Ya pasó la resaca, sedimentó el momento. No sé muy bien porque te escribo, ni porque te escribo ahora. Tu universo y el mío se desgajaron hace tanto que cuando volví a verte, apenas reconocí los gestos de un señor, entrado en años, peinando canas y con la mirada dura. Fue la voz, el tono usado en el saludo, lo que desperezó la memoria. Algo saltó en la mente que hizo del sonido de tus palabras una alarma. Volví los ojos al sentir un saludo, me encontré contigo, anegada del dolor del momento, ¿recuerdas? con nuestro hijo en medio, que le subían del sótano donde le hicieron la enésima prueba. Yo subía con él, tú esperabas en planta. Me saludaste con cierta euforia en la voz, como si te alegraras de verme. Tú, que en tiempos desdeñabas mi presencia si no era para ungirla con desprecio y con insulto. El tiempo cura, cicatriza heridas, sutura los abismos que separan el miedo, la rabia, incluso hasta el odio. Pero no cierra las sensaciones, por eso, reconocí la voz, que a fuer de ser amable, mantenía el tono de una posición dictada por el autoritarismo. Luego hablamos, con el hijo en medio, que en momentos nos contemplaba con la sorpresa escapándose de sus ojos. Nosotros, que mantuvimos una guerra insobornable, durante tantos años, que nos habíamos olvidado. O yo, al menos, te olvidé. Hablamos como personas que no tienen más que recuerdos, o vida vivida en común. Poco más.
Olvidé el miedo que atenazaba las piernas cuando enfilaba la esquina de la calle y atisbaba a lo lejos el hogar que compartimos como baluarte y escaramuza. Mi casa, donde nunca sabía bien que es lo que esperaba tras de la puerta que debía esconder la calma y a veces encontraba un oscuro pozo de rencores ávidos de disiparse contra mí, sin saber ni siquiera a que obedecían. A veces, las menos, encontraba una sonrisa cómplice, buenas palabras, comentarios inanes. Las más, un ceño de cemento, una voz quejosa y embramada de celos, o lo que llamábamos, con cierta complacencia, celos, y solo era miedo, trasformado en violencia.
Por eso, sentí pena, cuando me enteré de tu muerte. Sentí una pena larvada y disolvente, por pensar que viviste una vida amarga, rodeado de gente a la que pudiste amar, y la quisiste amarrar con un gozne de piedra atenazada. No te pasaron grandes cosas, ni dramas importantes, salvo al final, pero tú, con tu miedo rodaste por la amarga cuesta de la violencia que anega todo lo que encuentra a su paso. Una violencia que amparaba los gritos, las miradas larvadas; a veces, hasta los golpes. La tiranía ciega con que quisiste evitar lo inevitable, porque desconocías que no se puede atar a ningún ser humano, que nadie pertenece a nadie, y que el camino puede ser o no ser, pero jamás se sigue amarrado a un yunque que no se desea. Viviste sin perder, jamás, el lastre de los miedos. A que dejara de amarte, intuyendo que jamás te amé, que solo las circunstancias unieron nuestras vidas. Y eso te acaballaba. Te sentías pequeño al mirarme, envidiado por algunos, criticado por otros, porque veían tu posesión, las miradas de hielo en cuanto algo se desmandaba.
Lloré tu muerte, sabes. La lloré sin entenderme. Al principio no comprendía porque la pena embargaba mi pecho. Fuiste enemigo, cruel, no tuviste piedad, ni con mis pocos años, ni con nada que supusiera un respiro. Ahogaste cualquier momento de paz, de reconciliación. Heriste con la daga más obscena que se puede herir: arrebatándome, por un tiempo, lo que más quería. Luego las palabras, socavaron la roca de la confianza. Porque ellos me amaron, pero creo, que conseguiste una pequeña victoria: en algunos momentos, me vieron con tus ojos. Dejaron de confiar en mí. Me los quitaste unos años, los justos para hacer una herida profunda que jamás curaría, hasta que la muerte nos selló los labios para siempre. Fue gratuito, nos separaste por y para nada; para jugar con ellos, como el gato juega con el ratón. No los querías, nunca los quisiste para ti, solo fueron el arma con que disparaste directo al centro vital de mi existencia.
Por eso, me sentí extraña cuando te lloré. Yo quería sentir satisfacción, saber que la vida, por una vez, se mostraba más generosa conmigo que contigo. No pudo ser. Te lloré, como se llora a un miembro gangrenado, que se amputa. Te lloré, y al hacerlo, supe que la guerra había terminado, que sentir tu muerte me reconciliaba con mi vida, que se me fue el rencor, si alguna vez lo tuve.
