Trabajadoras, trabajo y vida. Del androcentrismo laborista

Hace un tiempo que una parte de la izquierda ha decidido reivindicar el obrerismo enfrentado a una caricatura de las guerras culturales. En su neolaboralismo (no vamos a llamarle “nuevo laborismo”) la necesidad de asegurar vidas mejores frente a la continua desposesión capitalista, vidas más seguras y menos precarias, aparece enfrentada a las reivindicaciones feministas, lgtbi o antirracistas. Supongo que dan por hecho que las personas feministas, lgtbi o racializadas no tienen derecho a vidas mejores ni a definir qué tipo de vida es mejor para ellos y ellas. En los artículos de estos neolaboristas la tesis central viene a ser una queja en la que se afirma que el problema de la izquierda es que ha abandonado el trabajo como centro de sus reivindicaciones y de ahí se sostiene que el trabajo no sólo ofrece seguridad, sino también dignidad y sentido de pertenencia (es decir, la vieja identidad) Reivindicar cierto sentido de pertenencia (identidad) es fundamental, se nos dice, porque la derecha, que desde luego no resuelve las cuestiones materiales, sí que provee, en cambio, de una identidad vinculada en este caso al nacionalismo y por eso lleva siempre las de ganar. Por eso, los neolaboristas afirman que la identidad de la izquierda debe entonces orbitar alrededor del trabajo porque al tiempo que es ahí donde se centra la posibilidad de combatir la inseguridad material, se ofrece, además, un sentido de dignidad, de solidez, frente al mundo fluido y cambiante.

Algo de verdad hay en estas cuestiones o no estaríamos discutiendo sobre ellas; algo que se escapa a la frase de twitter. Puedo compartir ciertas críticas y sobre todo dolores y desesperanzas, aunque también esperanzas comunes. A estas alturas creo que nadie niega que para cierta izquierda es más fácil aprobar una ley LGTB, por muy necesaria que sea, que una reforma fiscal progresiva, lo que puede ser el origen de algunas reticencias expresadas desde el lugar de articulación de las reivindicaciones materiales que, en todo caso, nunca han desaparecido del foco y son también reivindicaciones de feministas, LGTB o antirracistas. Pero, en fin, para muchas de nosotras, esto ya lo resolvió Fraser.

Pero lo que no es real es la (re)creación de ese neoobrerismo como posibilidad electoral ganadora; por muchas razones. La vuelta a ese mundo añorado es imposible entre otras cosas por el cambio que se ha producido en la organización del trabajo en sí (algunos de estos cambios pueden ser tan irreversibles desde el punto de vista tecnológico como el telar que destruían los obreros al comienzo de la revolución industrial), pero también porque esa visión es profundamente androcéntrica, aunque ignora que lo es. El “mundo solo de los hombres”, afortunadamente, tampoco va a volver y el problema de la visión androcéntrica del mundo es que impide ver el mundo. El androcentrismo remite a una imagen mental que está formada por subjetividades masculinas que tienen una determinada relación, que es histórica, con el mundo del trabajo. Lo que a menudo queda oculto en este cuadro de trabajadores que encuentran su sentido de pertenencia en el trabajo es que la mitad de los trabajadores son trabajadoras, detalle que quienes están presos del pensamiento androcéntrico no suelen tener en cuenta. Es decir, la mitad de la clase trabajadora son mujeres que, históricamente, nunca han tenido la misma relación que los hombres con el trabajo remunerado. Esto es una realidad. La relación que tienen las mujeres con el empleo es diferente por muchas razones; entre otras que nosotras asumimos una ingente cantidad de trabajo imprescindible pero no remunerado que hace que nuestra relación con ese otro ámbito de trabajo, el empleo, no sea la misma que la que mantienen los hombres. Y debido a eso que llamamos “división sexual del trabajo”, el ámbito de construcción de nuestras subjetividades tampoco se resuelve en el mismo lugar ni se llena del mismo contenido. El acceso masivo de las mujeres al empleo ha dado en un mercado de trabajo divido sexualmente, como todo. Ni hacemos las mismas tareas en el trabajo, ni estas nos proporcionan la misma autonomía, ni obtenemos el mismo salario, ni nuestra relación con ellas es la misma, ni sentimos la misma identificación o sentido de la dignidad en su realización. No hay espacio en este artículo para desarrollar uno de los temas más estudiados en las últimas décadas por la teoría feminista, como es el de la relación de las mujeres con el mundo del trabajo remunerado y de la relación entre este y el no remunerado, así como lo que crece en el espacio que existe entre ambas esferas. El hecho de que las mujeres no establezcan la misma relación que los hombres con el empleo (no digo que sea menos importante, digo que no es la misma, ni -en general- es un elemento estructurante de su subjetividad) no se debe a ningún hecho biológico, por supuesto, sino a una socialización bien diferente que sigue construyendo subjetividades muy diferentes y, por tanto, reivindicaciones diferentes y votos electorales diferentes también. No hago un juicio de valor aquí, Digo, como afirma Segato, que las mujeres reclamamos la capacidad y el derecho de hablar al interés general desde nuestro lugar.

