Penumbra

 

La culpa de todo está en el gusto que le tengo  a la penumbra. Cuando llega el momento de intimidad, en el que se torna fiesta cada milímetro de piel, prefiero luz de vela, o de lámpara tenue , difusa,  que temple la realidad con los dibujos etéreos que labran las sombras en la imaginación. Aborrezco la claridad que muestra una cruda realidad de  luz rampante, dejando las irregularidades, la realidad tangible a la vista. Ese fue el problema.

Cada mañana nos sentábamos en el mismo vagón, a la misma hora, con similar cara de sueño y la sensación de no haber despegado de las sábanas aún calientes. Nos sentábamos en silencio, cada uno atendiendo a sus cosas, lanzando cada poco miradas soslayadas uno al otro. Si nuestros ojos coincidían, corrían asustados al lugar de origen, mientras el metro devoraba la distancia que separaba el discurrir diario  hasta nuestros destinos. Él se apeaba antes, yo seguía dos paradas más, envuelta en una soledad dolorosa, la que portaba de serie y la impulsada por su ausencia. Eran apenas diez minutos que recorríamos en silencio, separados por un espacio casi vacío de un metro que a poco se iban llenado dejándonos aislados de nosotros mismos. No cruzamos palabra nunca en esos trayectos. Al cabo de algún tiempo de coincidir, se convirtió en una cita tácita. Ambos, nos esperábamos hasta vernos llegar con la alegría de un deseo reprimido. Un torso fuerte, con gesto huraño y ceño de cemento, componía la fisonomía que me llamó la atención. El rostro ennegrecido por una mandíbula oscura que nunca fue afeitada del todo;  unos ojos plenos de sombras que ocultaban misterios insondables y un punto de dolor acaballado en furia. El pelo corto no podía disimular el rizo rebelde que amalgamaba algo de calvicie. Unos brazos robustos se ocultaban debajo de una chupa de cuero y un jeans apretado que daba firmeza a unas nalgas de acero. Un día que estábamos más cerca, pude oler tu fragancia. Era mezcla de silencio, con humo de cigarro y brezo, también olía a cuero y a un ligero rastro de lavanda que apenas auguraba una ternura incierta. Las miradas se iban calentando al correr de los días y poco a poco entablamos el dialogo que incurren las pupilas que se sienten amigas. Poco más.

La noche en que recibí el golpe de tu mirada oscura en mi espalda, era una noche estrellada y fría, con el aliento gélido que barre la ciudad cuando corre el solsticio en pos de un invierno desapacible y fértil.  Era noche prenavideña cuando las viejas amigas con las que me unía un cariño envenenado de complicidad caduca, nos reuníamos a celebrar la nostalgia y el recuerdo de lo que pudo ser. Poco o nada teníamos en común, más que compartir unos años -lejanos en el tiempo- de instituto y  escarceos juveniles. Cada una de nosotras había corrido mundos divergentes y nos unía las ganas de atrapar el pasado como náufragas se aferran al único salvavidas que las puede rescatar de una vieja nostalgia. A eso de las tres de la mañana sentí el aburrimiento ahogarse en la undécima copa de gin tonic. No estaba borracha, porque jamás he perdido la voluntad y el discernimiento, pero mi cabeza fluctuaba entre agarrarse a la incierta pesadumbre de un tiempo finiquitado o el desquite de romper diques y bailar sobre la barra como si la furia se hubiera desatado y no me quedara ni un rastro de pudor. Estaba debatiendo las formas de eludir el tedio que me embargaba cuando la fuerza granítica de unos ojos que imantaban mi espalda hizo que me volviera.

