No son buenos tiempos para los que creemos en el progreso de la humanidad, o lo que es lo mismo, para los que compartimos la definición al uso de que el progresismo es una doctrina política y social orientada, generalmente, hacia el desarrollo de un estado del bienestar, la defensa de derechos civiles, la participación ciudadana, cierta redistribución de la riqueza y mayores avances o progresos en materia sociocultural. No lo son porque, aunque en un principio podría pensarse que cualquiera en su sano juicio estaría a favor de todo, o casi, lo que defiende el progresismo, siempre y cuando, claro está no se trate de alguien cuyos intereses personales y sobre todo económicos están en conflicto con dicha doctrina, la realidad es que el discurso contrario no sólo está en alza desde hace ya décadas, sino que además cada vez se manifiesta con más acrimonia y sobre todo éxito. De hecho, parece haberse puesto de moda descalificar cualquier crítica o iniciativa dirigida a defender o fomentar todo lo anteriormente citado tachándola de “progre” o ya sólo como típica de “progres”.
En los tiempos que vivimos parecería que “progre” ha devenido en un descrédito, en realidad un insulto –si bien entiendo que quien te espeta un “progre” con ánimo de ofender suele ser porque él a su vez es un “regre”, alguien en contra de todo lo citado anteriormente, por lo que es evidente que en esto como en tantas otras cosas sólo ofende el que puede- en boca de esa nueva “mayoría” que se dice harta de las políticas progresistas que según ellos restringen la libertad del individuo y sólo crean miseria. Un descrédito bastante curioso si tenemos en cuenta que han sido precisamente las políticas progresistas llevadas a cabo por los gobiernos socialdemócratas, a destacar los escandinavos, e incluso ya sólo social-liberales y hasta democristianos por muy a la derecha que puedan ubicarse estos en cuanto a lo sociocultural, quienes construyeron el sistema de bienestar que más justicia, riqueza, equidad y libertad ha generado en toda la Historia de la humanidad. Sin embargo, y de la misma manera que, según el dicho, “no hay mal que cien años dure”, para que con el bien pasa otro tanto, por lo que todo lo bueno que hemos podido disfrutar de la sociedad del bienestar creada por nuestros mayores –luego ya casa país, región o comunidad de lo que sea podrá juzgar hasta qué punto su correspondiente sociedad de bienestar era más o menos completa, sólida, justa o todo lo contrario-, parece que hace ya tiempo que empezó a hacer aguas por casi todos sus costados. Claro que habría que determinar si las grietas o aberturas por donde se filtra el agua son debidas a que la estructura del barco ya no aguanta el peso que tiene encima por culpa de la falta de resistencia de la madera con la que fue construido, siquiera ya sólo porque esa madera funcionó durante mucho tiempo para soportar el peso de una determinada carga y no tanto la que ahora se le echa encima, o más bien porque aquellos que nunca estuvieron interesados en que el barco flotara como la hecho hasta hace poco se han dedicado a abrir esas grietas por su cuenta con más o menos disimulo, pero, en cambio, con notable éxito.
Con todo, el barco hace aguas y algunos, demasiados ya, no parecen interesados en llevar el barco al astillero para hacerle los arreglos que hagan falta con el fin de que pueda seguir navegando como hasta ahora. No, ahora la idea que cada vez impera más en buena parte de la tripulación es la de echar por la borda todo lo que juzgan lastre, ya sean los derechos de sus conciudadanos o a ya directamente a muchos de estos, y qué decir ya sólo de aquellos que aspiran a serlo tras haberse subido al barco, da igual si con pasaje o como polizones.
