Antes, las ciudades se construían a golpe de barrio. Hoy constatamos nuestra derrota cuando, allá donde miramos sobre nuestras modernas metrópolis, nos damos cuenta de que nos han expulsado de los espacios que antes eran nuestros.
La deriva ultraliberal nos borra de los espacios públicos y privados. Lo más visible de la gentrificación es que nos echan de nuestras casas. Donde antes había una red vecinal, en la que unos se apoyaban a otros, y protegían con su presencia los centros de salud y culturales del barrio en los que todas y todos hemos crecido, ahora hay una colmena de apartamentos turísticos donde cada día entran como un ejército de chinches cientos de turistas con su vida de hotel. Sustituimos a nuestros vecinos por maletas andantes, que caminan como zombis, en grupo, mirando al suelo o al móvil buscando su portal y golpeándose con todo.
Este cambio, protagonizado en su mayoría por la actividad de fondos buitre, infecta absolutamente a todo en los distritos. El lugar donde antes hacías tu vida en tu zona, incluyendo tus amistades y tus compras, ahora se convirtió en un parque temático donde operan en su mayoría empresas que ni siquiera pagan impuestos aquí, con lo que se deterioran los servicios públicos.
A cualquiera de nosotros, cuando salía de marcha por su barrio, nunca se le ocurriría mear en el portal de su vecino. Ahora se entremezclan los guiris, los cayetanos y los lúmpenes locales para ver quién hace la peor guarrada en calles convertidas en váteres urbanos. Mientras tanto, en la noche pasean Cabifys y demás limusinas como discotecas móviles, con música a todo volumen y gente dentro bebiendo, fumando y haciendo el payaso.
Los barrios de Madrid fueron fundados en su mayoría por migrantes que llegaban buscando trabajo en la ciudad y levantaban sus casas con sus propias manos. La cooperación y la solidaridad los salvó, ya que eran continuamente derribadas por las fuerzas policiales, hasta que conquistaron su derecho a la vivienda.
El neoliberalismo provoca el efecto contrario. Lo más visible en los espacios públicos del centro de la ciudad es cómo han ido remodelando grandes plazas (en Madrid, la Plaza de España, Callao, Sol, parques y jardines botánicos…), con una política arboricida que deje el terreno como un solar para alquiler de macroeventos privados.
De nuestras calles han ido desapareciendo los bares de toda la vida. Lugares de reunión, de debate, autoorganización, conocimiento… que se han ido reemplazando mayoritariamente por franquicias dirigidas al turista. Lugares basura con comida basura a precio de restaurante.
En los barrios, los locales de cercanía que tejieron relaciones próximas entre comerciantes y vecinos durante décadas, son reemplazados por salones de juego y sucursales bancarias, cuando no por cocinas fantasma, consignas donde dejar las maletas o apartamentos turísticos para guiris. En las zonas más populares aparecen narcopisos con la misma utilidad para el sistema que los focos marginales de venta de droga años atrás.
En la TV, emiten en prime time programas que condenan estos barrios al vender la idea de que te reciben a machetazos cuando pones un pie en ellos, que en cada esquina hay una pelea a cualquier hora del día y todo son problemas de convivencia permanentes causados por personas racializadas. Esa misma TV no emite nunca un programa que hable de los problemas que en otros barrios, menos estigmatizados, genera un turismo tan masivo como ilegal. Mucho menos para hablar de los abusos permanentes de la explotación laboral, las condiciones abusivas de la banca, las denuncias a las empresas de telefonía… incluso las multimillonarias concesiones / regalo que Madrid hace a Florentino o a la Iglesia cada año en negocios de todo tipo.
Porque en este país los problemas de la calle no parecen tener nada que ver con las desigualdades sociales (sería impensable, ya que, según sus cuentas, un mena cobra 4.700 euros al mes). De hecho, este Madrid acaba de darle a Milei DOS medallas en reconocimiento a su labor, y este las ha recibido para gritar desde la tribuna pública que “la justicia social es una aberración” (y lo dice quien se la pasa viajando con dinero público a quien no ha vivido de otra cosa que no sea desangrar las arcas públicas para repartirlo a toda su famiglia).
Los medios, que educan al personal para apoyar a plataformas ultras como Desokupa (donde matones neonazis utilizan la coacción y la violencia física para expulsar a personas de sus casas fuera de la ley) tratarían sin ninguna duda como terroristas a quienes se unieran para hacer lo mismo contra empresarios explotadores, maltratadores machistas o caseros abusivos.
También nos bombardean con anuncios de AirBnB en los que te explican claramente que, si vas con tu hijo a un hotel, es un bajón, porque te toca compartir habitación de hotel con él. Mejor te conviertes en esa especie invasora de quienes se meten en una comunidad de vecinos para un fin de semana, aparecen haciendo ruido a la hora que sea y montan una fiesta con sus colegas durante toda la noche (pero, eso sí, tu hijo está en la habitación del fondo durmiendo plácidamente).
