Contemplar paisajes desde el tren, tiene la facultad de hacer que lo veamos con la contrariedad de un paso, ni lento ni rápido, solo transeúntes, por la cuadricula de una ventana que nos hace parecer espectadores de cine, más que viajeros. Discurre frente a nosotros, desde el lienzo azucarado de la distancia. Contemplamos una función que opaca la realidad. Estamos dentro de un útero cálido y protector. Fuera un paisaje, ora montaraz, ora plano y silente. Como una vida contemplada entre visillos.
El tren se desliza sin demasiados aspavientos. Permite el pensamiento sin estridencia, como resbalando por el tiempo, amalgamando destinos conocidos, con incierta sensación de mantenernos contraídos en el espacio donde nos ampara la seguridad de un cubículo protector. En realidad vemos un tiempo y un espacio holográfico y tridimensional. Como peces sentados en una pecera sin agua, con oxigeno, luz y calor, que miran afuera con incierta desidia.
Luego, cuando el tren para, se nos confunde el entendimiento. Un paréntesis breve, un silencio expectante, tal que si se detuviera la vida, ante la incursión de nuevos actores en el departamento de expectación que convertimos al tren que camina a remolque de un tiempo en liza.
Nos cambia el paisaje. Se nos aplana. Se nos convierte en una llanura ocre, adornada, muy de vez en cuando, con rocas cuyos picos contemplan un cielo lejano y descarnado. La Tierra de Campos, nos recibe con la distante penuria de siglos que vieron caminar a rocines derrotados, o triunfantes esbirros castellanos que dejaron la impronta a su paso. Curiosa tierra. Produce desasosiego a los que llegamos de la altura. Nos hieren los ocres, la rojiza llanura que deja a los ojos desnudos frente al infinito que se extiende ante ellos. A poco que nos fijemos, vemos demasiado, lejano el confín de este mundo que dominamos a golpe de ojeada. Casi demasiado. En nuestra tierra, los ojos siempre hallan fronteras. Se chocan con un monte, con una arbolada, con un verde diverso que distrae y enciende la imaginación. En la plana Castilla, no hay muro ni contención a una mirada larga, obtusa. Por eso asusta y sobrecoge. A fuerza de verlo, una se acostumbra a los infinitos, a no ver fronteras ni vallas. Sin frontera a la inmensidad, la vista se hace grande. Y asusta.
No es la Castilla machadiana, aún, pero se asemeja. Quedan reminiscencias verdes, como si las tierras altas, se negaran a borrar su secuela. Cipreses, olmos enhiestos, algo de vegetación y frío, que se filtra por las rendijas. De forma solapada, esos árboles altivos en su soledad, nos contemplan, mientras nosotros, miramos el cambio que nos da el paisaje, con la templanza de un espectador.
A dos horas de viaje, ya casi olvidamos que el mundo anterior era una amalgama de verdes musgosos y altivos, aderezados por el manto nítido de la niebla. De pronto, unas cruces, un mugido de soledad y tiempo parado, nos recuerdan lo perentorio de una vida efímera. Los muertos y su cementerio se asoman a nuestra ventana, con el silencio y el recogimiento de una tierra amarilla, enjalbegada de cenizas ardientes que contuvieron vida y hoy son solo pasto de alimañas altivas.
Vamos adelantando a la Castilla intensa que nos cuenta como fue la historia, explicando su rutina y el porqué los hombres huyeron, infamados, de ella. Castilla amada, emperatriz y soberbia, mal encarada, despreciada por tantos, bien a su pesar. Castilla olvidada.
Un manto de somnolencia abate a la escribidora, que por momento pliega el lienzo donde esculpe sensaciones y dormita lánguida. Al despertar, se erige como surgida de la nada, una ciudad, efímera y sencilla.
Apenas un minuto, de visión procaz del mundo concurrente de ciudad pequeña, que duerme olvidada y volvemos al tedio de la planicie, aderezada, ahora, por las aspas de lo nuevos molinos de viento, que algún Quijote errante y errático, pueda desbaratar. Los ojos, parece que se acostumbran, a la llanura, apenas se extrañan de la rubiedad del paisaje.
De pronto, algo se alboroza, acabo la paz. El personal que rellena el útero despierta. Desperezan las voces, que altisonantes, interrumpen el suave discurrir de una horas tranquilas, donde tan solo, a la escibidora, le sonó el pensamiento, arrellanado dentro del paisaje. El ser humano, es molesto, incívico, rozante. La que suscribe, no puedo evitar el deseo de volver a la misantropía, a espesar el manto de individualidad que aísla de otros seres humanos. Imagina, la escribiente, que es consecuencia directa de envejecer. Antes no molestaba el gregarismo, al contrario, apetecía el roce, la conjunción de seres que produce la comunidad. Hoy, ahora, molesta. Impide el discurrir del grito silencioso de los propios pensamientos. Las aspas de los molinos, dan, con énfasis, la razón a este divagar. Música, conversaciones, palabras deslavazadas que irrumpen en la concordia pactada entre la escribidora y el lienzo. Castilla avanza, Palencia se olvida. Caminamos hacia Valladolid. Queda poco tiempo de conjunción y soledad. Asoma Madrid y se rompe el silente aliento que ampara una soledad gustosa.
Texto: #MaríaToca
Fotografía: Lola K. Cantos.
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