I
Entre las imágenes televisivas, repetidas y recortadas por una publicidad vacua y casi siempre pusilánime, observo el drama cruento que se desarrolla en Ucrania, esa República eslava que, dada su lejanía geográfica, nos resultaría inimaginable si no fuera por la historia que ahora allí se está desarrollando.
Millones de mujeres con sus hijos e hijas, huyendo de los territorios de la que hasta ahora habían considerado como su patria -no siempre acogedora, pero una patria al fin y al cabo-; lanzadas a unas penurias y un futuro impensable en el siglo XXI, por ser más propio de algunas de las calamidades conocidas en los siglos XIX y, sobre todo, en la mitad del siglo XX, y que ahora pensábamos que –o más bien soñábamos con que- serían irrepetibles. Sobre todo, cuando muchos y muchas supervivientes de la anterior tragedia aún continúan con vida para testificarla con su presencia y su memoria.
Son los ancianos y ancianas que en su niñez y adolescencia contemplaron cómo su patria también era invadida, sus casas destruidas, sus gentes masacradas o hechas prisioneras, en nombre de una ideología que les hacía sentirse superiores a la mayor parte de los seres humanos que pueblan nuestro planeta. Y ahora, transcurridas ocho décadas de aquellos acontecimientos que envolvieron de cadáveres una parte de Europa, vuelve a ocurrir lo mismo o parecido pero promovido por quienes se dicen descendientes de los salvadores de entonces y, por ello, combaten contra los restos aún vigentes de quienes entonces quisieron someterles a base del exterminio planificado.
Es lógico pensar que los mayores no entiendan nada de lo que está sucediendo y que gran parte de estas personas, sin fuerzas ya y en la última fase de su existencia, prefieran dejarse morir antes que abandonar lo que tanto les costó mantener. ¿Empezar de nuevo? ¿Dónde y para qué dentro de ese exilio continuo que la Historia ha convertido en circular a fuerza de agresiones?
Veo también a los menores procedentes de orfelinatos abandonados en su día por mayores incapaces de mantenerlos en hogares deshechos fundamentalmente por la incuria de sus progenitores, y que ahora se ven abocados a un nuevo y quizás definitivo abandono, debido a la inexistencia de suficientes estructuras estatales para actuar de una forma eficaz en momentos tan imprevistos como los que ahora se están viviendo; por no decir muriendo o, por lo menos, malviviendo.
Son millares los que se mantienen ajenos al fondo de lo que está ocurriendo por encima del subsuelo de los bunkers a los cuales acuden al reclamo de las sirenas de alarma, de las batallas en la superficie de los campos y en las trincheras, de las decisiones que se adoptan en los despachos de la potencia ahora enemiga, ayer hermana, que ordena su exterminio sistemático, indiscriminado y masivo, como antaño lo hicieran los nazis que ahora ellos aducen erradicar, mientras algunos calculan cómo poner a salvo los grandes beneficios obtenidos misteriosamente en los estertores de una sociedad con fines aparentemente igualitarios.
Y, hoy como ayer, el resto de las potencias que proclaman su respeto a la protección de los derechos humanos, contemplan esta masacre horrorizadas, pero no dispuestas a ceder algunas de las comodidades adquiridas en su disfrute del bienestar.
Las víctimas de todo este sinsentido que logren sobrevivir a un nuevo progrom ideológicamente encubierto y políticamente confundido en medio de la ceremonia cotidiana de las fakenews y de la insolidaridad manifiesta de quienes, como siempre, protegen a los poderosos en deterioro de los menesterosos; todos estos supervivientes, digo, habrán perdido en el camino la fe y la confianza en el ser humano. Tanto las personas mayores que apenas cuentan ya con fuerzas para poder defenderse, como los niños y niñas que no saben de qué ni de quiénes tienen que defenderse. Ni mucho menos de quienes dicen que vienen a defenderlos y que, en el mejor de los casos, acabarán siendo sus guardianes
José Ramón Saiz Viadero.
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