Anoche, tomando el cacao nocturno, sentada en el rincón de lectura se me aventó una imagen en la cabeza que desde entonces brujulea por esos rincones donde queremos ocultar lo que nos duele.
Contemplaba los libros que forran la pared principal del salón, las viejas fotos que recubren los recuerdos con imágenes marchitas aunque perennes, los candiles que enciendo para dar ambiente de hogar a la rutina, a veces, amargada de soledad. El cuadro que reposa detrás de mi nuca contemplándome con los ojos sonrientes como cuando estaba vivo. Algún jarrón con flores que también conforman el paisaje y las esquinas iluminadas con luces amarillas, cálidas, que son las que me gustan. Contemplaba mi mundo, los rincones perfectos que se han construido a través de tiempo y miradas solaces. Mientras me preguntaba cómo sería elegir que tomar para salir corriendo.
Sé que la libertad se labra a base de no tener demasiados afectos, que el equipaje de vida debe ser bien liviano si no queremos cargar con la mochila de la esclavitud de lo perentorio. Claro que he trabajado desde hace mucho el daño que hacen los apegos. Ligera de equipaje, tal que don Antonio, claro que sí pero…con todo ¿Qué tomaría antes de salir corriendo de mi hogar porque las bombas caen y asolan la esperanza?
Esa era la pregunta que mi cacao nocturno no ha conseguido ahogar porque al levantarme al día siguiente la concisa interrogación nocturna seguía brujuleando por la cabeza. Sin poder echarla decidí acudir a buscar respuestas con el bagaje cultural y los prejuicios que, a pesar de tantos deslindes y luchas, aún mantengo.
El cuadro de mi hijo, no podría llevarlo. Quedaría cubierto del silencio perenne del abandono en la casa que le acogió tal que resto de un naufragio tan doloroso que aún sigue doliente. Quizá en poco tiempo yaciera entre escombros, o peor, entre nube de polvo y olvido. No me cabe en la mochila pensé ¿Cómo correr del miedo con un cuadro?
Llevaría su recuerdo, su calor, incendiando mi corazón. Quizá con eso me bastara, aunque se me levanta un temor a que los años y ese velo de olvido que nos enferma cuando somos ancianas me perdiera la geografía de ese rostro tan amado. Tan solo de pensar que pudiera olvidarle me acogotaba el alma. Pero no podría llevarle conmigo.
¿Los libros? subidos en los anaqueles durmiendo la calma del encierro…ni en sueños, me dije. Alguno sí pero ¿cuál y cuántos? ¿Cómo elegirlos? ¿Dejaría La Regenta o Fortunata y Jacinta, que junto con el Quijote presiden la colmena? Son gruesos, los he leído cien veces. Pesan. Los libros pesan mucho. Sí, tendría que dejarlos.
Llevaría alguno que queda sin leer porque durante el largo trayecto a no sé bien donde, habría muchas horas perdidas que, según mi costumbre secular, deberían ser rellenadas con lecturas. ¿Cómo partir sin llevar la llave que abre la puerta del escape? De cualquier escape, de las libertades y donde siempre me escondí del dolor, la soledad y el miedo.
Tres o cuatro, no muy pesados. Recuerdo, los libros pesan.
Tendría que llevar unas gafas de lectura porque mis ojos se han disuelto de tanto escudriñar futuros imprevistos o fijezas obtusas. O dos. Si una se rompe ¿cómo ampararme en el libro? ¿Cómo interpretar el cartel de la nueva ciudad, la dirección de metro o de tranvía, o el impreso que debería firmar al cruzar las fronteras? ¿Cómo explicar a cualquier funcionario el desarraigo sin leer el documento que aceptara un cuerpo alicaído como refugiada de un lugar innombrable? Decidido, dos pares de gafas.
Ropa de abrigo. Ropa de recambio. Ropa interior. Calcetines gruesos que amparasen la piel de unos pies desgastados de cruzar caminos. Calzado fuerte que resista las piedras, el lodo, el agua, los ríos, o que aguante por si hay que correr. He visto demasiadas fronteras cruzadas de fieras que amenazan y quieren voltear al desgraciado que solicita amparo. Calzado fuerte…pero ¿Y si hace calor? ¿Y si me coge el verano en la huida y mis pies se resisten al cuero? Sandalias. También he de llevar sandalias y ropa ligera. Camisetas livianas. Pero que no se olvide una manta, o mantón para cubrir el cuerpo por si se duerme al raso. Los huesos andan agujereados y maltrechos, con la humedad, temo que se soliviantaran.
