A través de un cristal que sigue roto

  I

 Cuando le llamaron de Burgos por segunda vez,  Antoine Perez alegó problemas de agenda para disimular su escaso interés en regresar a España, sin embargo, en esta ocasión se comprometió a estudiar el informe que descansaba en la mesa de su despacho, dentro de  un sobre de correos sin abrir. Acostumbrado a las comodidades de su laboratorio en la universidad de París, no le apetecía volver a trabajar junto a una fosa abierta en descampado, analizando los huesos dispuestos sobre un tablero, a cubierto del sol y la lluvía por una carpa con los laterales al viento, entre piedras, matojos e insectos de monte. Tampoco estaba dispuesto a sufrir la impaciencia de una cuadrilla de jóvenes ansiosos de desenterrar fusilados. Antoine había colaborado en muchas identificaciones de cadáveres, realizadas en diferentes países, con mandato de organismos internacionales o por encargo de asociaciones privadas, pero sólo en aquéllas relacionadas con la guerra civil española sintió la presión de obtener resultados inmediatos. Fuera por la falta de recursos económicos de los promotores o por la apatía e incluso el recelo de las autoridades, en cualquier caso, las exhumaciones en la patria de sus padres tenían para él una única faceta amable: la mirada agradecida de las gentes al recobrar parte de la historia.

 

Antoine, nacido en Francia, de ascendencia castellana por parte de padre y madre, no tenía en la familia cadáveres que encontrar. Sus dos abuelos eligieron bandos contrarios en 1936, tuvieron suerte con las balas y ambos murieron viejos: el que luchó para Franco falleció en un hospital de Madrid, el otro en una residencia de ancianos a las afueras de París. Con el primero tuvo escaso trato, en vacaciones escolares le visitó alguna vez, pero jamás buscó su afecto, en cambio, con el que fue militar republicano vivió en la misma casa, le quiso con la ternura de la inocencia y escuchó sus recuerdos. Antoine le oyó contar cómo fue hecho prisionero en el primer año de guerra y que saltó del  camión que le conducía a la muerte. El nieto también supo de su abuelo que  recibió el socorro de un sacerdote y, atravesando un sierra, dejó atrás a quienes le perseguían.

  

                                        

                                       II

Durante el vuelo al aeropuerto de Barajas, Antonie tuvo tiempo de repasar el expedediente que, casi un año antes, le había remitido la asociación burgalesa interesada en contar con su ayuda. El documento consistía en la memoria del proyecto de actuaciones y en varios anexos, entre los cuales había la narración de ciertos sucesos ocurridos en septiembre de 1936. La parte más interesante para el antropólogo francés estaba c

ompuesta por un plano topográfico del término munipal de Mambrilla de Lara, un detallado dibujo con las carreteras que pasando por esa población conducíán a Burgos y a Salas de los Infantes, y un listado con las características físicas de los hombres cuyos restos eran el objeto de la investigación. Cuando terminó la lectura, guardó el dossier en el portafolios, junto a una corbata, el pasaporte, una lupa, utensilios de escritura, una gruesa agenda encuadernada en piel y el estuche que protegía  unas gafas de montura fabricada con concha de carey,  los cristales redondos y el derecho roto. Después de colocar el maletín en el compartimento de equipaje, se dirigió al aseo del avión, donde se refrescó con agua la cara antes de volver a su asiento. Luego, con los ojos cerrados y las manos entrelazadas, dejó que su mente le trasladara a un tiempo pasado y a un lugar lejano, a los años de la guerra civil y al alfoz de Lara, para recrear con la imaginación escenas y personajes:

 