En realidad es la existencia misma del barco la que se cuestiona hoy en día con más virulencia que nunca. “La justicia social es una aberración”, grita un histriónico y bufonesco Milei ya incluso investido como presidente de Argentina. Y lo aplauden no sólo aquellos que le dieron su voto en la convicción de que sus ideas extremas sobre lo que tiene que ser la doctrina política y sobre todo económica que rija el país, el neoliberalismo de la escuela de Chicago que inspira a reducir la intervención del estado en la economía al mínimo en pro de una teórica libertad de mercado que consiste básicamente en el “sálvese quien pueda”, son la única solución posible a los años de latrocinio e improvisación de las políticas kirchneristas auto tituladas como de izquierdas. Una solución que se presenta como justo lo opuesto a lo habido hasta ahora en Argentina, pero al mismo tiempo poco o nada original teniendo en cuenta que todos los ajustes anunciados por Milei ya se llevaron a cabo en su momento en otros países con aparentes buenos resultados a corto plazo, pero pésimos a la larga, da igual si bajo la coartada democrática del gobierno venezolano del teóricamente socialdemócrata Carlos Andrés Pérez o gracias a la impunidad “manu militari” de la dictadura pinochetista y además con la colaboración directa de los discípulos del propio Milton Friedman, por poner los dos casos más paradigmáticos de lo que hablamos. Nos referimos, por supuesto, a la conocida doctrina del caos perfecta y detalladamente expuesta por Naomi Klein en su libro homónimo. ¿Qué en qué consiste dicha doctrina? Pues para no extenderme en exceso como de costumbre, porque este artículo en realidad va de otra cosa, en imponer reformas empobrecedoras a la mayoría ciudadana en países con modelos de libre mercado, no porque fuesen populares, sino a través de impactos en la psicología social a partir de desastres o contingencias, provocando que, ante la conmoción y confusión, se puedan hacer dichas reformas impopulares.
¿Qué cómo se consigue convencer a esa mayoría ciudadana de que primero vote y luego acepte las políticas en contra de sus propios intereses de clase? Pues a través de una verdadera ofensiva ideológica con la ayuda de unos medios afines entregados a la tergiversación por norma, la difusión de bulos y, muy en especial, la reivindicación desacomplejada de los valores más reaccionarios, primitivos, acaso sólo instintivos, de una masa social compuesta en buena parte por necios en todos los sentidos que determina la RAE: Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber/ Falto de inteligencia o de razón/Terco y porfiado en lo que hace o dice. Dicho de un modo más escueto: empoderando a los necios en beneficio de los cínicos.
Lo primero que hay que hacer es convencer a los necios que ellos son la gente normal y el resto, los que los gobiernan o apoyan, es decir, los que dirigen o defienden el sistema de bienestar, una elite ajena y poco más que extractora que se aprovecha de todos para mantener sus privilegios, cuando no los verdaderos necios como ya debe estar pensando alguno que lea este artículo sobre su autor. Claro que esto último bien puede ser verdad en algunos casos como el de Argentina, donde dicha elite corrupta y manirrota ha coincidido en todo con el peronismo kirchnerista. ¿Y en el resto de países con un sistema de bienestar hasta hace nada sólido? Pues en estos la estrategia consiste en explotar al máximo las debilidades o contradicciones de dichos sistemas de bienestar para, en lugar de animar a su reforma desde presupuestos progresistas cuyo objetivo sería corregir dichas debilidades o contradicciones para mantener lo esencial, convencer a los necios de que la única salida es cortar por lo sano recurriendo, precisamente, al desmantelamiento de todo lo que hay de progresista, esto es, democrático, solidario, equitativo, liberal, cuando no simplemente humanista, en el sistema de bienestar.
Y digo bien liberal en el sentido más clásico del término, toda persona que es abierta y tolerante con otras personas que lo necesitan y sus opiniones, que tiene costumbres e ideas libres y sin prejuicios y favorece las libertades individuales, porque en eso es precisamente en lo que coinciden los extremismos populistas a derechas e izquierdas que hoy asolan las democracias liberales como la nuestra: en el rechazo y odio a todos los que son de su misma grey. Ahora bien, la trampa del extremismo del derechas es hacer creer a los necios que el enemigo contra el que están luchando, el culpable de todo lo malo por erradicar, el que abusa de ellos e incluso los somete a una supuesta dictadura de lo políticamente correcto, no es tanto la democracia liberal que odian los cínicos por principio por ser el dique teórico que contiene sus deseos de impunidad para sus intereses, sino el otro extremo a la izquierda al estilo de los antiguos regímenes comunistas del otro lado del Telón de Acero, siquiera del de los sistemas comunistas todavía vigentes al estilo de China, Corea del Norte o Cuba, y no digamos ya los socialismos de nuevo cuño como el de Venezuela o Nicaragua como máximos exponentes de unas dictaduras camufladas como democracias, sino más bien los gobiernos socialdemócratas, o ya sólo socio liberales al estilo de los demócratas de EE.UU. Dicho de otra manera, el populismo de derechas, el cual no es otra cosa que la antesala o la careta buenista del fascismo de toda la vida, ha conseguido convencer a miles de necios de que su verdadero enemigo no es otro que el sistema de bienestar que, mal que bien, con mejor o peor éxito, procura que ningún ciudadano tenga que saltar de barco por la razón que sea.
