Hace doce años me invitaron a escribir una columna diaria para cubrir la Expo en Zaragoza. Fue bonito, no conocía a nadie en el periódico y me hizo mucha ilusión que quisieran contar conmigo y además yo de niña soñaba con estudiar Periodismo. Me encantaba darme un garbeo por los pabellones con mi acreditación de reportera dicharadera, ver todos aquellos conciertazos y curiosear las maravillas que guarda el Vaticano, por ejemplo. Una de las primeras tardes echó a llover de forma olímpica. En una de las pantallas se emitía un partidazo de fútbol que debía de ser la finalísima de algo. Había bastantes espectadores apostados frente al plasma y quedaban pocos minutos para el final cuando retumbó un muy teatral trueno y se fue la luz. Se oyó un «Jodoooo» colectivo de dimensiones épicas y los aficionados empezaron a mesarse las barbas. Pero afortunadamente sus ayes fueron escuchados por los dioses y en ese momento apareció el cabezón de sello del emérito, con la tez considerablemente enrojecida. El borboncillo aplaudía porque acababa de ganar España el partido.
En mi columna del día siguiente me censuraron que, al recoger la narración de la tormenta y lo curioso que me parecía que la gente fuera a la Expo a ver un partido de fútbol que podían disfrutar desde el sofá, mencionara el color etílico pastoril del monarca con la siguiente comparación «como si hubiera echado un traguito de pacharán».
Once años ha no se podía decir que la faz del jefe de estado adquiría una tonalidad determinada, ni siquiera con el como delante.
El rey fornicaba con toda señora aparente que le apeteciera, porque su tarifa plana de derecho de pernada era tan infinita como su líbido. El rey cazaba osos borrachos, pobres animales que soltaban de zoológicos rusos a dos metros de él y hasta arriba de vodka para que no errara el tiro. El rey aceptaba de sus amigotes yatecitos y deportivos que estrellaba a los diez minutos de arrancar y, sobre todo, se descojonaba vivamente de los ciudadanos, robaba a manos llenas y vivía de espaldas al mundo real, como un zar macrocéfalo, porque el mundo era muy feo y le quedaba muy lejos, muy a desmano, a su majestad.
Pero nada de eso se podía decir.
Solo espero que este aumento exponencial de la libertad con la que se habla de los desmanes de este rijoso, avaro y torpérrimo Zeus en pantuflas siga dándose igual de a lo bestia en los meses venideros.
Patricia Esteban Erlés.
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