Thann, un pueblo de Alsacia, situado a unos pocos kilómetros al sur de Colmar.
En una escuela de Primaria. La clase de la Señorita Müller-Aschenbroich está en plena ebullición. Cada cual, con su hoja de papel y su caja de lápices de colores, pinta, a quien mejor, a San Nicolás que está a punto de llegar. Con tiempo, él avisó por carta que iba a hacer una visita a los chicos de Preescolar de la escuela “les mésanges”, el día 5 de diciembre, víspera de su santo, a eso de las 4 de la tarde, un poco antes de que toque la campana. Con la mirada fija en el modelo que les dibujó la maestra en el encerrado negro, todos colorean, con esmero, la capa roja y dorada del santo, luego la mitra y la cruz, y por fin el báculo de obispo. Concentrados, intentan seguir bien que mal las directrices de la señorita que les repite mil y una veces “!Ojo con no salirse de la raya! Dejen en blanco vestido y guantes. Y no se olviden pintar la mula y los dos cestos repletos de sorpresas”. Todos se afanan, y yo, la primera.
Lo recuerdo todo como si fuese ayer. No parece que han transcurrido tantos años desde entonces.
¡Qué emoción cuando vimos a San Nicolás atravesar nuestro patio, con paso cansino pero decidido! Es todo un señor, fuerte, grande, altísimo, con una hermosa barba blanca como la de mi tío abuelo Andrés. Al borriquito le da una palmadita en el lomo para agradecerle su trabajo. Saca de su bolsillo una zanahoria hermosa y se la da de premio. Luego lo ata a la verja del colegio antes de descargar las dos cestas que pesan una arroba. Aunque muy mayor, a él no le fallan ni le faltan las fuerzas.
Desde la tarima de la Señorita Müller-Aschenbroich, nos explica con todos los detalles de donde viene y a donde va para agasajar a los niños buenos. En cada pupitre, deja naranjas, mandarinas, speculaas, pepernoten y schwowebredele. Tampoco pueden faltar, como no, nuestros maneles, esos brioches suculentos con forma de muñecos, como los que pintamos en preescolar, con dos piernas, dos brazos, una cabecita bien redondita, y, en guisa de ojos, dos pepitas de chocolate o dos uvas pasas. La clase, de repente, ya no huele a niño, tinta y tiza sino a cítricos, canela, especias, a miel, cardamomo, hinojo, anís, nuez moscada y clavo. Es la gran fiesta de olores mezclados tan exóticos que nos transporta a los mercados coloreados de los países orientales de las mil y una noches o de Aladín que nuestra señorita nos lee, cada viernes, cuando nos portamos bien.
Afuera cae la noche y arrecian los copos de nieve que terminan por cubrir todo el patio cuyos columpios y toboganes se parecen a fantasmas.
Vuelvo a casa encantada, como pisando una nube porque vi con mis ojos, con mis ojos, a San Nicolás. Esta tarde, en cuanto llegué, contaré todos los pormenores de
esta fabulosa aventura a mis dos hermanos. De repente, un estruendo atronador de cadenas, campanas me sacan de mi ensoñación. A lo lejos, se perfila la silueta inquietante de un jinete que va a todo galope por las calles de Thann. A medida que se va acercando, distingo su barba negra desaliñada, su cara también negrísima cubierta de hollín. Lleva unas botas gigantescas y en la mano derecha, agita un látigo de siete colas. De sus hombros cuelga un saco enorme. Su ropón negro y todo él desprenden un olor fétido. Se me pone la piel de gallina al reconocer en un abrir y cerrar de ojos al malvado Hans Trapp que castiga sin piedad a los niños traviesos y desobedientes. A veces incluso, nos explicó un día la señorita Muller-Aschenbroich, no duda en llevarse a algunos consigo.
Al pasar, casi me tira al suelo. Me agacho. Cierro los ojos. No respiro. Me quedo inmóvil, petrificada, como enraizada en el asfalto. Me envuelven el silencio y la soledad. El tiempo ya no fluye, se ha parado. Los minutos se hacen eternos. Silencio.
Hans Trapp pasa de largo y se va hacia otros horizontes. ¿No me ha visto? No me lo puedo creer.
Nunca olvidé y nunca olvidaré aquella tarde del 5 de diciembre, en Thann.
Aquí me tienen contándoselo como si hubiese ocurrido ahora.
Me digo para mis adentros – con mi experiencia de chiquilla a las espaldas, y mi reflexión de adulto – que, en estas fechas navideñas, muchos niños y niñas siguen viviendo y seguirán viviendo en su propia carne esta dualidad mítica entre ensueño mágico y pesadilla angustiante, entre ancianito bonachón y coco, entre recompensa o castigo, entre obsequio o carbón.
Dominique Gaviard
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