Y a eso se ha aplicado con denuedo el populismo de derechas durante las últimas décadas, a convencer a los necios de que la izquierda, ya sólo lo que al otro lado del Atlántico tildan con no poco desprecio como de “liberales”, es un bloque monolítico al estilo de la antigua Internacional Comunista cuyo objetivo final no es otro que reinstaurar algo así como una Unión Soviética a escala planetaria. Un absurdo, sí, pero es que el empoderamiento de los necios consiste precisamente en eso, en convencerlos de que todas sus ideas de chichinabo sobre la realidad como resultado de una mala o nula educación, todos sus prejuicios hacia el diferente o el extranjero como un enemigo potencial, todas sus obsesiones conspiratorias como consecuencia de consumir sólo aquello que confirma, y sobre todo alimenta, sus prejuicios y poco más, y en especial la convicción de que la susodicha élite trabaja con denuedo para socavar su modo de vida para convertirlos en simple siervos de sus intereses, son ciertas y que por eso ha llegado el momento de plantarles cara.
Dicho de otra manera, el éxito indudable del populismo de derechas ha consistido en hacer creer a los necios que en el debate político también son lícitas, e incluso necesarias, todas aquellas ideas simplistas que conforman su manera de entender la realidad. Me refiero, claro está, a aquellas ideas enmarcadas en las expresión de los instintos más primarios de ese modelo de ciudadano idealizado, y por lo tanto falso, que denominamos el ciudadano de a pie, cuando no la gente corriente e incluso “normal”, casi que en exclusiva. Ideas a través de las cuales ahora pueden expresar sin miedo a ser censurados por la inmensa mayoría del resto de sus conciudadanos su rechazo, cuando no verdadero odio, al diferente, al de fuera, en realidad a todo aquel que resisten a aceptar como un igual, ya sea porque consideran que no es de su misma grey o tribu, o simple y llanamente porque no comulga con su visión de la vida, por lo general, y según acostumbran ellos a manifestar a los cuatro vientos, tradicional, auténtica, tan apegada a las verdaderas necesidades del hombre de la calle, la gente humilde y trabajadora por la que se tienen todos ellos sin excepción y sobre todo en contraposición con la chusma “progre” compuesta por esas supuesta elite de gente con recursos de sobra y una educación superior a la suya, la cual además acostumbra a mirarlos por encima del hombro a la vez que reservan su solidaridad para esos parias venidos de fuera en exclusiva.
A decir verdad, hablamos del estereotipo de ciudadano que se esconde tras los famosos versos de Antonio Machado: Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora. Porque Castilla en esto versos de Machado no es sólo un concepto geográfico sino más bien metafísico y sobre todo simbólico. La Castilla de Machado es el conjunto de esos ciudadanos que no entienden nada y por eso se revuelven en sus andrajos, digamos que cognitivos, contra todo lo que les es extraño y por lo tanto hostil. Por eso, porque no entienden nada del mundo moderno con sus reivindicaciones feministas, homosexuales, ecologistas e incluso plurinacionales, y sobre todo porque todas estas reivindicaciones se hacen en contra de lo que ellos siempre han juzgado como lo “normal”, esto es, lo de toda la vida de Dios que acostumbran a decir, al fin de cuenta suelen ser ellos quienes maltratan o justifican el maltrato a las mujeres, acosan o se mofan de los homosexuales, discriminan o marginan a los inmigrantes, o corean al unísono el “a por ellos” cuando estalla una crisis territorial en su país, tampoco dudarán en reivindicarse como el verdadero pueblo, la gente “normal” que madruga, los que mantienen todo el tinglado del que creen, sobre todo porque así se lo han hecho creer los adalides del nuevo populismo de derechas, que no es más que una añagaza de cuatro jetas, rojos y maricones para sacarles los cuartos y vivir a su costa. Lo que no saben, y nunca lo reconocerán si se lo confrontas, que todo su imaginario de prejuicios, agravios y mentiras no es sino el fuelle con el que otros, los verdaderos listillos y engañabobos, encauzan su descontento para hacer viable la puesta a punto del fascismo de toda la vida según la definición que hizo de este el conocido politólogo italiano Norberto Bobbio:
El fascismo es un sistema político que trata de llevar a cabo un encuadramiento unitario de una sociedad en crisis dentro de una dimensión dinámica y trágica promoviendo la movilización de las masas por medio de la identificación de las reivindicaciones sociales con las reivindicaciones nacionales.
