Baby Hope

La historia es tristísima, pero hermosa a su extraña manera.
Una calurosa mañana del verano de 1991 dos obreros que trabajaban en una carretera cerca de Nueva York, se adentraron en el bosque cercano. Un hedor insoportable les hizo reparar en una nevera portátil que alguien había abandonado junto a dos árboles. Siempre me pregunto qué lleva a alguien a acercarse a la muerte cuando podría no hacerlo. Yo hubiera salido corriendo al notar el olor inconfundible a cadáver, pero el caso es que aquellos hombres prefirieron acercarse por pura curiosidad. Incluso abrieron la nevera y fue entonces cuando encontraron, cubierta con latas vacías de cocacola, una bolsa de basura que contenía un cuerpo.
Pequeño, claro, porque cabía en un lugar tan reducido. Doblado sobre sí mismo, atado con cuerdas.
Allí estaba, una niña tan diminuta como para caber en la nevera que una familia llevaría de picnic, llena de refrescos y cerveza bien fría.
La policía de Nueva York intervino. Varios detectives decidieron buscar al asesino como si se tratara de un asunto personal. La niña había sido violada y torturada antes de que la asesinaran, así que esos hombres se tomaron el asunto muy en serio, porque tenían hijos e hijas así de pequeños, tan indefensos como la criatura que apareció abandonada en la nevera blanca y azul. Buscaron y buscaron, por si alguien había denunciado la desaparición de una menor. Nada. Sabían poco de ella, en realidad. Que estaba desnuda y tenía el pelo largo, porque aún llevaba un coletero adornado con bolitas amarillas enredado entre los mechones que le quedaban. Necesitaban datos más precisos y le encargaron a un antropólogo forense que dibujara el rostro de la chiquilla a partir de su calaverita. Supieron así que lera de origen hispano. En aquel retrato hipotético pudieron apreciar la expresión tímida y pensativa de sus ojos de cervatillo, mirar sus labios carnosos, el cabello espeso y muy negro que tenía cuando estaba viva. Luego decidieron ponerle un nombre. Cambiaron el «Jane does» de su expediente por otro que la acercara todavía más a ellos. La bautizaron como «Baby Hope». Pequeña Esperanza.
Publicaron el retrato en periódicos como The New York Post. Siguieron buscando durante años, atendieron todas las llamadas, rastrearon todas las pistas que aparecían aquí y allí sobre el caso. Llegaron a interceptar las fotos de un adulto abusando de una niñita hispana en una tienda de revelado y así capturaron al pederasta, que resultó ser el abuelo de la chiquilla que aparecía en las imágenes. Pero nunca supieron nada nuevo de Baby Hope, nada que no fuera que una mujer aseguraba haber visto desde su coche a una pareja cargando una nevera junto al arcén de una carretera. No tenían más datos que ese: dos adultos, la nevera, la misma carretera.
Entonces, cuando el caso se enfrió definitivamente, los detectives pagaron de su bolsillo el entierro de la niña por la que nadie preguntaba. Uno de ellos donó el vestido de comunión de su hija y lo colocaron sobre el esqueleto de Baby Hope. Hicieron una colecta y pagaron la lápida en el que se grabó el nombre que le habían dado, la fecha en la que encontraron su cuerpo y una frase.
Porque nos importa.
Cientos de ciudadanos que leyeron la noticia de aquel crimen espantoso y la iniciativa de los policías asistieron al funeral, acompañaron al pequeño ataúd blanco al cementerio y le pusieron flores. Los oficiales, vestidos con su uniforme, cargaban el féretro de muñeca.
Tuvieron que pasar más de veinte años para que una mujer escuchara en una lavandería, hay que ver qué neoyorquino es todo, la conversación que una muchacha mexicana mantenía con una amiga mientras hacían la colada. Hablaba de una hermana suya a la que no había conocido, porque cuando llegó de su país a Estados Unidos la niña había desaparecido misteriosamente. La policía averiguó los datos de la joven en la lavandería y fueron a su casa, con el retrato de Baby Hope en la mano. Llamaron al timbre y el detective Tony Imperato pensó que iba a desmayarse.
Allí, al otro lado de la puerta, estaba el espectro de la pobre Baby Hope, solo que con unos años más.
Al final se descubrió la verdad, que es tremenda. El padre de Baby Hope se la llevó por pura venganza al separarse de su madre. Fueron a casa de su amante, una mujer llamada Balbina, que era la esposa de su propio hermano. La madre al enterarse de su paradero acudió cien veces a reclamar a su hija a aquel piso del Bronx, pero todo fue en vano. No podía recurrir a la policía porque era inmigrante ilegal y se resignó a dejar pasar el tiempo, a esperar a que fuera su hija quien la buscara cuando creciera.
Los detectives supieron entonces que la diminuta Hope tenía cuatro años cuando su madre le perdió la pista. Conocieron también su verdadero nombre.
Anjélica.
Detuvieron al culpable, que resultó ser el otro hombre adulto que vivía en la misma casucha que el padre de Angélica y su nueva esposa. Era el hermano de Balbina, que confesó que los dos solían atar a la niña a la pata de la mesa de la cocina para que no abriera la nevera y comiera, por pura diversión. Y era cierto; el cadáver de Anjélica mostraba síntomas de desnutrición, además de golpes y rastros de una agresión sexual. El hombre la había violado una noche y la asfixió con la almohada. Su hermana le ayudó a meterla en la nevera y a cargarla hasta el lugar donde la habían dejado, más de veinte años atrás. Balbina había muerto ya, pero al asesino confeso lo metieron entre rejas en 2013.
Y fue entonces cuando los detectives que habían tratado ese cuerpecito humillado con la dignidad que merecía, esos que ya peinaban canas y habían visto graduarse en la universidad a sus hijos, de la misma edad que Anjélica, mandaron que se grabara su verdadero nombre y su fecha de nacimiento en la lápida de Baby Hope, porque nunca perdieron la esperanza de hacerle justicia y nunca ni un solo día, dejó de importarles.

Patricia Esteban Erlés.

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