Te levantas con la comezón de las ideas bullendo dentro del estómago, o del vientre, porque es ahí donde las sientes. En la cabeza está lo urgente, a la sazón: desayunar, limpiar un poco la casa, dar una larga caminata porque hace días te propusiste expulsar esa protuberancia que se agolpa en la cintura, ganada a pulso de teclado y silla durante tantas horas desgranando historias que pocos leen y nadie paga. Al menos, no engordar, dijiste, al desperezarte. Que no me cueste kilos este vicio indecente que me acosa. Por tanto, hecha la cama, adecentado el cuarto, habiendo desayunado, duchado y vestido, tomas mochila y apeos de camino y te lanzas a la erradicación de los centímetros invasores. Eso llevas en la cabeza. En el estómago va lo otro.
Va el aleteo de la historia que camina en recta final hacia el despeñe que nunca sabes hacia donde y cuando, porque así son tus historias. Se hacen solas, utilizan tu mano como escribana ciega y se construyen a golpe de momento, de intuición ciega. Aquí sale un personaje nuevo, aquí otro perece ¡Hala! una se enamora, o coge tirria al otro. Comen o corren en pos de algo indefinido que puede ser mera supervivencia o los más privilegiados, la felicidad. No te gustan los personajes felices, lo dices y es verdad. No dan juego, repites. Ni los buenos.
Lo tuyo, son más bien gente aristada, poliédrica, que tú te crees humana, y pueden ser pastiche. Nunca lo sabes, porque al personaje, o la mismísima historia la termina siempre el lector, creyéndola, sintiéndola como suya o destruyéndola con su indiferencia mientras la coloca en el anaquel del olvido. Ese es el que subraya y pone punto final a tus relatos, a todas las historias. Por eso te afanas poco en buscar entresijos de la historia. Sabes que llegan sin pensar. Tan solo tu estomago se revuelve porque en él están anudadas, como una tenia imprecisa, el universo complejo de ese mundo que crees tuyo y es de todos.
Y hoy lo notas. Hay un reburbuje como de bebida gaseosa dentro de las tripas, que notaste ya anoche. Un día libre. Entero. En silencio, sin que nadie perturbe ni organice tus horas. Un día completo por delante, festivo, pero poco, porque solo es fiesta en la ciudad y todo el mundo está atento a su vida. En esta vida procelosa que llevas, eso es un lujo infranqueable. Un día donde poder estar contigo misma y con tus seres, esos que crecen entre el linóleo de tu casa, que se enhebran en tus sábanas y aletean por el espacio donde habitas.
Sabes que al llegar de tu paseo, comerás, luego, un ligero descanso te dejará en disposición de soltar las amarras de ese burbujeo estomacal y trascribirás, tal que ahora, todo lo que llega a tus dedos. Casi sin más intervención que esos apéndices que duelen de tanto darle a la tecla y las burbujas de espeleología que surgen en las tripas.
Ahí tienes la historia. Repasas lo escrito hasta ahora, incluso te sorprendes, porque ni recuerdas que a una le atropelló un coche, que la otra tiene necesidad, que el otro vive del engaño y la mentira y que por encima van los poderosos, esos que te apasionan porque en ellos descalzas todos los malos humos que constatas en la vida diaria. ¡Te gustan mucho los pérfidos, los malos, los mezquinos, los cobardes y hasta los perdedores! Que dan poco juego los buenos o los felices, repites, y vas trenzando tu mosaico de monstruos conforme la página se llena. Disculpa, quise decir, que se van descubriendo, que salen y te invaden, como buenos amigos, mientras tú, solo les prestas esos dedos artríticos y la pantalla.
Por eso hoy eres más feliz que nunca. Tienes un día ante ti, sabes que escribirás durante horas, en el silencio mechado del ruido interior, donde conversan todos, quitándose la palabra, pisándose la escena, haciendo cabriolas por salir. Hoy sabes que la felicidad domará a cualquier pena, que no habrá dolor que domeñe el vicio de escribir.
Por eso, y por más, caminas con fiereza para expulsar los centímetros que llevas, como mochila ciega, en torno a tu cintura. Hay prisa por volver. Ellos están llamando, a ver si no te encuentran y se van a otra casa.
María Toca
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