Fue duro. Fueron años muy duros. Los que caminaba, hasta llegar a casa, con la nube preñada de malas intenciones, sobre mi cabeza. Los que temía la hora de tu llegada como se teme al enemigo que llega a las puertas de la ciudad sitiada. Temía tu despertar, ácido, violento, despreciando mi alegría innata por saberme viva y confiada. Temía tu mirada de acero, cuando reía, cuando hablaba con alguien, cuando compartía algo más que un saludo y tú velabas los ojos, me contemplabas como se mira a un enemigo distante. Con el tinte de amenaza tiñendo la mirada. Temía sobre todo, esos silencios preñados de rabia concentrada, que sabía estallarían en el momento menos indicado. Y estallaban. Explotaban como explota una tormenta: con ruido, con desazón, con rabia, con golpes, con insultos. Cuando ocurría, me sobrecogía el sonido hiriente del odio en tus palabras. Ese odio reconcentrado, como filo de navaja, que hiere, que busca horadar en la carne sin ninguna piedad. Luego sabía que llegaba un tiempo de calma, donde tú, arrepentido prometías la vida, la reconciliación, el nunca más, el no te merezco, el soy lo peor…Para que yo recogiera los pedazos de un corazón aletargado y lo recompusiera.
Lo hice muchas veces, tantas como mi esperanza en tu cambio, me indicaba. No te quería, es cierto, pero quería paz. No te amaba, a veces hasta sentía repudio por tu olor, por tu piel, por los asaltos empuñados de deseo rápido y banal, pero quería tener lo que nunca había tenido: familia, amor y compañía. Por eso me engañaba, me dejaba convencer de que tu cambio sería definitivo; que era la última vez, que al llegar con los tulipanes amarillos, se sellaba el destino, que a partir del momento siguiente, sería pura felicidad. Eran solo unos días de paz, de respirar armonía, alguna vez, duraba una o dos semanas, para volver al poco a comenzar la batalla de nuevo. Un gesto, una opinión, un retraso, un trabajo. Nada. No necesitabas nada para volver a empezar. Pasó tiempo, hasta que comprendí que no era por lo que yo hiciese, o que hiciesen ellos, que la violencia nacía de tu miedo, y tu miedo era tuyo, consustancial a ti.
Por eso, te lloré. Porque viviste temiendo lo que siempre pasaba. Yo te abandoné, la siguiente lo hizo también. Tardó más porque os unían lazos de vesania, de amor al dinero, a una posición. Quizá porque temiera una venganza ciega, como la que, con su ayuda, me infringiste a mí. Al final, te quedaste solo, tal como temías. Por eso te lloré. Te pasaste el tiempo temiendo lo que conseguiste a base de esforzarte en lo contrario. Te perdiste la vida, te perdiste a unos hijos, a muchos seres humanos, que te habríamos aportado algo a tu vida tan vacua. Te lloré, porque me pareció tan triste una existencia envuelta en violencia, en odio, en afán de dinero. Jamás reconociste que lo eras, jamás te disculpaste por borrarme los ojos con el puño, por sellar mi boca con el miedo a tu ira, a tus golpes. Jamás te disculpaste, ni asumiste que me enfangaste a base de insultos, a base de medias verdades, o mentiras complacientes. Destrozaste mi vida, porque hiciste que ellos dudaran. Que ellos, por algún momento, pensaran que no los quise bastante, extrapolaste el desprecio que sentía por ti, a ellos.
Jamás entendiste que eras un maltratador. Que no se ata a nadie, que no se puede mandar en el corazón, que las alas, crecen y ya no se amainan nunca, por mucho que se empeñe la furia y la violencia.
Te lloré con sorpresa. Luego lo entendí. Sentí que el dolor no torció un corazón que quería que siguiera igual de limpio. Jamás el rencor emponzoñó mi alma más de lo necesario, que luche porque se mantuviera en paz. Por eso, recogí mis lágrimas, las uní a tantas que había derramado, y las alcé al cielo. Levanté bien alto los ojos y supe qué hacía mucho te había perdonado. Aunque no lo pidieses. Aunque no te importara, porque en ese justo momento, me di cuenta de que tú jamás te perdonaste. Y sentí mucha pena por ti. Pude llorarte y compadecer una vida truncada por no saber entrar adentro, contemplar el miedo, mirarlo a los ojos y luchar contra él. Te has muerto y jamás dejaste de correr delante de ese miedo. Por eso te lloré.
#MariaToca
Cuanto dolor y perdon a una vida vacia de felicidad, tirada a la basura por la soberbia y la estupidez.
Creo que nunca comprenderé esa forma de enfocar el poco tiempo que tenemos en este bendito mundo, envenenado y envenenado el de los que nos quieren.
Así fue…
Genial, María Toca. Te leo siempre porque eres un balsamo.
Gracias, Lourdes. Por todo