Hablamos, por supuesto que sí, del fascismo de nuestra época aunque este ya no sea liderado por líderes tan estridentes, ridículos o patéticos, como el cabo austriaco o como ese otro italiano que Curzio Malaparte definió en su ensayo Muss, il grande inbecile como un idiota sin a las claras, sanguíneo y terrenal, descarado, sin pudor por su propio idiotez, o sus seguidores no vistan camisas pardas, negras, azules o de cualquier otro color y desfilen marcialmente como cohortes de nuestra época exhibiendo sus “fasces” a modo de insignias intimatorias del nuevo orden por llegar, Tomorrow belongs to me que cantaba el joven camisa parda en Cabaret (1972). El fascismo de nuestra época, siquiera el que triunfa elección tras elección y no ese otro carnavalesco y todavía marginal de nostálgicos con sus viejas banderas, ha tomado nota de los errores del pasado y sobre todo de la época en la que vive y por lo tanto de lo que le conviene o no para captar seguidores sin que estos tengan la sensación de ser, precisamente, fascistas de nuevo coño. Por eso sus dirigentes – si bien puede que con las excepciones de personajes como Trump, Milei o un Abascal sin verdadero carisma a diferencia de los dos primeros, para los que siempre habrá un Malaparte que antes o después les escriba su correspondiente Mus, il frande imbecile- procuran pasar por políticos tradicionales, es decir, respetables, apenas indistinguibles de los de otros partidos. Y por eso también que los cabecillas neofascistas más peligrosos no son tanto los que lucen peinados ridículos, como justo aquellos que la gente humilde y trabajadora, la que en su imaginación carga con todo el peso de la presión del estado exclusivamente recaudador y represor de las libertades individuales en nombre de un supuesto nuevo humanismo de corte cosmopolita que entienden que va en contra de las verdaderas señas de identidad de su país. La gente “normal” que mantiene a todo tipo de vagos y gentuza, entendiendo a esta última como toda aquella que para ellos da la nota de la manera que sea, y en resumen una vez más, la gente “normal”, puede considerar como afines, uno di noi. Me refiero a neofascistas como Marie Le Pen, Georgia Meloni, Viktor Orban y también, también aunque siempre nos quepa la duda de que bien podíamos alinearla en el pelotón de los Trump, Milei y compañía, la dicharachera y desacomplejada Isabel Díaz Ayuso. Esos son los líderes neofascistas que la plana mayor de la gente que blasona de ser poco más que gente corriente, seria, tradicional, en definitiva “normal”, uno di noi, juzga como respetable, esto es, homologable a cualquier otra propuesta política. Todo ello a pesar de que un simple repaso somero a su ideario y a su proceder no deje lugar a dudas de a lo que nos enfrentamos de verdad. Basta con aplicar el test que propuso otro famoso italiano -a fin de cuentas el fascismo original fue un invento suyo- como Umberto Eco para reconocer el fascismo identificando cualquiera de las catorce características que enumeró en su momento y de las que sólo citaré las más evidentes entre esa extrema derecha que triunfa a nuestro alrededor: El culto a la tradición, el rechazo de la modernidad, el culto de la acción por el bien de la acción, el miedo a la diferencia, apelación a una clase media frustrada, obsesión con una conspiración y exageración de una amenaza enemiga, desprecio de los débiles, machismo, populismo selectivo, neolengua o vocabulario empobrecido para limitar el pensamiento crítico.
