Estamos necesitados como sociedad, como grupo y como individuos, de modificaciones imprescindibles que nos permitan llegar a realidades aceptables. Es preciso, de todo punto, cambiar los paradigmas que predominan en las relaciones entre hombres y mujeres para encontrar el espacio en el que la libertad esté contenida en el respeto al otro y no sea impuesta mediante el abuso.
Veo con estupor como las instituciones gastan ínfimas cantidades de dinero en la solución de la pandemia de la violencia machista y como, sin ningún rubor, se llenan la boca de tópicos y frases hechas mientras sonríen satisfechos con el convencimiento de que hacen todo lo que está en su mano o aún más…
La realidad señala en otra dirección. Y si atendemos a las cifras, descubriremos con una certeza irrefutable que la brújula está estropeada.
Podríamos decir que los medios para luchar contra la lacra son insuficientes, pero mentiríamos. Considerando la cuestión en su conjunto, la relación entre el problema y la asignación económica que los gobiernos sucesivos han dedicado a darle solución es, si no ridícula, rayana en lo irrisorio y, a la vista de los resultados, innegablemente insuficiente.
Los gastos en publicidad de todo tipo, las campañas mediáticas de concienciación, la instalación de teléfonos de denuncia y todas esas cosas con que las administraciones tratan de justificar su inacción manifiesta, chocan frontalmente contra la realidad cotidiana de las víctimas que, asediadas por el miedo, solo se hacen visibles cuando la situación ya es irreversible. Y a esto hay que sumarle la criminalización de la víctima que, una vez que los procesos se hacen públicos, convierten a la agredida en responsable última de los hechos.
No estoy capacitado para ofrecer una solución concreta al desastre, pero me consta que en todo este proceso hay errores en los que, a pesar de lo evidente, las instituciones ahondan, de forma metódica, consciente y sistemática a pesar de ser conscientes de la cuestión.
Todos los partidos políticos, con su verborrea discursiva, se señalan a si mismos como únicos garantes de la solución. Todos, indefectiblemente, son los únicos conscientes del problema y, del mismo modo, todos, son los únicos capaces de ofrecer una solución viable. Y todos, lamentablemente mienten.
La realidad humana y la política caminan por sendas divergentes y se separan a tal velocidad que resulta imposible el más mínimo acercamiento. Los políticos viven un proceso aparentemente permanente de campaña electoral para distraernos del encasillado que controla la alternancia de los resultados electorales en el actual sistema bipartidista que recuerda más el paripé moderado-progresista de Isabel II que una democracia que se trata de mostrarse al mundo como moderna.
En cualquier caso, hoy no quiero hacer una valoración de la salud democrática del país, no creo tener bastante disco duro, pero sí que empieza a ser necesario medir, con la debida cautela, el contacto de los políticos con la ciudadanía y su percepción de la vida real. Y esto sí que entronca con algunas decisiones de carácter político que influyen, muy mucho, en cuestiones fundamentales relacionadas con el asunto que nos ocupa.
Para ver, a veces basta con mirar. Soy un ciudadano de a pie, padre de dos hijos, veo de cerca su día a día y percibo señales que no pueden llegar a la lejanía de los púlpitos ni a los estrados de los grandes oradores.
El proceso educativo está sufriendo, amparado por una falacia confundida con la libertad de expresión, una involución tan manifiesta que, para nuestra tristeza y vergüenza, el referente cultural, los patrones relacionales, y los conceptos de predominio heteropatriarcales, se transmiten desde los medios de comunicación de forma constante como una verdad incuestionable, solo interrumpidos incómoda y brevemente, por anuncios que hablan en voz baja y con mensajes a veces muy confusos, de igualdad. Puede que los padres no seamos responsables de la transmisión de esta información dañina, pero sí que somos responsables de nuestro abandono «in vigilando» de las informaciones a las que acceden nuestros hijos. Y ésta es una responsabilidad ineludible.
Nunca vi con estos ojos, un machismo tan descarnado, desvergonzado ni delictivo como el que percibo entre los jóvenes de la edad de mi hijo: en la imposición yen la aceptación y, lo que es aún peor, en ambos sexos. La adolescencia, abandonada en el proceso educativo por la dejadez de los adultos (con sus honrosas excepciones), padece males que, llegado este momento, parecen irreversibles a corto plazo. Reeducar para la convivencia es tan difícil, como fácil, dejar que la maldad arraigue.
Me asombra ver que se eliminará en breve la asignatura de filosofía de los planes educativos de 2º de Bachillerato en aras de una eficiencia formativa que, de ser honestos correspondería a las empresas. Podría no parecer más que uno más entre los muchos desatinos que se están cometiendo con la educación en este país, pero en realidad puede ser un síntoma que señala, mirado con el ángulo adecuado, en la dirección de la enfermedad. Eliminar de la educación las asignaturas de humanidades responde, sin lugar a dudas, a una planificación a largo plazo para suprimir el pensamiento crítico y la capacidad de discernir y analizar. A cambio de eso, las empresas encontraran en las escuelas una veta de trabajadores con grandes conocimientos técnicos y ninguna formación intelectual que cuestione el paradigma social.
Todo está relacionado. El precio, está a la vista.
Y repito, para ver, vale con mirar…
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