un hecho tan relevante e inverosímil, no lo logro. Tampoco mi mujer dice recordar, como pudimos introducir un ejemplar en un régimen carcelario tan estricto. Descarto que pasara normalmente a censura. Lo comprobaré revisando en Santander algún ejemplar de los que dispongo. Sospechamos que alguien hizo la vista gorda, o con mucho poder logró introducirlo. Quizá vía de las monjitas, o algún visitante muy poderoso sin control, lo introdujera.
La verdad es que se convirtió en un acontecimiento inaudito. La presunta prueba del delito y su autor, juntos en la misma prisión. Lo leyeron varios presos, sin que a su juicio, mereciera condena alguna, claro que ninguno de ellos tenía sable, o sabían muy bien leer, sobre todo la preposición SIN.
FIESTA DE LA MERCED
Los días en prisión iban pasando más lentamente de lo que mi mujer y yo hubiéramos querido. Desde el primer día del ingreso el 25 de mayo, iba apuntando en un calendario de mano cada día trascurrido. El calendario, que alguien me había regalado era del Bar de José Frutos, de la calle Carmen, 4 en Higuera de la Serena (Badajoz). Además, Representante de Autobuses de Servicios Discrecionales, decía en una letrita minúscula. Por la otra cara tenía una escuálida rubia en bikini en la orilla de una playa.
Todos los años en la Fiesta de la Merced, el 24 de setiembre, patrona de Instituciones Penitenciarias, después de la Santa Misa, permitían que los menores de edad pudieran visitar de forma presencial en el interior de la cárcel a sus padres o familiares presos. Y así sucedió, aquel año, con nuestra hija Corina, que con solo 15 escasos meses, debió de convertirse en la “presa” más joven de la Dictadura.
–¿De quién es la niña?- preguntó un preso extrañado.
-Es la hija del poeta- contestó otro.
-¿Cómo se llama la niña?
-Corina- le dije al compañero de desgracias interrogante.
-¿Y qué nombre es ese?- indagó extrañado.
En lugar de contestarle por el camino largo: “poetisa griega del siglo IV antes de Cristo, rival de Píndaro en los Juegos Florales, opté por, es el nombre de su abuela, mi madre.
-Ah, ya- se conformó.
Como era una niñita muy rubia, como una pequeña muñequita, muchos se alegraron de tenerla allí, pues hacía años que algunos no habían visto una niña.
EL PATIO ABIERTO
Había un gran patio abierto, sin la techumbre de red que años después lo cubrió para evitar que desde el exterior lanzasen droga u objetos. Estaba vigilado desde los cuatro costados con sendas torretas, unas veces por la Guardia Civil y otras por la Policía Armada. Era un patio muy desangelado, con solo unos bancos de piedra junto a las paredes y sin ningún equipamiento para juegos, así que solo permitía caminar o sentarse, y eso pocas veces, habida cuenta del lluvioso clima de Santander.
Lo frecuentaba un preso muy grande, que tenía una pierna artificial y al que todos tomaban por loco, pues entonaba una canción a gritos, que muchos seguían para divertirse: ¡Oh, oh, oh, Luciana por favor! ¡Yo no quiero ser esclavo de tu amor! ¡Oh, oh, oh! ¡Luciana por favor!, etc. Y así durante muchos minutos.
Yo apenas salía a aquel recinto desde que me acomodé en el vestíbulo de la enfermería, para escribir o leer con tranquilidad. Un día que el preso cojo tenía consulta, se me acercó para decirme: “a ti te lo puedo decir, porque eres un intelectual. Como ya te habrás dado cuenta yo no estoy loco, lo finjo, porque así me va bien, nadie se mete conmigo y yo vivo feliz.”
Y yo le creí, pues su actuación a grito pelado en el patio, lograba arrastrar en su locura a otros presos que se creían cuerdos.
La paradoja de ser una prisión urbana, por estar rodeada de casas de vecinos por todos los lados, excepto por el sur que solo tenía los terraplenes del ferrocarril y los viveros Municipales de Plantas y ornamentos, era que, sobre todo por las tardes, podías escuchar de las viviendas adyacentes los seriales radiofónicos, como si tal cosa. No recuerdo muy bien si era «Ama Rosa”, “Lucecita” y “El Crimen del Comedor”, o las tres a diferentes horas. Y por las mañanas los disco dedicados, sobre todo a Manolo Escobar y Antonio Molina. Esos detalles tan urbanos, hacían más cruel la estancia sin libertad entre aquellos muros.