Tal como los estudios feministas han demostrado, es verdad que los hombres han vinculado su subjetividad al empleo pero no a cualquier empleo, sino al empleo como proveedor principal. Es decir, no es tanto al empleo como a su papel como “ganador del pan” y sustentador de su familia. Y eso se olvida a menudo en quienes hablan de “trabajo”, no sé si será un olvido interesado. Lo que en realidad se ha roto, como también explica Fraser, en la identidad masculina tradicional no sólo tiene que ver con el cambio introducido por el neoliberalismo respecto a la organización del trabajo, sino también respecto a la organización de la vida. Es decir, vinculada a la incorporación masiva de las mujeres al empleo y en condiciones que ya no son de total subalternidad respecto a los salarios masculinos, como había sido tradicionalmente; esto ha tenido enormes consecuencias en la distribución general del empleo, en los salarios y en la organización tanto del trabajo y la vida pública como de la vida privada. No por otra cosa cuando las mujeres se incorporaron masivamente a las fábricas se produjo una unión contra natura (o no) de sindicatos y empresarios buscando expulsarlas del empleo gracias a la instauración del llamado salario familiar que ha ido subsistiendo, en un tono menor y de diferentes formas, pero que está condenado a desaparecer del todo gracias al feminismo.

El empleo es fundamental nadie lo niega, la precarización de la existencia es una herida que hay que cerrar pero la subjetividad masculina está herida no sólo por esa precariedad que también sufren las mujeres. Los hombres, que han construido su identidad en torno a esa figura del hombre proveedor, se encuentran con que ya no lo serán más porque hay otro salario en casa, quizá incluso mayor o quizá en algunos segmentos poblacionales puede ser incluso el único que entre en una familia. Por ejemplo, este tipo de disrupciones en las subjetividades/masculinidades tradicionales son frecuentes en los países empobrecidos con flujos migratorios numerosos en donde son las mujeres las que migran (por la configuración del mercado de trabajo en los países ricos) y las que envían un salario superior al que pueda conseguir los hombres en sus países. Esto no es sólo una herida profunda en la masculinidad tradicional, sino que es consecuencia, como han estudiado bien teóricas feministas, de cambios políticos, sociales y económicos en esos países de enorme trascendencia que pasan por la destrucción de las redes familiares, por un enorme aumento de las violencias contra las mujeres, por la hipertrofia de los estados mafiosos paralelos etc. Las guerras culturales no tienen la culpa de esto y sí la cada vez mayor autoconsciencia feminista y, desde luego, el neoliberalismo. Pero esto está ocurriendo, con diferentes elementos, en todas partes.

Seguir pensado que debemos vincular los derechos sociales y económicos al empleo formal es un error, esa época no va a volver y la lucha pasa ahora por extender la universalidad de los derechos y por mejorarlos. Y tarde o temprano habrá que repartir el trabajo, además de los recursos. En este tiempo, además, estaría bien que los hombres fueran construyendo otras subjetividades masculinas que, entre otras cosas, sean capaces de asumir que los intereses de las mujeres respecto a la organización de la vida, que son plurales y diversos, son tan legítimamente políticos como los que expresan ellos; y que tienen tanto derecho como ellos a luchar por conseguirlos y a imponerlos. Algunos articulistas hablan de que los trabajadores pueden sentirse despreciados por las políticas identitarias (el obrerismo es una identidad, no lo olvidemos) y que incluso pueden parecerles una ofensa el empeño en hacer políticas feministas. Pero quizá nosotras, como integrantes legítimas de la comunidad política, podemos por el contrario exigir justamente políticas feministas centradas en cuestiones que para nosotras, trabajadoras, son clave, como las relativas a lo que hemos llamado “cuidados”, en la seguridad de que son esas políticas las que van a mejorar nuestras vidas de mujeres trabajadoras.

Las mujeres también votamos y estamos viendo que los votos de las mujeres y de los hombres no se dirigen linealmente a las mismas propuestas políticas. No es casualidad que el ya presidente Boric iniciara su primer discurso tras las elecciones agradeciendo el papel de las mujeres en la contienda electoral y citando los derechos que ellas reclaman. Porque la vida que las mujeres trabajadoras desean para ellas puede que no coincida con la que añoran los trabajadores. Que los votos de las mujeres en todo el mundo estén sirviendo para detener a la extrema derecha también se explica porque las identidades patrióticas no calan de manera tan profunda en nosotras. La patria no aplica de la misma manera en las descendientes de aquellas para quienes el mundo era su casa. La patria tiene también una historia disímil en hombres y mujeres. En fin, termino con Segato diciendo que las mujeres nos tenemos que centrar en estrategias para construir formas de felicidad comunales que se contraponen a la poderosa retórica del proyecto de las cosas, meritocrático, productivista, desarrollista y concentrador. “La estrategia a partir de ahora es femenina”, escribe. Yo diría que es feminista.

 

Nació en Madrid y dedica lo más importante de su tiempo al activismo y a la investigación feminista.

Está en Podemos desde el principio y ha ocupado diversos cargos en el partido.

Ha sido Consejera Ciudadana Autonómica y Estatal. Del 2015 al 2020 fue diputada en la Asamblea de Madrid, después directora del Instituto de las mujeres y otra vez diputada.

Fue la presidenta de la FELGTB en el periodo en que se aprobó el matrimonio igualitario y la ley de identidad de género.

Le gustan las lenguas muertas y por eso estudió Filología Semítica.

Sobre Beatriz Gimeno 48 artículos
Feminista. Directora del Instituto de la Mujer Ha sido diputada en el Parlamento de la Comunidad de Madrid por Podemos. Activista derechos lgtb

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