Bolígrafo y cuaderno. Que no se me olvide ¡por dios! llevar uno o varios cuadernos porque sin escribir, sin gritar el espanto no sería persona ni podría mantener la cordura de una mente ya bien desbaratada. Dos, por lo menos. Y dos bolígrafos, por si uno se pierde, por si uno se agota. Dos, como poco.
También gafas de sol. La debilidad de mis ojos me espanta y llega a cegarme del todo. Una crema hidratante…o un aceite. Mi piel se reblandece hasta la herida a poco aire montaraz que la de. Y medias. Gruesas medias de lana para apaciguar el viento soplando entre mis piernas al correr de la muerte.
¿El pequeño rosario que acogí de la abuela? No…¿Dónde voy yo, agnóstica, con un rosario? Claro que es lo poco que me queda de ella. ¿Y las fotos? Del abuelo, de Juanín, de mis niños, de mis peques que han ido sembrando la casa de ojos que miro y me miran hasta hacerme sentir bien segura.
No, fotos no me puedo llevar. Pero, entonces ¿quién contará mi historia? ¿En dónde me refugiaré cuando el olvido me aterre de noche si no los tengo a ellos?
Que no. Tendré que grabar en la memoria con hierro candente lo que amo para no olvidar. Y si lo olvido, pues da igual. Hay que salvar la vida. El cacao ya está frío y a mí me recorre un zarpazo por todo el cuerpo.
Me doy cuenta que debo dejar un hueco en esa mochila para poner un arma. Un arma que me proteja un poco. Un arma con qué defender a algún niño que alguien pretenda arrebatar. Un arma que recorte el silencio cuando el miedo me ahogue.
Pero, yo no tengo un arma. No se usar armas. Odié siempre las armas. Es probable que el arma se me dispare al pie o al corazón en un desesperado intento de burlar al destino.
No, un arma no es buena idea. Mejor una navaja con la que cortar los silencios nocturnos o el trozo de pan que alguien pueda dejar caer en la mano extendida. O una rebanada de queso bien rancio que deba racionar para apagar el hambre.
Recojo la taza del cacao que frio se diluye en el fregadero y pienso que no ha valido de nada intentar evadir los apegos. Porque salir huyendo con las cosas más imprescindibles suponen perderse en el laberinto de la nostalgia y jamás recobrarlo.
Hoy, como ayer, como mañana (me temo) saltan el abismo del exilio, del refugiado tantas personas que como yo sintieron que unas paredes y unos rincones estaban llenos de vida y les parapetaron durante muchos años. Hasta que la paz, la puta y precaria paz, pereció.
Hoy, he intentado entender a las almas huidas. A las mujeres saharauis corriendo por el desierto bajo las balas del imperio. A las madres palestinas perdiendo el miedo intentando salvar a unos hijos que aporrean los tanques con guijarros recogidos en montes adyacentes. Al combatiente sirio que vació el alma y el miedo ante las bombas civilizadas del mundo libre. Ante la gente ucrania que se ha convertido en almas arrojadizas entre los locos cuerdos que manejan el mundo.
Y el dolor me embarga porque no sé qué cogería para salir corriendo.
Por eso, quizá por eso, creo que vagaría por las calles vacías o buscaría la esquina segura en que la bomba me barriera del todo. Todo antes que perder la historia. La esencia de mi vida.
María Toca Cañedo©
A ellos/as. A todas las refugiadas/os del mundo. Hoy, ucranianas, yemeníes, palestinas, saharauis…Mañana seguirá otras personas huyendo del mismo dolor: el odio y el poder.
Es una reflexión muy hermosa. En Copenhague conocí a mujeres bosnias años después de la guerra de Yugoslavia. Habían cogido sus cuatro cosas y habían empezado una nueva vida, pero las bombas las seguían llevando dentro. Un abrazo
Intento imaginar y es difícil. Cuesta tanto dejar los recuerdos y las vivencias. Un abrazo Arancha y gracias por tu aportación