OTROS PRESOS
Además de este preso “loco” y cojo, había otros, de los más de cien existentes de los que recuerdo algunos. Un preso sexagenario, catalán, de apellido Tolrá o Toldrá, que decía ser médico; pero que cuando alguien buscaba su opinión médica, declinaba de la misma aduciendo que estaba inhabilitado, según él. Su cultura solo llegaba de su afición a leer algunos artículos de la revista americana del Reader’s Digest, que guardaba de forma clandestina, por lo que lo de médico a mi pareció una mentira más de las que allí se oían. Aun así, yo fiel a mi condición de “mirlo blanco”, adjudicada, cuando salió de la cárcel le cobijé un tiempo en nuestra casa, con potencial riesgo. Algunos días venía con botes de leche maternizada para nuestra niña, que según él conseguía en el Hospital de Valdecilla. Pero, vaya usted a saber la verdad. La única verdad, corroborada, es que su hermana en Cataluña, dijo no querer verle ni en pintura cuando algunas buenas personas se interesaron en hablar de él a su familia.
Otro preso, este joven, de Valladolid, me pidió prestado un jersey de pico para cuando saliera en libertad, que ya me lo devolvería. Se lo di a sabiendas de que jamás volvería a verlo. Y así fue. Al menos iría chulo a la capital del Pisuerga.
También tuve una buena relación, con otro preso muy mayor, que a la sazón era constructor, un socio le hizo una jugarreta, por lo que él prefirió pagar con cárcel antes de ceder al vil chantaje del socio. De muy buena familia solía visitarle en la enfermería una hija monja. Pienso que es posible que por ahí llegó mi libro a prisión, es una posibilidad.
De los muy jóvenes, había uno del portal siguiente al mío, hijo menor de una familia desestructurada, con un padre alcohólico y otro hermano mayor también en prisión desde muy joven. Delincuentes comunes, carne cañón ya para siempre en la vida.
LAS CONDUCCIONES
Esta Prisión Provincial no gustaba a casi nadie, salvo a los santanderinos por aquello de la proximidad de las visitas, por su ausencia o escasez de trabajos para redimir penas, por la casi total existencia de juegos. Recuerdo que a escondidas pintaban sobre una manta con una tiza un juego de parchis, en el que empeñaban algunos dineros ocultos o los vales para el economato. Y todo ello pese a las temidas “conducciones” para el traslado a otras prisiones de cumplimiento. Una conducción a un penal como el de “El Puerto de Santa María” en Cádiz podía suponer un mes de prisión en prisión, custodiado por la Guardia Civil, hasta llegar a destino. Al Penal del Dueso en Santoña ya era otra cuestión más benigna por la proximidad. Pero en general ansiaban penales que tuvieran muchas distracciones y oportunidades de trabajos.
¡FALTA DE ARREPENTIMIENTO!
Después de la Fiesta de la Merced, hablé con mi abogado, para que al cumplir los dos tercios de la condena solicitase la libertad condicional, por buen comportamiento y promesa de trabajo al salir.
Los días iban pasando a medida que los tachaba en el calendario de mano extremeño. Sin embargo, la libertad condicional no llegaba.
Mi mujer se entrevistó con el abogado para interesarse por la tardanza. Y me pasó la tremenda noticia: ¡La libertad condicional había sido denegada!
-¿Y por qué?- pregunté.
-Porque estiman que existe FALTA DE ARREPENTIMIENTO por tu parte, porque sigues escribiendo.
-Pero si son cuentos infantiles que ellos mismos han podido leer y censurar – musité rabioso.
-Te tienen miedo- eso es lo que pasa a un Régimen Político en descomposición- me dijo.
Así se las gastaba el Régimen Franquista. Si hubieran tenido la Ley Coránica para poderla aplicar, sin duda que me habrían cortado las manos con las que pequé.
No me quedó más remedio que seguir tachando los días transcurridos en el calendario de mano, hasta llegar al 23 de noviembre, que se vieron obligados a darme la libertad. Creo que lo tenían planificado, pues el tiempo real de prisión coincidía con la petición del fiscal militar: seis meses de cárcel para el poeta.
Pero no acabarían ahí las desdichas, pues al querer reincorporarme a mi trabajo como técnico cerámico en la Fábrica de Loza “La Ibero-Tanagra” de Santander, me encontré con que la gerencia y la Dirección Técnica anterior habían sido cambiadas y los nuevos desconfiaron de un técnico que no conocían y que además salía de prisión por delitos políticos. Total que me quedé sin trabajo y sin desempleo.
Un amigo del servicio militar, representante de muebles, me propuso vender lámparas a los comercios por una representación que él tenía. Así lo hice, hasta que fundamos un pequeño taller de murales cerámicos aprovechando mis conocimientos y él su experiencia en la venta de muebles y lámparas. Pero eso es ya el comienzo de otra historia…confieso que no me he aburrido en este mundo.
La pandemia del COVID-19 me coge ya muy preparado.
F I N
Jesús Gutierrez Diego.
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