Acaba el año, pero no acaba la pandemia. Muta el virus y, con esta mutación, se encienden de nuevo todas las alarmas de un mundo que no sabe parar. O que, en tantos casos, no puede parar porque la privatización de los bienes comunes y la precarización laboral llevan décadas abandonando a la mayoría de la población a la intemperie. Los medios de comunicación tienen, además, como función principal la difusión constante de un miedo paralizante: no vemos escapatoria al laberinto donde estamos metidos. Así, el crecimiento galopante de los casos de ansiedad y depresión ya es un fenómeno global que afecta de manera cruenta a nuestro país: pueden leer el artículo de portada de El País del pasado 14 de noviembre, https://elpais.com/sociedad/2021-11-14/espana-una-semana-en-terapia.html con datos estadísticos sobrecogedores e historias de hombres y mujeres comunes que ya no pueden con su vida. No debería, por tanto, extrañarnos que se extienda el negacionismo respecto a los efectos del Covid o de las vacunas: al fin y al cabo, la negación suele ser uno de los mecanismos de defensa más usados de forma inconsciente por la psique humana ante una potencial amenaza. Sería, en mi opinión, más oportuno tratarlo como un síntoma del malestar contemporáneo. Y los síntomas deberían, en todo caso, entenderse y curarse, no estigmatizarse. De hecho, considero que esa misma necesidad de estigmatización o culpabilización es también otro síntoma de nuestra Sociedad Xanax, tomando el nombre del famoso ansiolítico contra “las crisis de angustia, agorafobia, ataques de pánico y estrés intenso”, como recoge la Wikipedia y que, de forma sumaria, expone unas condiciones mentales que marcaban nuestra época ya antes de los confinamientos, pero que, en estos últimos tiempos, se han convertido en un problema político de primer orden. Esta devastación psíquica nos ha sumido en una oscura edad de la impotencia derivada de la desconfianza como modo de vida: nadie se salva solo, nuestra potencia se multiplica con los demás y, sin embargo, la ideología reinante se asienta en la convicción de que no hay alternativas al “sálvese quien pueda”. Este psico-virus, que también se contagia rápidamente, podría ser más letal y persistente que el bio-virus, pero no hay ninguna vacuna milagrosa en camino. Desde luego, el piloto automático con el que nos conducimos individual y colectivamente no está llevando al abismo: o activamos el freno de emergencia o los resultados serán catastróficos.
Quizá la mejor terapia política, es decir, colectiva o, lo que es lo mismo, comunista que podríamos comenzar a practicar sea justamente desacelerar, frenar, parar esta carrera enloquecida en la que devoramos tiempo y recursos que no son renovables. Si nos estamos quedando sin respiración en una guerra contra nosotros mismos en la que no gana nadie, la salida es desertar y recuperar los afectos, los vínculos, el compromiso y la cercanía. Como siempre ha sabido el movimiento obrero, el camino de la liberación entraña una paradoja: sólo se avanza parando las máquinas, deteniendo la producción y la distribución de las mercancías, obstaculizando y saboteando la acumulación del capital. A la mierda el trabajo que nos quita la vida y sólo nos llena de una existencia pobre y sin sentido. Nada hay más absurdo que deslomarte y obedecer por un sueldo miserable que, al máximo, sólo te permitirá ser “solvente” para endeudarte largos años con los dueños del dinero. En cambio, la huelga que, por si no lo sabían, tiene el mismo origen etimológico que juerga, necesita de la solidaridad de unas almas abrasadas que convocan a los cuerpos para expresar a los patrones que no pueden más. En nuestros tiempos de capitalismo terminal, cuando todo el tiempo y el espacio están siendo atrapados y movilizados en las cadenas de montaje que fabrican el fin del mundo, las paradojas proliferan y el “no puedo más” puede devenir un acto benditamente salvaje de afirmación ética y política si somos capaces de engarzar unos con otras nuestro rechazo al trabajo que nos aliena y al consumo que nos envenena.
Deseo de corazón, queridos lectores, que el año que viene bailemos juntos y revueltos al son de la música de la huelga humana.
Juan Dorado Romero
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