 

Allí estaba tú. Rodeado de tipos siniestros ,oscuros, con las chupas de cuero y extraños atalajes que conferían un incierto aire militar al grupo. Acaballado en uno de los taburetes de la barra, amarrado a un vaso casi vacío donde tintineaban dos hilos moribundos, sin parpadeo. Centrabas los ojos en mí como orate en sujeto de obsesión. Me volví sorprendida por la desubicación. Sacándonos de contexto, parecemos distintos, recuerdo que pensé. Estabas envuelto entre las sombras de un chiscón aparente. Un antro conocido por amigos de músicas funks y ambientes extrañados. No un lugar común que fuera frecuente, al contrario, jamás había estado. Nos llevó no sé quién que dijo que alguien impreciso les contó que era un sitio extraño con música diferente y gente muy dispar. Y sí, allí nos encontramos.

Caminé hacia el baño, en un momento en que tu vista parecía traspapelada por la oscura visión de sombras encendidas. Al poco, una voz profunda, subsidiaria de tu sombría estampa, me dijo en el pasillo.

-Y si nos alejamos juntos y dejamos todo esto-

Te miré. Vi el fondo de esos ojos contándome las cosas que no quería saber. Observé el paréntesis que encerraba tu boca en gesto tal que si mordieras limón y me dejé llevar. Sonreí. Te pedí que esperaras un momento. Pasé al baño, retoqué el ligero maquillaje, poco, porque algo me decía que a ti no te interesaban los afeites y que tenías previsto absorber con tus besos el contorno de piel, así como devorar mis labios sin darme tiempo a retirar el carmín. Salí, comprobando que esperabas cerca de la salida, tomé mi abrigo, mi bolso y me despedí frugalmente eludiendo preguntas, saliendo a la calle tomada de tu mano.

Caminamos un trecho, paramos a un taxi en cuanto divisamos la lucecita verde y con la misma premura que rodó por Madrid, tus manos y tu boca tomaron posesión del fuerte que era mi cuerpo. Apenas hubo resistencia, al contrario, mis manos y mi boca, en justa correspondencia, tomaron también, en igualada batalla, el tuyo. Tampoco resistió. Llegamos a mi casa, con el aliento entrecortado;  el frío era algo ajeno a nuestros cuerpos que ardían tal que fuego fatuo. Subimos los tres pisos despojándome el abrigo, tú la chupa…justo al llegar a la puerta, debimos desprendernos de algo más que no puedo concretar porque para entonces mi mente se encontraba en franca ebullición con la piel que se había incendiado en fiesta sublime de goce prematuro.

 

No encendimos la luz. Te pedí sombras. Tú no solo aceptaste sino que asentiste con el ansia matizando tu voz. Los ojos se te habían convertido en ascuas que iluminaban el cuarto; las manos, omnipotentes, desgajaban a trozos la piel que se tornó arpegio de color. En minutos emprendimos un vuelo sin motor. Pocas, muy pocas veces se entona una canción tan sincopada,  existe una comunión con la fiesta que da el baile cordinado de dos cuerpos en plena ebullición. No sabría decirte cuánto tiempo duró ni cuantas veces entraste en mi cuerpo o yo en el tuyo, porque ambos bailábamos ora juntos, ora por separado, en plena conjunción de una plegaria impía que nos dejó exhaustos pero felices. Recuerdo que apenas cruzamos palabra. No hacían falta, porque el diálogo emprendido por el cuerpo era de total comprensión que hacía innecesario, por superfluo, el lenguaje. Tal que si desde siempre hubiéramos bailado la danza del amor, uno en brazos del otro. No sabría decirte el color ni el pecado de un éxtasis complementado por ambos cuerpos en plena sintonía. Pocas veces surge el milagro y ese día, a destajo, surgió entre tú y yo.

Mientras me extasiaban los colores de los fuegos de artificio que volaban encima de nuestro lecho, contemplé un cuerpo recio tal como imaginé en nuestras citas del metro. Unos brazos musculados que me alzaban cual pluma por encima de tu cuerpo, las piernas potentes, con el glúteo firme como acero blindado. Los ojos me hablaban de incendios, de  pasiones impúdicas y hasta un poco de amor. Yo simplemente, correspondía poniendo fuego como nunca lo puse.

