Crónica de un día ventoso

Los finales de invierno suelen ser aguerridos, como si la invernada quisiera dejar constancia que sigue con fuerza. Viejo y casi finiquitado pero con ganas de turbamulta así se despide este enero entre borrascas con nombre propio. El día se levantó con ventisca bien fuerte. Estaba anunciado, con las consiguientes exageraciones -que algunas desgraciadas veces se cumplen-  esta vez iban  en serio, poniendo nombre a lo que antes llamábamos “hace un tiempo malo del carajo ” .

De camino a mi cita,  el coche temblaba por la autovía y no de velocidad. El viento rugía con ganas si  bajaba ligeramente  las ventanillas trasteaba el pelo y hasta el contorno facial.

Al bajar del coche,  volteándose la puerta hasta que  a poco beso el empedrado con algo más que el morrito. No localizo la casa y eso que tenía el número delante, pero no podía ser. Una se imagina los hechos, se los conforma en la cabeza tal como la corta entelequia de lo común lo concibe. No fue el caso. Llamé por teléfono pidiendo socorro. Me indicó la voz amiga que sí, que era donde la portalada, justo la de piedra. «Sí, la grande, espera que te abro».

 

Franqueé el portón a trompicones temiendo sobrevolar el templete que se adivinaba en la corrala, inmensa corrala en la que seguro chiscaron los caballos pifiando ante la vara de avellano que blandía el amo. Corrala que debió ver tiempo atrás carruaje, o carro de mulas o buey, también festejos de guardar donde corría el vino y en buen yantar y quizá alguna vez se vistió de gala por el señorío de los ocupantes de la solariega, o boda de tronío.

Luego me contaron que la casa databa del siglo XVI, arreglándose en el XIX , que cayó una bomba que casi la tronza en 1937 ,  que cuidarla y restituirla hasta hacerla habitable era cuestión de paciencia, de mucho trabajo y de años. Cruzo la corrala apabullada e imaginando que sueño o algo me pasa porque me había citado en una casa. No en un palacete montañés con siglos de historia.

Las escalera que ascienden a la primera planta crujen con el quejido de los años, la madera que viste los suelos puede tener tres siglos y se queja. Son listones marrón carmelita que alargan las sombras y dibujan a cada poco nudos enrevesados que merecen el regocijo de recordar la nobleza del árbol que se hizo añicos para formarlas.

En las paredes cuelgan fotos magníficas a modo de exposición. Mientras subo, controlando algún traspiés de puro anonadada,  miro todo de reojo con hambre de más.

 

Llegamos a la planta principal y al momento ya me siento sumergida en otro siglo, en otra vida, quizá dentro de una escena perediana que relate los males del señor del valle, o de la ingenua montañesa que sube al monte a pastorear. O una alta dama, circunspecta y recatada que viste luto eterno y acalda sabanas de hilo bien bordadas en un aparador.

 

«Achanta, María», me reflexiono, «que se te pira la olla en cuanto el decorado es sugerente». Mal de novelera, que dijéramos. Un mar de color en el estudio de la artista, sí, artista -la anfitriona que se llama Marisa- porque en los cuadros que trotean las paredes, el suelo, el caballete, cualquier rincón de la alcoba que atrapa el poco sol que sale en ese momento, como digo, en los cuadros hay vida, hay luz, hay movimiento y miradas que vibran atrapando la vida. Miro de soslayo y pienso en volver cuando tome confianza para verlos de nuevo. Una cara pausada, casi durmiente con rasgos picasianos me llama desde una contraventana. Uf, ya me he enamorado, me digo.  Paso por alcobas, recovecos estancos y otros que se abren a un salón que parece abrazar las visitas que vamos llegando a la estancia. Sabían vivir los antiguos, me pienso. Un cálido aroma a hogar, a vida reconcentrada en donde las ventanas son venturosas acuarelas que muestran el exterior por las que asoman verdes, opacados por este día nubloso que vende caro los mínimos solares que nos regala.  Y plantas, muchas plantas…Tomás dice que demasiadas, Marisa sonríe parca en palabras. Ambos, compañeros de vida, parecen apaisados, aquilatados con esta casa que embruja, pero no intimida porque es grande y ampulosa pero no agrede ni mucho menos  acogiendo como  útero grandioso donde se está a cubierto de desfachateces o maldades.

