Me encanta este país. Me gusta hasta cuando llueve. Lo adoro incluso cuando una afronta la llegada del nuevo año ocultando unas incipientes branquias bajo un pañuelo adquirido en unos grandes almacenes que son los únicos que se enfrentan con un par al cambio climático y siguen teniendo cuatro estaciones con fecha fija e inamovible en el calendario.
Me rechifla este país que sigue llamándose España y que yo no sé para cuándo vamos a dejar la tan anunciada tarea de romperlo, que va siendo ya una hora y se nos hace tarde.
Me apasionan sus sitios, sus gentes, sus artes, sus platos típicos, su ruido, su caos, su silencio, su orden establecido, sus mortadelos y sus filemones. A las señoritas ofelias les tengo un poco más de tirria, pero aún así reconozco que cumplen su labor. ¿Qué sería de nuestros campos sin sus bestezuelas?
Me priva el sentido del humor de este país y la capacidad patria para reírnos hasta de nuestra sombra sin que esta se acompleje ni nada. Y ese permanente punto de asombro en el que vivimos instalados como si a cada momento descubriéramos el secreto de la ‘eterna juventud’ de Isabel Presley.
Solo cuando veo que este país tiene entre sus huestes a gente tan profundamente anormal que, sin saber siquiera qué significa boutade, se lanza a llenar el éter de comentarios pretendidamente graciosos pero preñados de odio hacia las víctimas de una tragedia, sea un accidente de avión con 150 fallecidos o una plaga bíblica en forma de ébola, se me necrosa un poquito el corazón y, por un momento, solo espero que alguien, en algún lugar con menos producción de imbéciles por metro cuadrado, esté escuchando a Wagner y cambie Polonia por nos.
Luego, recuerdo a Pedro Reyes y se me pasa.
Texto: Kim Starley
Fotografía: Lola K.Cantos
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