Mi hermano se murió de un balonazo, en el patio del recreo de los curas. Se quedó quieto en medio del campo y todos acudimos a ver si al menos se había hecho sangre o algo. La pelota seguía rodando después del golpe, pero nadie corrió a buscarla. Al principio mi hermano no se había muerto bien, se le movían un poco las orejas y también le temblaba la boca. «Levanta», le ordenamos, cuando vimos que la muerte era un poco lo mismo todo el tiempo. «Levanta», porque ya queríamos ir tras la pelota roja que acaba de detenerse junto a la portería. Pero mi hermano nada, allí muerto desde hacía rato, con las mismas zapatillas que yo y mi pelo castaño, mi hermano con sus gafitas diminutas algo torcidas y esos ojos obstinadamente cerrados que alguien parecía haberle dibujado a toda prisa detrás de los cristales.
«Levanta», y mi hermano repitiendo la muerte como cuando le gustaba una canción y la ponía mil veces en el viejo tocadiscos de mamá, hasta que las estrofas crujían y se rompían y la voz de aquella negra parecía la voz de una esclava en un campo de algodón, cansada de tanto decir lo mismo. Mi hermano allí, empeñado en seguir muerto cuando quedaban cinco minutos, eso calculamos, para volver a clase.
Le odiamos mucho, a mi hermano, yo el primero, porque tampoco había sido para tanto y se le estaba poniendo una cara satisfecha de protagonista, la misma que cuando se lo sabía todo, le preguntaran los curas lo que le preguntaran. Lo dejamos allí, en el centro mismo del patio, como si fuera el corazón parado del recreo, con mi pelo castaño y mis mismas zapatillas. Alguien que se sentaba cerca de la ventana dijo en clase que vio cómo el jardinero se acercó a él con un saco de esos donde solía guardar las hojas viejas que caían de los árboles. Solo sé que salimos y el patio estaba desierto. Me fui a casa solo. Mi madre abrió la puerta, vestida de negro. Comí en silencio la sopa que me sirvió e imaginé que mi hermano había ido a parar a un lecho de hojas blandas, del mismo tono amarillo rabioso que ven tus ojos cerrados cuando alguien te estampa en la cara un balonazo.
Patricia Esteban Erlés
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