Era un juego de calle, mejor de plazuela, una de aquellas que describen mi infancia o de los jardines de la Cava, mientras hacíamos hora para entrar al cine de verano.
Una piedra -la malla- protegida por un guardián que debía de evitar que alguien la tocara o la levantara, mientras intentaba descubrir donde se escondía el resto de los participantes. Si lo descubría, intentaría llegar a «la malla» antes que éste para dejarlo fuera del juego. Es lo que debería hacer con cada uno, hasta acabar con todos, evitando así que uno de ellos, sin ser descubierto, llegará antes al lugar de la piedra. Si eso ocurría, el libertador debía recitar la retahíla: «alzo la malla por mí, por todos mis compañeros y por mí el primero».
En realidad, era un juego de escucha, observación e intuición por parte del «guardián» y de compañerismo y arrojo por la de los demás, pues la salvación de uno mismo traía aparejada la salvación de todos. Un juego que nos permitía ver la realidad desde los dos puntos de vista, dada su circularidad.
Hoy, cuando pienso en él, escuchando aquellas voces infantiles recitando la retahíla y haciendo una lectura interesada del mismo, extraigo otro aspecto más: comienza tú, sé tú el primero en dar ejemplo, en mostrar el camino a los demás, quizás sea ésta la mejor forma de liberarlos de las indeseadas ataduras con las que el sistema nos maniata.
Hoy creo que el monstruo que nos amenaza no es otro que el «individualismo», aquel que nos alimenta el miedo, el que nos hace parapetarnos en nuestro escondite, el que oxida nuestras articulaciones impidiéndonos dar el salto para «alzar la malla» por los otros y por mí, claro.
El individualismo inoculado nos hace miopes vitales. Nos parapetamos en nuestra comodidad, sin pensar que hay mucha gente a la intemperie, sin defensa contra «el ojo del guardián», que esta sequía, provocada artificialmente, lo primero que nos reseca es la conciencia. Hasta cuándo, me pregunto, qué tendrá que ocurrir para que demos el salto, para que levantemos la malla en nuestro nombre y en el de todos, para que nuestro ¡basta! sea el grito, la voz de la esperanza para las personas que aún no han empezado a jugar.
Nos mienten interesadamente, no aceptemos la mentira como verdad. La vida es un juego colectivo, un «alzo la malla» inacabable por todos, el individualismo nos encarcela, recorta hasta el infinito nuestro hábitat. ¿Lo vamos a consentir o volvemos a la plazuela, al jardín, a la calle, al espacio público para ser niñas y niños, para ser nosotras, para ser todas?
Juan Jurado.
Que relato más entrañable, he pensado como se movilizó la juventud cuando el chapapote, y como se han comportado ahora cuando el volcán , subiendo los alquileres y aprovechando la desgracia ajena.
En un puñado de años se ha ido construyendo este sentimiento consumista, egoísta y que hemos aceptado a base de creernos mejores.
Por desaprender todo esto.
Gracias