 

Destartalados, muertos, caímos en el sopor de un amanecer que asomaba por entre las cortinas. Recuerdo que me amarré a tu pecho, mientras tú, al darme la vuelta,  abrazabas mi culo como náufrago altivo. Al poco te sentí desperezarte, salir del lecho, vestirte y salir a hurtadillas. No dije nada porque pensé que el milagro, para ser tal debiera ser efímero. Te dejé ir sin un adiós, ni una queja. Nada, dejando al destino que escribiera su epílogo.

Era mediodía cuando me desperté. Entre vapores y una resaca dispersa,  sentí el olor de tabaco, brezo y una dispersa traza de lavanda, juntado con el olor a sexo asalvajado, en mi cama. Me refugié entre las sábanas como poco antes en tu pecho. Así pasé el domingo.

El lunes, al subirme al metro, la zozobra de verte me mantuvo en alerta. Allí estabas, sentado, justo al lado del sitio que escogía  yo siempre. Caminé hasta ti. Al sentarme, mi corazón saltó al tiempo que en mi vientre se desató la tormenta que apenas se había apaciguado la jornada anterior. Supe que estaba bien perdida al mirarte a los ojos y ver en ellos el reflejo de un deseo cegado por vana contención. Recordé mis dedos recorriendo tu pecho, anudándose entre el vello y dejándose anillar por esos rizos negros. Recordé tu boca recorriéndome entera y rogué a un dios desconocido que el milagro volviera, cuando y como fuera el destino. Me dio igual todo. Seguía sin conocerte. Ni tu nombre pregunté.

 

Durante unas cuantas semanas, has vuelto fugazmente a mi casa. Llegas de noche, das un toque en la puerta, te abro y sin más trotamos al altar donde nos inmolamos. Con el correr del tiempo, te has quedado a dormir, en penumbra, siempre con la luz tenue, amalgamando sombras, apenas sin hablar, dejando que los cuerpos se cuenten el milagro de habernos encontrado. Ayer justo te pedí que te quedaras más. Ignoro el capricho y porqué se me ocurrió. Quería ver amanecer contigo. Un desayuno, un despertar calmo y algo de conversación. Quizá enterarme de tu nombre. O no, solo alargar la noche con sus secuaces formas de escanciar el deseo.

Dormías cuando la luz invadió la habitación. De espaldas. Yo había amarrado mis brazos y mis piernas a las tuyas, cuando al abrir los ojos intenté contemplar el paisaje de unos hombros ampliados,  una cintura estrecha,  una espalda fugaz, cuando lo descubrí. Allí, en el omóplato izquierdo, escondido, pequeño,  vislumbré una figura que al momento me dejó atenazada y sin voz. Lentamente, un garfio feroz atenazó mi cuello.  Una esvástica azuleada cubría el rincón donde se une el omoplato al músculo paravertebral. No era grande, estaba casi oculta,  por eso se había desdibujado durante el tiempo anterior. Ahora resaltaba ante mis ojos, pegados a la visión que ofuscaba mis miedos. A poco, el fulgor de ese pequeño tatuaje inundó toda la habitación. Yo,  militante activa del anarquismo más incendiario de Madrid , luchadora en mil calles, con voz radical, tenía en mi cama a un sujeto esvasticado y sin solución. Estaba atada a un cuerpo que fuera de mi lecho, no tendría piedad en lacerar mi cuerpo o incluso peor. Mientras el miedo subía hacia el centro justo de mi pecho, tú comenzaste a moverte, al punto de darte la vuelta, ya no me encontraste. Y ahora el problema era la luz que despertaba a pleno rendimiento el miedo que subía hasta mi garganta al punto de ahogar mi voz.

 

María Toca

Sobre Maria Toca 1673 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina. Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

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