Comienzos de septiembre, año 1936, los camiones llevan a unos presos, van de la cárcel de Salas a otra que está en Burgos, al cruzar por un pueblo en la ruta disminuyen su velocidad ante el estrechamiento de una calle, dos hombres aprovechan para saltar a la calzada desde la trasera del primer vehículo, van magullados por los malos tratos que han recibido, tienen sed y hambre, están débiles, pero corren y desaparecen por una esquina, los guardias les disparan, se oyen gritos de alto, maldiciones a las madres de los huídos y los impactos de bala en las fachadas de las casas. En el segundo camión la proximidad de la muerte saca de su resignación a otros prisioneros, saltan también, escapan a los campos sorteando el plomo y se alejan de Mambrilla de Lara. Comienza la cacería, dan con cinco que atrapan en el camino del monte, mientras les fusilan el alcalde de Castrillo avanza en la fuga, aún es joven y fuerte, pero va malherido en la espalda, al caer sangra por la boca, con los pulmones rotos. Las piezas de oro en la dentadura bastarán para indentificarle, cuando su cadáver y el de los demás aparezcan  en la fosa común. Los obreros de una granja cercana al lugar del crimen les entierran, no lo hacen por piedad sino a requerimiento de los guardias. De aquello todos los vecinos del pueblo se enteran, a todos les interesa ignorarlo, no son tiempos de justicia, sí de odios y de saña. Hay partes de la historia que sólo conoce el adrero, que al cuidado del rebaño comunal estuvo ese atardecer escondido entre los árboles de una ladera. Pasados los peores años de postguerra cuenta su versión, hecha con realidades y fabulaciones sacadas de su propio majín. Pero también otras personas saben de cosas sucedidas en los años de terror y persecuciones, y, cuando ya no temen hablar, comienzan a decir de un sacerdote que fue fiel a su credo.  

 

               III

                             

  Meses antes de que Antoine subiera al avión con destino Madrid, la asociación que había programado las exhumaciones admitió su fracaso en convencerlo para que colaborara en la indentificación de los fusilados en Mambrilla. La vecindad de esta  población con la sierra que cruzó su abuelo no fue casualidad geográfica bastante para el antropologo francés cambiara la decisión de no trabajar más en España, sin embargo, dictó varias conferencias en la universidad de París en apoyo a quienes escarbaban la tierra para recuperar su historia. Mientras preparaba una de las intervenciones se fijó en algunos detalles del informe de Burgos a los que hasta ese momento no había prestado  atención. A partir de entonces, comenzó a intercambiar datos con uno de los redactores del dossier, quien resultó ser pariente de una anciana que, en el año 1936, cuando era niña, visitaba con frecuencia la casa de su tío, cura  de una parroquia en Tierra de Lara.  

 

Antoine recorre la terminal del aeropuerto sin prestar atención a las personas que encuentra en su camino, sabe que nadie ha acudido a recogerle a Madrid. En el coche de alquiler toma la autovía con dirección a Burgos, para a comer en Aranda. Mientras aguarda para pagar toma el café. Recibe una llamada, la conversación es fluida, el tono alegre. Él no lleva gafas, nunca las ha usado, la camarera que le trae la cuenta puede ver sin obstáculo alguno cómo al cliente se le ilumina la mirada por algo que escucha con el móvil. Cuando entra en la habitación del hotel enciende el aire acondicionado, se descalza y se tumba en la cama para descansar un rato. A las siete despierta, toma una ducha, deshace la maleta, se viste, abre el portafolios, se anuda la corbata y guarda en el bolsillo de la americana el estuche con las gafas.

 

Es una tarde de junio, no corre el viento, en El Espolón las terrazas están llenas de gente, en los bancos del ayuntamiento se sientan los paseantes cansados, unos novios se besan, dos viejos se gritan sin oirse, hay niños corriendo, una madre da la merienda a su hija, Antoine camina despacio esperando que le llame una anciana. 

 

–        ¿Así que es usted el señor francés? -escucha decir- ¡Vaya corbata!, espero que no esté enfadado conmigo, fue una ocurrencia, antes  se llevaban de esos colores. Siéntese aquí conmigo, hace muy bueno.

 

–        Señora María, encantantado de sentarme a su lado.

 

–        Será para poco tiempo. He traido lo que me pidieron esos que desentierran a los fusilados. ¿Sabe usted?, a mí no me parece bien enredar con los muertos, pero, claro, tampoco los de Franco tenían que haberles dejado así como así, tirados en el campo. A usted no le pregunto, ya sé que se dedica a eso. En fin.. ¿Me enseña las gafas?

   Antonie saca el estuche del bolsillo y lo pone en manos de la anciana. Ella lo abre y acerca la vista a la lente rota para comprobar por dónde está partida, luego acaricia el contorno de carey que sujera los cristales:

 

–        ¡Vaya!, tantos años y no arregló las gafas. Le quedaban bien, le hacían interesante.

 

–        Nunca quiso cambiar el cristal, me decía que para él era un recuerdo y que los recuerdos no se alteran.

