Acostumbrarse a oir.

Vivir sin el sentido del oído tiene también ventajas…de hecho, me da por pensar que, tal vez, de muchas vivencias que observamos como negativas, se pueden extraer cosas positivas, aunque a priori, nos cueste verlas.
Estoy en mi trabajo y quiero concentrarme en la redacción de un informe.
En la sala contigua hay una reunión y no se si es porque mis audífonos nuevos han puesto una suerte de altavoces de discoteca cada tres neuronas de mi cabeza o porque precisamente carezco de los resortes amables y profundamente perfectos, que de por si maneja el cerebro humano sano, para discernir aquellos sonidos que le interesan y silenciar los que no le interesan, el caso es que yo con esta nueva tecnología en mis orejas lo escucho todo sin hacer ningún tipo de selección en importancia y ahora mismo tengo sentadas a las personas de la reunión en mi cerebro, entre línea de la redacción de mi informe y el intento de seguir generando palabras en mi cabeza que hilen una suerte de texto con sentido.
Solución a la imperfección de la tecnología: apago mis audífonos. Silencio sepulcral.
La desventaja que ofrece la ayuda de los audífonos a las personas con pérdida de audición severa es, que los sonidos, a diferencia de las personas con los oídos sanos, a las cuales les entran las ondas de forma directa, es que nosotros no podemos identificar de dónde viene el sonido, si viene de arriba, de abajo, de al lado o de enfrente.
Tampoco podemos acostumbrar al cerebro a discernir los sonidos que son accesorios y por tanto silenciarlos, de los que son importantes.
De modo que mi primer día en el cine poco más y acabo pidiendo a gritos que me ataran las manos para que no me saliera una hostia instintiva y automática hacia el adolescente de al lado, el cual se compró una bolsa de esas metalizadas, de gusanitos o sucedáneo similar, en forma de tubo talla XXL que blandía cual ratón de la serie de los 80 llamada V, sobre el gaznate a cada pocos minutos y que encima le duró 1 hora entera sin terminar.
El crack, crack, crack de la bolsa al ser espolsada por el chaval para que cayeran sobre su boca los sucedáneos de gusanitos, se clavaban en cada esquina de mi cerebro y me impedían por completo entender ni una vocal de los actores de la peli.
En el pueblo, las caminatas no eran menos entretenidas, si quería subir el volumen para poder entender mejor las conversaciones de los que andaban a mi lado, el ruido de las piedrecitas del camino al ser pisadas, se colaban cual polvos peta zeta en mi perola y si conseguía entender la conversación entera podía ser que empezara a creer en los milagros.
El primer día de curro después de vacaciones, estacioné el vehículo donde acostumbro desde hace más de 10 años y de pronto, con el cielo azul sobre mi testa, me dio por empezar a mirar hacia arriba, escuchando un zumbido que a mi se me antojaba que venía a ser como el de un aire acondicionado en marcha, pero claro, de momento, así al aire libre, todavía no lo han montado en este planeta, así que al llegar a la puerta de mi curro me dio por preguntarle al compañero que estaba fumando un piti, si escuchaba un zumbido extraño, que se asemejaba al de un aire acondicionado.
El hombre, a lo vaquero del Oeste, achinando los ojos mientras pegaba una larga calada y azuzaba su oído para ver si me había vuelto más majareta de lo que recordaba o andaba yo escuchando algo nuevo y extraño, me soltó, «son los camiones de la autopista», que andan a muy poca distancia de nuestro patio de estacionamiento…joder, vaya mierda oído he tenido siempre.
Y así con un suma y sigue.
Acostumbrarme a un montón de sonidos nuevos accesorios, que mi cerebro no sabe silenciar, es un poco caca, pero compensa el hecho de que pueda escuchar las palabras altas y claras.
Así que no hay mal que por bien no venga.
Valenia Gil.

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