Insisto que de las catorce características que proponía U. Eco sólo destaco las que considero más vigentes y a las que probablemente tendríamos que añadir otras ya más de nuestra época como el abuso de los medios digitales, y más en concreto de las redes sociales, para difundir todo tipo de bulos y alentar conspiraciones entre un sector de la población, sobre todo joven, que ya sólo se informa a través de dichas redes porque no lee periódicos, no ve telediarios, no escucha programas informativos de radio, y, en consecuencia, nunca profundiza en nada y sin embargo cree que está al tanto del todo con sólo darle a un botón. Así pues, creo que huelga decir que cualquiera que haya llegado a estas líneas ya se habrá dado cuenta de que, si hacemos caso a U. Eco cuando aseguró, en su conferencia de 1995 en la Universidad de Columbia de Nueva York y en ingles con el título de Eternal Fascism, que la presencia de cualquiera de las características antes citadas en una formación política era suficiente para identificar una nebulosa fascista, no es precisamente el milenarismo de Fernando Arrabal el que ya está aquí, entre nosotros, sino más bien el fascismo puto y duro, siquiera de momento todavía camuflado, gobernando países enteros de nuestro entorno y entre nosotros de momento sólo en compañía de sus blanqueadores.
Y por lo que afuera todavía le cuesta a alguien identificar cualquiera de las características antes citadas, basta recordar que la negación de la existencia de la violencia de género, así como el restar importancia a actitudes como la del ya famoso Rubiales y su todavía más famoso beso, por no hablar de la supresión de las concejalías o consejerías de políticas de género allá donde gobiernan los neofascistas con sus blanqueadores, el negarse a colgar la bandera LGTBI con el pretexto de que no hay nada que reivindicar hoy en día porque no se trata de un colectivo todavía marginado y perseguido precisamente por mucha de la gente que hace semejante afirmación, el racismo subliminal en el rechazo al inmigrante sólo por serlo y mientras sea pobre, las proclamas contra un determinado credo o religión basándose en exclusiva en generalizaciones o tergiversaciones de la realidad, el desprecio de todo lo que tenga que ver con la cultura y cuya manifestación más cruda es el descrédito del que es objeto en cine español y sus miembros, todavía más desprecio e incluso odio a toda manifestación cultural o lingüística ajena a la mayoritaria o metropolitana, lo que en el caso español se concreta en el rechazo de todo lo que no sea exclusivamente en castellano.
Todas estas manifestaciones y muchas más de la intolerancia hacia la diferencia, la diversidad o la pluralidad social y cultural a nuestro alrededor, nos demuestran a las claras cómo el fascismo no es que ya esté aquí, sino sobre todo que siempre lo estuvo, acaso sólo latente mientras le interesó a las verdaderas elites que velan siempre porque es status quo que los favorece siga intacto. Sin embargo, ha sido atisbar signos de cuestionamiento de dicho status quo a raíz de las protestas generadas por la crisis financiera de 2008, y en el caso español como consecuencia del Movimiento 15M y el Process catalán, que, vaya qué causalidad, de repente vuelven a ondear banderas victoriosas, o ya sólo rojigualdas, convenciendo a miles de necios, pues así es como definía Schopenhauer a aquellos que como no tenían nada en su vida de lo que sentirse orgullosos sólo podían recurrir al orgullo nacional, de que su patria está en peligro. Claro que esa patria en peligro en una patria muy concreta, muy vieja también, siquiera ya sólo por coincidir prácticamente en todo con la del viejo nacionalcatolicismo. España una, grande y libre, esa en la que nunca hubo lugar para lo que no fuera una concepción exclusivamente castellana de esta misma. Una España de reminiscencias imperiales, es decir, idealizada y sobre todo irreal. Una España esencial y exclusivamente nacionalista, o lo que es lo mismo, encantada de conocerse, obsesionada con sus supuestas esencias más o menos puras, con una identidad de cartón piedra o más bien de cartel publicitario. Una España que además sólo sirve para justificar entre los necios de al otro lado de la trinchera el nacionalismo igual de esencialista y excluyente con otras banderas y otros himnos. Claro que yo caigo en la trampa del todos cortados por el mismo patrón, todos los nacionalismos son iguales, porque sé distinguir perfectamente entre los nacionalismos reivindicativos de las naciones sin estado cuya razón de ser es defender su identidad cultural y lingüística del pujo uniformador del nacionalismo del estado en que están enmarcados. Otra cosa es cuando esos nacionalismos de los pueblos sin estado caen también en los mismos vicios que los de esos otros excluyentes en su narcisismo etnicista y uniformadores de su propia pluralidad.
