Me preocupa, y no solo en los jóvenes a los que doy clase. Observo cada día cómo relacionarse va dejando de ser un vínculo verbal, surgido a partir de una reflexión, de una ordenación del pensamiento propio antes de compartirlo con el otro. Cada mañana afronto desde el convencimiento la labor de usar la palabra desde el disfrute y la intencionalidad. Saber qué digo y cómo lo digo para que mi discurso sea útil a cada propósito que persiga. Podemos divertirnos, defendernos, enamorarnos, enseñar, con las palabras.
Probad a leer un fragmento de una buena obra literaria en medio de una clase. Yo he escuchado un silencio cercano al prodigio mientras leía en primero de ESO el primer capítulo de una novela. El lenguaje es un brujo al que a veces, muchas quizás, dejamos pasar de largo porque intuirnos que perseguirlo, pretender que nos enseñe su magia, aprender de él, nos costará su tiempo.
Así nos va.
El otro día me sorprendió que una alumna escribiera en su final alternativo a un cuento de Patricia Highsmith (sí, les hago escribir, y leerlo en voz alta, así de sadomaso soy) el verbo «espetó«. Fue como descubrir una perla oscura en medio de un desierto. Tuve que bajar el rostro para evitar que me vieran al borde del llanto, de pura emoción. «Siempre nos corriges el verbo «decir«, por eso lo he cambiado«, me aclaró. Y es verdad. «Decir» no es ni en broma lo mismo que responder, replicar, contestar, preguntar, exclamar, alegar, rebatir, confesar, aclarar, murmurar. Había en ese gesto de mi alumna un esfuerzo extra, una toma de conciencia de que no se consigue el mismo efecto en el rececptor si se escribe que un personaje espeta, no dice.
Me gustaría que todos nos lo preguntásemos. ¿Pensamos lo que vamos a decir antes de hablar o escribir?
Me traen al pairo las caras de póker de los chicos y chicas a los que corrijo una y otra vez las comas espolvoreadas a granel en un texto, las repeticiones continuadas de palabras, la falta de matiz, de expresividad, de alma, de sus textos. Me gusta proponer ejercicios creativos, me gusta divertirme en mi trabajo, pero no pierdo de vista que mi propósito no es reírme ni hacerme la vida sencilla durante las cinco horas de clases diarias que imparto. Mi cometido es enseñar que la lengua es una pluma, un hacha. Cuesta defender ese discurso en un mundo donde predomina la falta de tiempo y de ganas, la pereza para pensar y hablar o escribir correctamente. Nos ventilamos una conversación, una opinión, un agradecimiento, una palabra de ánimo con un espantoso icono o un inenarrable sticker. No digo que no deban emplearse, bueno, en mi muro por supuesto que serán exterminados inmediatamente. No digo que no tengan su función, pero esa no es, en modo alguno, sustituir al texto que el hablante vago se ahorra. Y cada, vez, vuelvo al principio, me espanta más echar un ojo a un chat de participantes adultos, a un muro de red social y detectar en esas charlas que casi nadie se expresa, que el debate, el intercambio de opiniones, la exposición de nuestro propio «yo», se salda con un dibujito. Eso ocurre con hablantes que aprendieron en otro mundo, en otro tiempo, que el espíritu de Rafael Lapesa o María Moliner no nos ilumina por las buenas. Que a escribir se aprende escribiendo, que leer no es hablar en voz alta, a trompicones. Que para aprender significados de vez en cuando debemos arrimar el hocico a un diccionario.
No nos sorprendamos entonces, si nadie le da valor al lenguaje, de esas cartelas lamentables de los informativos, llenas de horrores ortográficos. No nos desgañitemos indignados si al periodista le da lo mismo haber que a ver.
Algunos chavales ponen cara de emoji perplejo cuando les echo la bronca porque en un párrafo no hay ni un punto y seguido. Les parece que se entiende igual. Yo les hago leerlo en voz alta, sin parar.
Han muerto seis, asfixiados. No me parecen muchos y el resto ha aprendido la lección. Yo a los que ponen muchas comas los dejo así, bien comatosos.
Patricia Esteban Erlés
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