 

Tomás nos apremia para conocer el bunker. Esta historia comienza cuando yo en una conferencia impartida en el centro cultural de Gajano, hablo de un campo de concentración y de un aeródromo. Investigo más, publico el artículo, conozco muchas cosas que me alimentarán más historias que contar y Marisa, antes de Navidad, me llama para hacer la invitación de hoy. Yo no sabía a dónde venía ni qué vería…Me lo habían simplificado tanto que no imaginaba… «Gente escueta, mesurada, la de mi tierra», me digo. Me deja perpleja porque yo tiendo a la explosión, al globo adjetival y expansivo. No es el caso. Salimos de nuevo y nos recibe la ventolera de antes, vamos en grupo, nos tendemos la mano para que no se nos lleve y nos deposite en la Peña Cabarga que sigue indemne y seriosa contemplando el vaivén de una población arriscada.

Bajamos agachadas al bunker. Se mastica la humedad.

-Cuidado con la viga de hierro, está baja y golpea de firme- avisa el anfitrión.

Tenemos cuidado.

Encogidos por el tortuoso senderillo llegamos a la cueva que está perfectamente ensamblada de techumbre y paredes hormigonadas de firme. A la derecha se van formando las estalactitas y estalagmitas…con la lentitud del tiempo que gotea y conforma hileras de un blanco inmaculado. Respiramos el aire que decenas de años antes, los uniformados, con el águila en la pechera y las alas en la parte izquierda de una guerrera alemana, aspiraron quizá entre rutinas y preguntas. Eran los héroes que soltaban bombas en el frente de Oviedo,  como meses antes las soltaron en nuestro Barrio Obrero, o en Bilbao, o en Guernika… Estuvieron encerrados en ese bunker, escuchando saltar la tierra y temiendo que las “moscas” republicanas hicieran blanco en los trimotores que, quietos entre bombardeo  y bombardeo, reposaban en el hangar cercano. Hablarían bajito para no despertar sonidos fuera. Usarían su idioma bonito pero con atisbos de ladrido a poco que se ufanen.  Entre ellos no había españoles. Los presos nativos, sabe dios donde andarían. Es posible que a cubierto en cualquier sitio porque ya es sabido que en los campos de concentración, los derrotados son material desechable. Los adustos alemanes construyeron el bunker para ser refugio exclusivo de los  legionarios de la Cóndor  no para la morralla española.

Si callamos puedo escuchar el zumbido de los pequeños “moscas” republicanos acercándose  para dejar  el lastre de unas tímidas bombas que apenas horadan la tierra, como si la salpicaran un poco, haciendo  saltar tan solo la hierba. Poco más. Les escucho decirse, que no son como las suyas, que ellos van en serio entrenándose para el Tercer Reich. Deutsche fertigung* se dirán entre risas.  A la República Española las armas le llegaron a goteo y bien pagadas porque el padrecito Stalin no regalaba más que arengas, censuras y la disciplina de los soviets, el resto lo cobró. Que ya es mucho, entiendo, comparado con la cara torcida y el no querer saber nada de las democracias amigas.

 

Siento gotear el agua encerrada en el bunker e imagino a los hombres sudando, despidiendo vaho por unos cuerpos bien alimentados entre hambrientos y el muladar en que se ha convertido un frente derrotado, donde  la venganza, la saña y la crueldad humana campan a discreción.

Me han contado que los presos del campo de Pontejos no se creían su suerte, por comparación. Podían volver a casa cada noche al acabar una jornada infame. Han comido, incluso arrebatan a su hambre un chusco de pan para los de casa que lo esperan con ansia. Los alemanes les tratan con decoro, me cuentan. Por un momento, me pregunto por qué no escaparon. Sonrío, diciéndome que soy absurda ¿escapar? ¿a dónde? Acaso no sé qué la España de postguerra era una cárcel al completo. En la tierra conquistada por el caudillaje nazi fascista no había escapatoria posible…Ni hacían falta barrotes porque el miedo cercenaba y apretaba la soga bien fuerte.  Respiro la humedad. Saco fotos, contemplo el bunker que ha guardado el secreto de las veleidades bien disimuladas por el franquismo, de las amistades nazis del padre protector y guardián de Occidente, del vigía del Pardo, del creador de una monarquía que

-nos cuentan- nos salvó de la dictadura y trajo la democracia. Ayer mismo, su sucesor y señora, han puesto velita en Auschwitz con  faz compungida. En España no. En los campos masacrados, en las plazas de toros donde miles de hombres se comprimían o eran ametrallados como en la de Badajoz, no, en esos no se ponen velas porque hay que olvidar. En las cunetas, en los campos de concentración, en las cárceles, penales infrahumanos o en los paredones de los cementerios donde se descargaban cadáveres a fusilazos, ahí no se malgastan velitas. Hay que olvidar, nos dicen.

