Antes de tiempo.

Hace diez años estuve a punto de morir ahogada. En ningún sentido metafórica o poéticamente; literal.
En un curso de verano muy interesante y nutricio de trabajo personal nos propusieron pasar una jornada de playa. Veinte personas rebosantes de vida y ganas, una jaima gigante y mucha percusión.
Y olas, olas turbulentas de las que una, ahora ya, sabe bien que es mejor observar que desafiar.
En un momento de exaltación de la intensidad y la amistad algunos hombres propusieron lanzarse al mar y bañarse sin aparente temor. Yo acepté el reto testosterónico y demostrativo frente a nosotras las féminas y me lancé con ellos. Sabía nadar bien, no era la mujer del Mar Menor en la que me convertiría la experiencia culmen.
Iba viendo, al cabo de un rato de batalla marítima, cómo todos ellos braceaban de vuelta con dificultad y trataban de alcanzar la orilla, entraban en la tienda de campaña ensordecedora de música africana y desaparecían de la vista mientras yo dudaba si pedir ayuda a gritos o luchar por mí misma.
Opté, avergonzada, por la segunda alternativa cuando una ola inesperada me llevó al fondo, dando volteretas desubicada y sin norte.
Estaba muy lejos de la orilla, adentro y al fondo, y supe al abrir los ojos, con la mirada salada y acuosa, que no llegaría. El corazón bombeaba a tal ritmo que dolía el pecho, inventé estrategias de un segundo infinito y pensé que era el final. Un final vivo, algo épico y tántrico, puro fluir.
Fluir de pánico.
Ante la situación y la imposibilidad de salida, estiré mi cuerpo todo lo que pude y me dejé ir hacia la nada mirando con pupilas borrosas hacia un punto luminoso que atisbaba en la superficie.
No luché, no me rebelé a lo inevitable, no maldije, no batallé ni lamenté mi suerte.
Solo me dejé estar.
Debí perder la conciencia y las olas me devolvieron a la playa de donde me rescató una compañera que había salido a pasear. Llena de heridas, arañada, magullada y en shock por seguir viva.
Estuve seis meses sin poder hablar de ello.
Hoy sé que no puedo seguir los caminos de la intensidad ajena, de los desafíos de otros, de los ritmos o fuerzas de quien no soy yo.
Hoy sé que mi cuerpo menudo necesita escucha y observación para desentrañar en qué aventuras puede incluirse y en cuáles no es el momento o puede ser participante.
Hoy sé que pedir ayuda a gritos cuando anda la vida en el alambre es de valientes, que quedarme en la orilla a tan solo observar los retos de los hombres no me hace menos fuerte ni capaz.
Hoy sé que mi autoprotección y autopreservación es estandarte y mi guía.
Hoy sé que no soy menos por no demostrarle a ellos que puedo igual y lo mismo.
También sé que ir lento, despacio y saboreando los momentos y placeres, las vivencias, es mi ritmo genuino y no lo puedo forzar.
Hoy sé que por no calibrar los impulsos ajenos y seguirlos, por tener la aprobación masculina de un «vaya mujer valerosa» y por no pararme a valorar con calma los peligros del oleaje, estuve a punto de morir ahogada y no más aquí donde me encuentro.
Por eso cada vez que vivo algo similar, una situación con la que mis carnes y mis centros se activan sin yo provocarlo, una de esas de voy a morir por un impulso propio o seguir uno de otro, ya lo sé y lo reconozco.
Y me digo suave y contundente:
-Tú despacio, María.
Despacio que te ahogas.
Y no quieres morirte ahora. Ya no.
Buen día, otro día.
Lento y suave.
María Sabroso
Sobre María Sabroso 128 artículos
Sexologa, psicoterapeuta Terapeuta en Esapacio Karezza. Escritora

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