A poco que te descuides, esta palabra te la lanzan como un denuesto y tus enemigos te la endosan para denigrarte. ¡Reaccionario, que eres un reaccionario!
Y tú, que creías ser partidario del progreso, te hundes.
Si eres rarito, si tienes algún rasgo antisocial, si eres contrario a ciertas bondades o supuestas bondades del presente, es probable que te acusen de tal cosa: de reaccionario.
Es el uso indiscriminado e ignaro de esta expresión. Conviene examinar con detalle este concepto. Vayamos a lo serio.
¿Qué es un reaccionario, cómo definirlo?
Sin duda, quien así es o se profesa no comulga con lo corriente, con lo mayoritario, con lo obvio…, y deplora la marcha de los tiempos.
Vamos para atrás, suele apostillar con un mohín lastimero.
El reaccionario desmiente lo que hay y vive ajeno a este tiempo, siempre tan decepcionante. Qué asco de mundo.
Pero para alcanzar esa categoría, la de reaccionario, hay algo más, mucho más. ¿A qué me refiero?
En el reaccionario destacan su desajuste y su perspicacia, su malestar incurable, su repudio y su clarividencia: esa capacidad pesimista, la de sentirse a disgusto con su época y con todo aquello que se nos promete.
A partir de esa desazón, y frente al optimismo progresista, un reaccionario es capaz de subrayar el ilusionismo y el escaso realismo de las abstracciones ilustradas y revolucionarias…
Quien profesa el pensamiento reaccionario, generalmente nostálgico y hasta melancólico, anhela un mundo perdido, en parte fantasioso.
Abjura del ilusionismo político o tecnológico. Abjura de esa creencia según a cual el conocimiento acabará solucionando nuestros problemas.Abjura de esa convicción según la cual la ciencia dictaminará y resolverá nuestras cuestiones morales.
El reaccionario es, ‘malgré lui’, realista y perspicaz. Frente a los progresistas, frente a los jacobinos, es escéptico, escéptico frente a la modernidad.
¿Se puede ser moderno, progresista, liberal, socialista y, a un tiempo, poner peros a algunas de sus inconsistencias?
¿Se puede predicar el individualismo y, a la vez, defender lo comunitario e incluso el Estado (orgánico) como garante de la vida pacífica?
O, al menos, ¿se puede reivindicar la existencia previa e incondicionada del individuo y, al mismo tiempo, exigir un espacio hospitalario e instituciones que le den cobijo?
¿Podemos convenir con ellos, con los reaccionarios, frecuentando a autores para oxigenarse o para aturdirse?
¿Podemos convenir y hacer autocrítica de aquello en lo que creemos o de aquello que ni siquiera percibimos (de tan obvio que nos resulta).
Los reaccionarios no son simplemente desechables: muchos, los más sutiles, tienen una perspicacia singular, la de aquellos a quienes el presente les incomoda.
No vivimos en el mejor de los mundos posibles: más aún, estamos rodeados de ídolos, de mitos, de evidencias de sentido común que nublan nuestra percepción.
Los reaccionarios o, si quieren, los contrailustrados nos fuerzan a interrogarnos.
¿Qué es un reaccionario para ti? La pregunta, formulada en términos campechanos y hasta simpáticos, nos obliga a interrogarnos sobre una figura especialmente incómoda y, por muchas razones, antipática.
Aceptemos cuatro cosas archisabidas, pero ciertas. Un reaccionario es alguien que vive a disgusto con su tiempo, con la marcha o la deriva que su época lleva.
Es alguien que se siente contrario a la corriente general, hostil a los avances que muchos o tantos disfrutan.
Es alguien que detesta la esperanza en la que creen los liberales, los demócratas o los socialistas, alguien que ve con claridad la mentira o falsedades de quienes proclaman el progreso y la mejora.
Un reaccionario, por principio, añora los viejos buenos tiempos, aquella época del pasado en donde las cosas estaban en orden, los individuos tenían su puesto asignado y las instituciones perduraban durante milenios.
Un reaccionario, de entrada, es quien que deplora la revolución, el cambio brusco, la transformación política, social o cultural del mundo.
De paso también lamenta la debilidad de quienes proclaman la reforma, pues esos reformistas son los que abren la puerta a los revolucionarios: a los liberales, los demócratas, los socialistas.
Es más: un reaccionario sospecha de la existencia de una conspiración.
Masones, librepensadores y progresistas en general se habrían conjurado en ‘petit comité’ para destruir la religión y el saludable despotismo de la monarquía.
En la sombra, un selecto grupo de descreídos se habrían aunado para derruir la estabilidad de esas instituciones milenarias.
O para proclamar la libertad del hombre, para arramblar con los estamentos y el orden de esos viejos buenos tiempos.
Hace muchos, muchos años a comienzos de los 70 pude enterarme de la existencia de un libro seminal, principalísimo de la histografía española.
Me refiero al volumen de Javier Herrero, titulado ‘Los orígenes del pensamiento reaccionario español’.
Me pareció luminoso, clarividente, y supe que a partir de la lectura de este libro podía entender el mundo contemporáneo y parte de la España al frente.
Muchos años después, varias décadas después, Encarna García Monerris y Josep Escrig han elaborado una reedición de este volumen con una extensa introducción, con un estudio premilinar, con una entrevista al autor.
Gracias a esos imprescindibles complementos nos hacemos una idea cabal de lo que significó este libro en su época. Y con ello pensamos de manera profunda y detallada justamente la figura del reaccionario.
Pensamos la figura de quien, hostil a su tiempo, hostiga a las gentes de su mundo, que cree a la deriva, y por tanto juzga que casi todo contradice sus más íntimas convicciones.
Cuando pude acceder a este libro, en ‘Cuadernos para el Diálogo’ (1971), aprendí lo que ni siquiera atisbaba. Ahora, en Prensas Universitarias de Zaragora (PUZ), con la edición de Encarna García y Josep Escrig, disfruto de nuevo y sin parar.
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Angel Francisco Martinez, Carlos Luis Baiget Zarco y 72 personas más
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