 

–         Era un joven muy bien puesto, muy guapo, no supe más de él y me alegré mucho cuando me dijeron que logró escaparse, la verdad es que no sé por qué, pues para entonces…en fin…, que cuando me enteré ya estaba muerto  -dijo con voz entrecortada-.  Le he traido la carta de mi tío, no la escribió para usted y me da no sé qué entregársela. Pero…en fin…la escribió sólo para deshogarse y  a mí de nada me sirve. Igual la tenía que haber quemado, siempre pensé que podría darnos problemas, pero él se empeñó en guardarla entre las páginas de un libro de un libro de mártires…, ¡ fíjese usted qué capricho…!  Su abuelo de usted todavía estaba escondido en casa. Yo vi cómo  se daban el abrazo de despedida. ¡No, deje!, no más historias -me interrumpio al iniciar la pregunta-.  Ya está todo dicho, me duele hablar de entonces. Hace buena tarde, ¿no le parece?, si pasea hasta la catedral verá qué edificio más precioso.

                                                    

IV

    El avión de regreso, esta vez en un asiento de ventanilla. Los ojos abiertos, las manos de Antoine en los bordes del escrito: 

Desconozco qué me lleva a coger la pluma para poner en letras mi confesión, tal vez sea la vana esperanza de que perdure en tiempo, acaso sea por soberbia o puede que necesite descargar el alma de angustias. Sin embargo, ¿a quién le van a importar las palabras de un viejo sacerdote, estas cuitas amargas de un cura cobarde? Sí, me siento cobarde, soy un cobarde, pues es al obispo a quien corresponde escucharme, a él debería dirigirme, con él tendría que hablar de tanta injusticia, de tanta miseria en los corazones. Y, en cambio, las cuartillas que ahora mancho de tristezas serán los únicos oidos que atiendan mis quejas. «Cuán de poco serviría denunciar los crímenes que se cometen», así me consuelo. Matan aquí, allá y aculla. Estos y los otros, ambos por odio y con urgencias. Pero el silencio es cómplice y proclamar la verdad sigue siendo una virtud cristiana. Desespero, no veo el final de tanta infamia. Soy cobarde, temo las consecuncias si me atrevo a protestar por lo que sucece. Estoy viejo, ya casi soy un anciano, me pueden maltratar el cuerpo, encerrar en un calabozo. No es eso lo que me importa, me castigarían por un tiempo breve, la Iglesia curaría  mis heridas y me sacaría de la cárcel.  El mismo obispo al que no quiero pedir audiencia me evitaría los peores tragos. El miedo es a que me destierren, a que me encomienden al cuidado de una parroquia lejana, a que me aparten de mis feligreses, de mis amigos en el pueblo, de mis rostros conocidos, de este aire, de estos  paisajes en los que ha transcurrido mi vida, de esta tierra bendita que es la mía. Y soy muy viejo para mudar de casa, temo la soledad de la falta de afecto,  que la enfermedad me postre sin tener a mi lado el consuelo de una voz amiga.

 

El diablo acaba se irse, camisa azul y pistola al cinto, oigo el motor del camión en el que se aleja, torcerá en la esquina para coger el camino a Salas. ¡Quiera Dios confundirle!, y también a sus secuaces, a esos hombres aviesos que tan bien conozco pues conmigo se confiesan.  Ellos y el otro, el cabecilla, su jefe, todos cargados de odio, son valientes sólo porque van juntos y están armados. Continuo sentado, sin fuerzas para levantarme, con un bandera de ellos a mi espalda, en la pared frente a la ventana, sujeta en el yeso con cuatro clavos. Y con Cristo en la mesa camilla, en una talla pequeña que crece de la peana, los brazos en cruz, la cabeza humillada. No se ven sus ojos, el pelo le cuelga de la frente en los relieves de la madera. Sé que ha estado presente durante mi conversación con el diablo, sé que nos ha oído, sé que de nosotros está avergonzado.

 

Nos sentábamos en el salón, frente a frente, él gesticulaba airado,   maldecía, falso y Judas pedía perdón por sus expresiones soeces, de aquellas que pronunciaba escupiendo palabras de muerte estaba orgulloso. Yo le negaba información y él se llevaba la mano a la pistola, se levantaba de la mesa, se acercaba a la ventana, miraba al grupo de hombres que armados con fusiles aguardaban en la calle y volvía a sentarse. Sólo la puerta de mi dormitorio se interponía entre el muchacho que yo refugiaba en casa y el hombre salvaje que me exigía victimas para hacer fusilamientos. Aquél sudaba angustía, éste olía a sangre, a mí me temblaban las piernas y escondía las manos en los bolsillos de la sotana cuando respondí a la pregunta:

 

–        Después de lo ayer en el monte, aquí en el pueblo ya no quedan rojos.

Daniel Irazu

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