A la vuelta, me cuenta una compañera que fusilaron a su abuelo. En el cementerio de Valdecilla. Poco antes de que sonara la descarga lanzó una patada a uno de los tiradores. Le debió de romper los huevos -literal- porque jamás se repuso y murió poco después de recibir la tarascada de Claudio, así se llamaba el fusilado. Brindo mentalmente por ese abuelo. A finales de los años noventa, la familia de Claudio. La nieta, contenida a ratos, me cuenta que  quiso poner una lápida con el nombre de los fusilados en el paredón del viejo cementerio. Tomaron tiempo para encontrarlos a todos, algunas familias no quisieron escuchar, otras dieron portazo a la Memoria. Siete se reconocieron en la contienda y quisieron estar. Pensaron colocar la lápida en un rinconcito donde se supone están los cuerpos.  Los del panteón de al lado no lo consintieron: «rojos a nuestro lado ¿Dónde se ha visto? ni por asomo«. Ellos, la familia de los  proscritos tenían autorización verbal del párroco. Los del panteón denunciaron porque no querían vecinos impropios. Ni aunque estuvieran muertos. Ni aunque fueran despojos de una guerra infame. No querían. El cura, en la vista del juzgado,  negó que diera permiso (imagino que al día siguiente confesaría el pecado para comulgar) y perdieron el juicio. Fuera, a poner la lápida fuera de sagrado, les dijeron. Lo hicieron. Poco después se murió un derechón del pueblo…¿cómo va a pasar el cadáver de nuestro padre delante de una lápida de la escoria roja? se dijo la familia.  A quitarlo. Segunda vez. La tercera, fuera de la entrada del camposanto, en la esquina derecha del muro se colocó el discreto recuerdo de la discordia. Ahí sigue. Cada poco hay que reponerla porque la vandalizan. Vecinos. Descienden de quienes una madrugada  llevó hasta allí a unos hombres, los hicieron cavar una fosa, introducirse en ella y disparar. «Para ahorrar tiempo», debieron decir, «así no cargamos con los fardos rojos». Salvo que Claudio lanzó el puntapié y acertó. Vuelvo a brindar por Claudio que a pesar del tiro, debió de morir riéndose de los gritos del verdugo azul que perdió los güevos al fusilar.

El rencor es nuestro, nos dicen. Que perdimos la guerra, nos exultan. Que no recordemos, nos increpan. Que callemos la boca. Ni un minuto más, juramentamos en el bunker.

Salimos, parece que hay menos viento. La corrala nos vuelve a acoger con cierta complacencia. Tornamos al hogar, mientras hago fotos, el resto prepara el picoteo.

Que lejos sentimos el mundo en el remando de Pontejos, pienso, cuando nos sirven el aperitivo (más, mucho más que aperitivo, comida y de la buena) regado con un vino que no tomo

-Tengo que conducir, ponme una sin alcohol, no me cojan los verdes y me hagan soplar-digo recatada.

-Mujer de aquí hasta que marches…

No, el alcohol me embadurna los sentidos dejándolos amodorrados y yo quiero andar bien despejada. Quiero pasar este día escuchando y contando muchas cosas que sabemos. Quiero compartir vivencias, experiencias.

Comentamos que el mundo va mal, que no nos gustan las fronteras, ni los muros, que la vieja Europa envejece  perniquebrada y aún así sigue siendo un oasis para los privilegiados/as que vivimos en ella. Que expoliamos, asesinamos, colonizamos y ahora expulsamos a los que dejamos desnudos al albur de las incidencias de nuestro paso por su territorio.

Hablamos de mucho. Hablé más, ya saben que la fuerza se me va por la boca (imaginen si hubiera tomado vino) Quedamos en que tiene que haber más regocijos como este.

Horas después nos despedimos como se hace en familia. Me acompañan hasta la puerta. Antes, Marisa, la artista, me regala la pintura que me ha fascinado/enamorado desde que la vi. Tomás viene con un paquetuco.

-¿Te gusta la mermelada?

-Claro, soy golosa.

-Pues esta es casera. De naranja agria, nos la mandan desde Almería y alguna es de  nuestra finca. Te gustará.

Cruzo la portalada, me acompañan hasta el coche. Contemplo la figura imponente de la Peña Cabarga que sigue enfrente tal como la dejamos. La Peña, signo y comparsa de toda nuestra historia, la que me recibe al levantarme cada mañana, la que horadaron  huestes romanas, la que Gerardo Diego detestó cuando le colocaron el horrendo Pirulí y me digo que la tierra permanecerá. Nosotras, no sé, pero la Peña es inmutable.

Abrazo a esa pareja dichosa. Me dicen adiós y que vuelva.

Volveré a no dudar. A la casa. Al bunker. A contar y a sembrar esperanzas.

María Toca Cañedo©

*Traducción: Fabricación alemana

Sobre Maria Toca 1725 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

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