A los 16 me daba cierto palo reconocer la verdad. A mí Valmont me hubiera enloquecido, como a la pluscuamperfecta Pfeiffer de Tourvel. Yo lo encontraba guapo, aunque distara tantísimo de los Rob Lowe o los Cruise que monopolizaban las carpetas de instituto. De haber seguido estudiando, cosa que ya no hacía, hubiera adornado la mía con una como esta para cruzarme a todas horas con la mirada sucia e inquisitiva que atravesaba a cualquiera, con esa boca entreabierta de vampiro. Me parecía irresistible Valmont y sus andares elásticos de felino a punto de abalanzarse sobre su presa y destruirla por dentro. Había algo en él que burlaba la cursilería de pelucas, labios pintados y medias rococó. Algo siniestro pero inevitablemente seductor. Fui dos veces a ver la película al cine. Valmont era el maestro de perversión, encarnaba el poder de la palabra, la inteligencia al servicio del mal y del placer, que a veces vienen a ser la misma cosa. Hay frases de esa película que me acompañan siempre como definitorias de situaciones. Las dos que prefiero las pronuncia él: el «ya cierra los ojos», cuando empieza a detectar que la virtuosa Michelle está a puntito de mandar su honra al país de no volverás; otra el «No puedo evitarlo» cuando la abandona, en uno de los momentos cinematográficos más crueles que recuerdo. Valmont siempre será Malkovich, tendrá sus ojos incisivos de insecto, sus pómulos, sus labios habituados a beber y a comer lo prohibido, a seducir mortalmente.
Patricia Esteban Erlés
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