He llegado al aeropuerto de Luton tras un vuelo un tanto accidentado. Las turbulencias sobre la Cornisa Cantábrica han obligado al comandante a rodear una tormenta que, a la postre y además de algún retraso, han puesto a llorar a dos mellizos pelirrojos de no más de un par de años. Nos han dado el viaje y el personal de cabina incluso, ha mudado su sonrisa impostada por una mueca de fastidio, deseosos ya de que tomásemos tierra.
El autobús del aeropuerto me ha dejado en Piccadilly Circus. He llegado con una media hora de adelanto y durante ese tiempo mi diversión, como siempre, ha pasado por observar a esa tribu londinense tan dispar y bulliciosa, a veces, tan mimética con la luz plomiza de la ciudad, en otras. Muchachas de mejillas coloradas, pecas y cabellos cobrizos. Muchachos pálidos de ropas imposibles y gesto distraído. He cambiado euros por libras en una oficina que hay en la entrada del metro.
Por fin ha llegado Carlos. Su edad es la menos propicia para abrazos y besos: quince esplendorosos años llenos de acné.
Le he propuesto ir a visitar el Hims Belfast, un viejo barco de la Segunda Guerra Mundial y de la de Corea. Me ha mirado como si estuviera loco. Su propuesta mejora sin duda la mía; hemos ido a un karting indoor, a echarnos unas carreras.
Vueltas y más vueltas en las que he dejado que me adelantara y le he sobrepasado a continuación y cada vez. En la última vuelta le dejé atrás cuanto he podido. Quería explicarle que la experiencia es un aliado formidable en todo en la vida, que con entrenamiento se consigue casi cualquier cosa. Él me ha prometido que la próxima vez me ganará seguro y al fin, hemos chocado las manos en un gesto verdaderamente cariñoso. Le cuesta abrirse conmigo. En cierto modo está creciendo ajeno a su padre y eso se nota.
Hemos ido a McDonald´s a cenar y le he dado 300 libras para que se compre algo como regalo de cumpleaños. De sobra sé que el dinero no sustituye mis ausencias, pero es una forma de sentirme mejor conmigo en esta situación a la que uno no termina de acostumbrarse del todo.
Ya de noche y sobrevolando de vuelta la city, he contado innumerables luces diminutas, tratando de imaginar cuál de ellas iluminaría a mi hijo en ese momento. Enseguida me he repuesto: soy un tipo duro.
Víctor Gonzalez
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