Puertochico

Madruga Puertochico. Huele a gasoil y brea, a pintura y alquitrán, a verdín y salitre. Sabe a sal y a ostras, a caracolillos y a muergo, a sardinas y a percebes. Suena un tintineo constante que es especialmente audible en la noche y la madrugada. Cuando el viento aumenta, el cascabeleo se exacerba y se transmuta en rebato. El aire mueve el mar que se encrespa, los veleros se bambolean chocando las poleas y las drizas, con los mástiles.

Barcos de vela y yates llenan los amarres del club marítimo. Para llegar a ellos se recorren unos pasillos que flotan sobre el agua en los que permanecen atracadas las naves, los pantalanes. Los barquitos de motor central ocupan un lugar lateral, sin amarres tan lujosos, como corresponde a su condición social. Multitud de pescadores preparan sus pequeñas barcas y lentamente van saliendo a la bahía pescando al rebufo del alba. Los arenales van siendo ocupados, en una paulatina invasión pacífica, en la que su objetivo es capturar gusanas, muergos, almejas, verigüetos, chirlas, amayuelas…

Un carguero sale del puerto haciendo sonar su sirena, ronca y fugaz, dejando ecos de poderío. Todos los barquitos abandonan la canal, dejando el paso libre a la nave, cuya estela, hace cabecear a las embarcaciones, que milagrosamente siempre vuelven a la horizontal sin problemas. La barca blanca de Los Diez Hermanos regresa de Somo y Pedreña y atraviesa osadamente la estela del carguero acercándose a Santander.

Los muelles y las rampas comienzan a bullir de gente. La bajamar deja a la vista una rampa larga, extensa y adoquinada. A veces en septiembre con las mareas vivas, la rampa no llega hasta el mar, se acaba antes. Aparece llena de verdín. Unas algas resbaladizas y pegajosas invaden la parte de la rampa que suele estar cubierta por el agua. La zona que siempre está seca es ocupada por botes en reparación. Aquí pintando de azul, allí de verde, aquí de rojo, allí calafateando.

La draga entra en la embocadura de Puertochico lentamente, entre la luz roja a su derecha y la luz verde a su izquierda. Una grúa permanece en su superficie, suelta sus tenazas desde lo más alto que puede para que cayendo libremente se introduzcan en el fondo del mar atenazando, cual ave de presa, toda la tierra posible y así aparecer en la superficie chorreando agua entre sus dientes. Una vez apresada la arena es depositada en la gabarra que permanece al costado. Quedamente, como si no avanzasen, la draga y la barcaza, tan llena de arena que casi se mantiene al nivel del mar, atracan al lado de la tolva del espigón, a donde pasan la arena que después cargan en camiones, volviendo la draga a su actividad por la bahía en una tarea constante e interminable.

Peña Cabarga centra el marco de la bahía. Cercana y a la vez distante. Grande y hermosa. Sus incendios ocasionales nocturnos, me tenían durante horas preocupado, con la mirada fija en las nubes de humo y fuego, atrapando mi vista de forma mágica. Como mágica era la luz, que por la noche, se divisaba encima de su cumbre, justo encima de su cúspide. Mi madre me decía siempre, en navidades, que eran los Reyes Magos que acampaban allí, en tránsito hasta nuestra ciudad y nuestra casa. Entonces la veía perfectamente y la miraba con ojos bien abiertos, intentando ver alrededor de ella todo un campamento de lonas y camellos.

La bahía es el espejo del cielo. No lo sabe mucha gente. Hay que haberla observado muchas veces. Las personas solo la ven de una manera, habitualmente azul. No es así. Todo depende del cielo. En un cielo de intenso azul, absolutamente despejado, la bahía efectivamente aparece azul. Con un cielo abrumado, nuboso, el agua es verde azulada, tanto más verde cuanto más nubes, tanto más azul cuanto más claro De un cielo borrascoso, lluvioso, se desprende una mar casi gris. La lluvia exagerada da a la bahía un color marrón, que se deriva de la tierra que arrastra el río Cubas en su desembocadura. El viento, hace que cambie rápidamente la nubosidad o la claridad del cielo y que varíe constantemente, con lo cual el color del mar cambia sorprendentemente con mucha rapidez, tanto más cuanto más fuerza tiene el aire. El reposo o la actividad del mar suelen depender también del viento. Se suele mostrar rizado, encrespado, e incluso tempestuoso. Cuando el cielo, negro, convertido en un amplio nubarrón descarga frenético; el mar rebelde, negro también, intenta desasirse de la fuerza de un viento que pretende arrastrarlo. Así, las olas aumentan y la espuma de sus crestas llega hasta tierra donde los coches aparecen blancos, blancos del salitre de la mar. Cuantas veces, en días así, había permanecido absorto desde la ventana de la casa de mis padres, viendo a los remolcadores intentar llegar a la mitad de la bahía, a la altura de la canal, esperando a que llegara el mercante, del cual ya apuntaba su proa en la barra entre la península de la Magdalena, la isla de Mouro y el Puntal. El práctico va al abra del puerto, al encuentro del buque para guiarle en sus maniobras. Es un pequeño barco, muy potente y muy ligero y es zarandeado por el viento con facilidad. Debe ponerse a más velocidad que el mercante para alcanzarlo y colocarse a su costado para que el práctico pueda subir por las escalerillas laterales a hacerse cargo de su dirección. Es entonces cuando el remolcador, El Brioso, pedirá que le lancen un cabo de la maroma, que trincará firme, para tirar de la proa del navío y su compañero lo hará desde atrás. Los dos con ímprobos esfuerzos, amarrarán el barco a tierra o lo fondearán en medio de la bahía. Una vez atracado, el práctico volverá a su sede en Puertochico.

Fragmentos de “Relatos Santanderinos de ayer y hoy”

©Alfonso García Aranzábal

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