La TV también emite continuamente todo tipo de campañas contra la okupación de viviendas, para dar la sensación de que en esta dictadura socialcomunista no puedes salir a comprar el pan porque te quedarás sin casa. Aunque la realidad dice algo totalmente contrario: fueron los bancos los que arrebataron su casa a millones de personas en este país; la okupación es absolutamente simbólica (el 0,06% del parque de viviendas, en un país que tiene casi cuatro millones de viviendas vacías para seguir especulando con los precios). De las 17.000 denuncias por ocupación en 2023, solo el 5% fue en casas habitadas o segundas residencias (lo que, en realidad, no es okupación ilegal, sino allanamiento de morada, y una llamada a la policía lo resuelve en un día). «Okupación» debería denominarse también a esa invasión del espacio comunitario vecinal por parte de turistas a los que nadie conoce (ni el mismo casero, que deja las llaves de su casa en una caja atada a la tubería del agua en la calle y no tiene ni que cruzarse en su vida con sus inquilinos).
Mientras, la actividad comercial de los vecindarios (que en otro tiempo hasta se organizaban en cooperativas de consumo) se realiza en tiendas de chinos con licencias especiales concedidas por el ayuntamiento (como para vender alcohol las 24 horas) o en las grandes cadenas que se lucran de manera insultante con la inflación, el cruel modelo de distribución, el trabajo esclavo en el campo y las bajadas de impuestos.
Excepto alguna aldea gala irreductible que resiste como puede en este imperio decadente, tampoco quedan centros sociales ni proyectos con actividades culturales para los vecinos. Los que quedan en pie, son proyectos financiados y tutelados por la gran banca española, que pone su nombre para lavar su imagen de usureros. ¡Ole!
La proliferación de trabajos precarios de multinacional como los riders ha provocado que nos echen hasta de nuestras aceras. En las grandes ciudades estos sujetos motorizados provocan un número de atropellos e incidencias diarias que ponen la guinda en la fantasía distópica del liberalismo.
Buena parte de estos temerarios superhéroes utiliza las bicis de Bicimad para sus repartos, para mayor beneficio de las multinacionales que los usan, a quien les mantenemos el servicio o incluso el lugar de descanso, porque muchos echan la tarde sentados o tirados sobre la bici.
Otra proliferación, la de los patinetes de alquiler, deja cada día cientos de trastos “olvidados” en aceras, plazas o en cualquier molesto lugar. Ya se destapó la farsa de este negocio, pensado como alternativa «verde» de ecomovimiento, y que al final es súper contaminante y otro timo más del capitalismo disfrazado de ecologista.
Ahora que llega el calor, te puedes encontrar en la misma calle hasta cinco coches aparcados, pero en marcha. En esta orgía del calentamiento global, en estos vehículos siempre hay una sola persona (que puede esperar dentro cinco, diez, quince minutos) y permanece en su coche por estar fresquito, con el aire acondicionado puesto. A veces son trabajadores que duermen la siesta en su furgoneta (eso sí, fresquitos) mientras queda en un segundo plano que la contaminación de los coches genera hasta 5.000 muertes al año solo en Madrid (pero oye, esa siesta a 20º mientras fuera del cubículo hay 40º, bien lo merece).
El cierre al tráfico de los vehículos sin etiqueta ambiental también ha dejado vía libre a que el centro de las ciudades acabe siendo un circuito para las multinacionales del taxi o de la logística. Así como la línea de AVE Madrid-Barcelona acabó resultando una lanzadera privada para las multinacionales que operan en ambas metrópolis, el área de Madrid Central despeja el tráfico para mayor beneficio de otro gremio que no tributa en España.
Eso sí, en cada vez más plazas y glorietas de la ciudad se gastan decenas de miles de euros para plantar enormes banderas patrióticas sin la menor oposición (aunque en el barrio no haya equipamientos sociales y el centro de atención primaria lleve años cerrado).
Por usurpar, nos han usurpado hasta las salas de conciertos. La fiebre snob por subir a Instagram fotos en actuaciones en directo de músicos prestigiosos hace que estos espacios se llenen de pijos que se pasan todo el concierto hablando con su colega, pero satisfechos de haber subido su foto y poder decir que han visto a X o Y y quedar de puta madre. Su concierto duró exactamente lo que tardó en cargarse la foto a las redes sociales. Y esto, al igual que la vivienda y todo lo demás, lo que hace es inflar las entradas de los conciertos y generar una cultura del sold out.
Pero, tranquilo, que a ti te han bajado los impuestos. Perdón, esto último iba para Mbappé (a quien acaban de hacer desde Madrid una ley especialmente dedicada a su dinero, que asegura negocio para la banca, los fondos de inversión y las grandes empresas y está redactada para que el rico no pague impuestos, con lo que no repercutirá en ninguna mejora ni para la Comunidad ni para generar ningún puesto de trabajo).
La libertad, lo llaman.
Igor del Barrio
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