Sí, muchas veces. Sí, cada vez que escuchamos leemos o intuimos maltrato, vejaciones, abusos…Nos volvemos locas, es cierto. Incluso hasta el posible que disparemos sin apuntar demasiado, que nos pasemos. Es posible.
Déjenme explicar…
Tal que, si nos tocaran una herida muchas veces abierta, mal curada, con queloides en ambas orillas, que supura al poco de sentir el más ligero roce, nos volvemos locas. Y es que las llevamos así. Algunas de ellas son recientes. Verán:
El desprecio que te hacen cuando hablas u opinas, que te das cuenta que al compañero que ha dicho algo más abrupto, incluso más ofensivo, se le respeta. Pero a ti no. Y te llega el machaque. Esa mirada burlona cuando estás en una reunión, o en un taller mecánico, o en la obra que haces en tu casa y pagas tú con el dinero ganado con tu sudor. Ese tonillo pasivo agresivo cuando te dicen: “hija, que sensible, todo te molesta…” o “a ver, que nadie se ofenda, señoras menopaúsicas, tengan contención” Cuando ningunean lo que dices o lo que opinas y su mirada dibuja a la perfección el desprecio latente mientras atiende con toda la seriedad al compañero.
Vamos a subir el escalón.
Cuantas veces se te han arrimado, te han tocado la espalda, los hombros “uy, que tensa estás, deja que te de un masaje” cuando estás en un acto reivindicativo. O cuando vas en un tren, avión o autobús, han dejado caer la manita en tu muslo y tú te mueres de vergüenza porque sabes que si dices o le interpelas te expones a: “la tía tonta esta, que se habrá creído. Ni con palo te toco yo a ti, so creída” y te comes los hígados para no darle una oblea sagrada de esas con la mano abierta. O se aprietan en una fila con una erección mediocre que te revuelve las tripas de puro asco. O te soban en el jacuzzi del gimnasio y te apartas, y te sigue, y vuelves a apartarte y vuelve a seguirte. O en la playa que vas a descansar, tomando la lancha, pagando pasta para estar tranquila y te despierta un tipo acariciándote la espalda y mirándote con ojos de agua encharcada. O te das cuenta, mientras lees en otra playa o en el campo que uno se masturba entre matorrales. O sientes los pasos detrás, tuerces el cuello, miras de soslayo y compruebas que es un hombre solo. O cuando el compañero, novio o marido de tu amiga del alma te llama para quedar o se hace el encontradizo contigo y te propone una copa… “que sosa eres, hija mía, con las señales que me has enviado. Anda, que …no se va a enterar” O el jefe, comercial, compañero, subalterno, vecino, te somete día tras día a bromitas obscenas, a insinuaciones procaces y tú callas porque es majo con la gente y cómo vas a montar un pollo por nada. Total no es para tanto.
Cuando tiemblas al subir a un ascensor con un tío solo, y rezas a la diosa de las mujeres que no sea un salido y tengas que correr. O cuando vas a solicitar algo a cualquier estamento y te sonríen destilando babita y te dicen “¿sola? ¿soltera? será porque quieres, que todavía estás buena” Y te piensas que lo que te pide el cuerpo es soltar otra oblea, más grande aun, pero te contienes y sonríes con morrito de conejo y sigues adelante sin parar demasiado.
Cuando tu pareja te ha hecho luz de gas de forma intermitente. Cuando te ve solo al querer sexo, pero ignora tus querencias, disgustos o alegrías. Cuando tienes que ir sola al acto porque “me aburro, cari, total, es cosa de tuya y ya sabes que yo no entiendo de eso” mientras te has tragado riadas de reuniones futboleras o comidas familiares aburridas. Cuando anda trasegando con su familia (su gente) y tú te quedas rezagada porque no los conoces bien y nadie te habla, pero él ni te presenta o si lo hace es con “ay, perdona, chico, no me di cuenta, aquí la parienta” y sigue a lo suyo.