Casos como el antiespañolismo xenófobo y faltón a lo Quim Torra de buena parte del independentismo catalán cuando se refiere a los españoles, entre los que obvia que se encuentra casi la mitad de los catalanes que no comulgan con su ideario. Y eso por no hablar de las más de cinco décadas de cuasi hegemonía “abertzalsocialista” filoetarra en buena parte del País Vasco-navarro durante las que el adversario se vio reducido a la condición de enemigo a eliminar sólo por no compartir el proyecto secesionista de su brazo armado. Cinco décadas en las que, por mucho que les pese a buena parte de los sucesores del brazo político de ETA, ahora agrupados en el partido Sortu, hegemónico en la coalición Bildu, sobre todo tras haberse reconvertido de la noche a la mañana –ni más ni menos que como hizo la plana mayor de la derecha española durante la Transición– en demócratas de toda la vida, esto es, en un partido que acepta el status quo resultante del Estatuto de Autonomía de Gernika y participa en las instituciones que antes denostaban, también es posible reconocer cualquier muchas de esas catorce características que mencionaba Umberto Eco imprescindibles para identificar al fascismo. Vamos, como que esta misma semana recordábamos la muerte del cantante Imanol Larzabal, víctima del acoso y derribo del que hasta su decisión de participar en un acto de homenaje a Dolores González Catarain, Yoyes, antigua dirigente de ETA asesinada por esta misma tras tildarla de traidora, había sido también, también, uno di noi. Imanol sufrió un ostracismo en su propio país como consecuencia de su posicionamiento en contra de la barbarie etarra hasta el punto de tener que exiliarse de todas las maneras que un artista puede exiliarse de su arte y, sobre todo, de su arraigo, une exilio con fatal desenlace. ¿Reconocemos o no el fascismo en la actitud de los fieros abertzalsocialistas hacia aquel que tenían por uno de los suyos, de su tribu? Pues qué decir entonces de cómo trataron a todos aquello vascos que nunca fueron de su tribu. De hecho podríamos decir tanto que sería un no acabar. Ahora, si esperas que los responsables de aquel estado de cosas te reconozcan que gran parte de los comportamientos de los de su cuerda durante aquellos años de plomo pueden ser calificados de fascistas sin la más mínima duda, cosicas como señalar al enemigo a batir con nombres y apellidos por las paredes o dar avisos en forma de gatos muertos a la entrada de las casas de estos para que vayas tomando nota, ya puedes estar seguro de que al rato el fascista serás tú.
Con todo, también una última característica del fascismo que nos ocupa y que con toda probabilidad lo distingue del genuino de los años treinta del pasado siglo, y es que ahora los fascistas no se reconocen como tales precisamente para que no los identifiquen con los de entonces. De hecho se indignan si les tacha de tales, ellos y sobre todo los que los blanquean metiéndolos en sus gobiernos. Ninguno aceptara ser un fascista de nuevo cuño a riesgo de quedar como un bicho raro, alguien sospechoso de no ser del todo una persona “normal”, un obsoleto porque urge creer que ahora son otros tiempos y estamos a otra cosa, delante de esa masa social que los voto o justifica con argumentos tan peregrinos de que como no visten con camisas negras, pardas o azules, no van por la calle dando palizas a todos los que odian, no intentan golpes de estado o blandean viejas banderas con el yugo y las flechas, las “fasces” o la cruz gamada, no son fascistas de verdad, sino gente… sí, sí, normal, como ellos. Como que si alguien que de verdad parece ser antisistema, alguien que fomenta el odio o la polarización, alguien que toca de verdad los cojones a la gente corriente que madruga y no ve con tan malos ojos las ideas de intolerancia hacia los que no lo son tanto o se levantan más tarde, esos son precisamente los que, en un ejercicio de prepotencia inaudita, propia de listillos, de progres o ya directamente rojos sectarios a la vieja usanza, se atreven a tildar de necios a todos aquellos que a fuerza de quitarse los complejos derivados de su innata necedad han decidido que ha llegado el momento de enorgullecerse de ella porque así se lo han dicho los Adolf, Benito o José Antonios de nuestra época.
Txema Arinas
29/06/24
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