Cuando te deslomas haciendo compras, llegas a casa y le encuentras sentado en el sofá sin poner la mesa, o llegas de noche reventada y tienes que bañar a los niños, hacer la cena, acostarlos, tener el humor de contarles un cuentito mientras el ve un Madrid Barsa “perdona cariño, es que ya sabes este es el definitivo, ¿no te importa, verdad?” Y tú te comes la indignación, pero callas porque aprendiste desde pequeña a “llevar la fiesta en paz” Y luego te reprocha que “hija mía, nunca tienes ganas, a este paso me mato a pajas…o busco alguna solución”
Cuando quedas pensando en una velada dulce con un tipo con el que has charlado de literatura, coincides políticamente y ha mostrado interés en tus cosas, pero al entrar en el coche, te revienta la noche con “bueno, vamos a tomar algo deprisa y luego a casa…mira como estoy” y toma tu mano y te la pone en la bragueta y a ti se te da vuelta el estomago de asco, pero te dices “bueno, es un poco distinto a como imaginé pero aun así, parece tan majo… seguro que es solo un ansioso” y subes con él pensando que te equivocas porque eres una puñetera intensa y estos hombres ya se sabe, pero tú con tu amor y dulzura le vas a civilizar y a sacar de él la sensibilidad que seguro tiene debajo de muros de traumas, porque a saber cómo le ha tratado la vida, al pobre. Porque te ha contado que sufre de estrés por su trabajo que es importante y tiene demasiadas responsabilidades y la ex le dejó traumado porque era una perra mala. Y tú, dejas que te arranque la ropa a cojetones, te tumbe en la cama y pretenda con insistencia un coito anal y te llama estrecha, puritana, “que no lo pareces pero…”
Y tú te vas mientras él ronca después de seis minutos de un triste polvo sin preliminares.
Y mientras bajas la escalera y sales del portal en el que entraste voluntariamente e ilusionada, te das cuenta que ha pasado otra vez, que aunque es de izquierdas, aunque le conociste en una mani feminista gritando “hermana, yo sí te creo” es como el bestia de tu ex. De tus ex.
Y marchas a casa, tragando quina, pensando que quizá le puedas cambiar, que tu amor le va a salvar. O que la próxima vez. O que el próximo…porque tienes mala suerte, seguro que algo haces mal. Tú. Haces mal, tú.
Porque sabéis que, no sé ellos, pero nosotras necesitamos abrazos, necesitamos compañía, porque la soledad es jodida y a veces te aprieta y piensas que si aguantas un poco, que si transiges con la penetración en seco o la manotada que te ha dolido, o la brusquedad, o lo poco considerado, a lo mejor se produce el milagro y se convierte en un hombre amoroso que te abraza y te cuida. Porque necesitamos amor y pensamos que, dando sexo y condescendencia, lo conseguimos. Porque nos convencieron a través de miles de años de patriarcado que debíamos aguantar, ser dulces, dóciles, sumisas, porque así les gustan a ellos.
Porque nos convencieron de que una mujer sola es un puto fracaso y sin pareja hasta en los hoteles te discriminan.
Y porque necesitas, como cualquier humano normal, ser amada y crees que, siendo joven, guapa, teniendo tetas grandes, labios carnosos, pómulos rozagantes, lo conseguirás.
Amigos/as lectoras, sí, nos volvemos locas a veces. Cuando aprendimos un poco de feminismo salvador y escuchamos contar lo que hemos vivido tantas veces. Nos volvemos locas porque el dolor de la desconocida es nuestro propio dolor, su humillación/vejación/abuso es el nuestro y se nos hiela la sangre pensando que, a pesar de las leyes, de los gritos que damos, de que nos revolvemos y de nuestra paciencia, siguen igual.
Por eso, queridas/os, nos volvemos locas y hablamos.
Os digo una cosa. Hablamos poco. Contamos poco. Y si pensáis que es injusto, que exageramos, que estamos locas, preguntad a las hermanas, amigas, hijas, sobrinas, madres. Preguntad con la suficiente humildad. A lo mejor se callan porque es tanto, pero tanto, que no sabemos por dónde empezar, pero si os cuentan, se os va a quedar la cara pálida y si os pusierais en la piel que tanto ofendéis, tiraríais bombas.
Pero que se nos acaba la paciencia lo debéis de tener seguro. Y que hablamos en los baños (¿no os preguntáis tanto por qué vamos juntas al baño? a lo mejor es por eso). Hablamos entre nosotras, os señalamos con “¡cuidado con ese, es un cerdo!” Y a partir de poco tiempo, a lo mejor, hasta nos atrevemos a repartir todas las obleas sagradas que hemos contenido.
Y por eso. Y por más, nos volvemos locas.
María Toca Cañedo©
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