Hosteleros

Dedicado a ese simpático empresario hostelero que tiene que dejar de dar cenas porque los empleados de ahora prefieren la paguita a trabajar.

En estos tiempos de conflicto hostelero recuerdo el día en que me libré de ese mundo hostil que me permitió pagar las facturas más de diez años pero que me hacía insoportablemente desgraciada. Algunos en el curro me llamaban “la empollona” porque había ido a la universidad y no salía de copas cuando acababa el día. “Para lo que te ha servido el título, mira, aquí estás, con nosotros«, se choteó una vez uno de los jefes, muy encorbatado y con sus ojillos de topo riéndose detrás de las gafas. Seguramente le consolaba saber que estaba a salvo en aquel trabajo y que no valía la pena hacer nada más, mirar en otra dirección, apostar por una vida distinta.
En ese lugar aprendí a comportarme de una forma que luego me ha servido mucho. Asenté mi individualidad, acogía las burlas encogiéndome de hombros mentalmente. Guardaba las propinas, que me ayudaban a pasar el mes sin aprietos, decía educadamente «buenas noches» y me iba a mi casa en el primer taxi que pasaba por la puerta, porque al día siguiente tocaba madrugar. En ese antro aprendí a ser yo y mis circunstancias. Gracias por ello, a todos los que me enseñaron a no rendirme por pura cabezonería, por ese optimismo que tantas veces me lleva a creer en lo casi imposible con una fe de majareta.
Valió la pena. Me concedieron una beca maravillosa que me permitió abandonar la caverna, ese inframundo en el que pasé una década y pico para subsistir. El día en que se hizo oficial la concesión faltaba una semana para que me renovaran o me despidieran. Le pedí pasar al despacho y levantó las cejas, muy sorprendido. «¿Que te vas a estudiar más, a tus años? Pero si íbamos a renovarte tres meses». No le cabía en la cabeza aquello, que una trabajadora decidiera que dejaba su puesto, igual que a mí me resultaba imposible entender por qué es tan difícil creer que siempre existen alternativas, puertas que nos esperan, entreabiertas. Conecté el hilo musical en mi cabeza mientras se mostraba ofendido, molesto porque le parecía que era un poco desconsiderado que no hubiera avisado antes. Pero a mí, sencillamente, todo aquello ya me importaba un bledo. Se habían acabado las horas extras sin cobrar y las vacaciones que te quitaban bajo amenaza de despido. Los insultos de los ludópatas, los comentarios machistas o el jueguecito de ese otro jefe que te tiraba del sujetador al pasar o te metía la nariz en el cuello para olerte mejor.
La última noche de domingo tiré los merceditas con tacón a la papelera del vestuario y eso fue todo.
El primer viernes en que no me tocó trabajar me premié con la tarde libre, di un paseo largo, me senté a tomar un café en el centro y leí un rato. Levantaba la vista, satisfecha, porque no tenía que correr para llegar a mi turno, porque no me esperaban doce horas de estrés, porque no saldría molida a las cuatro de la mañana, soñando con mi cama. De alguna forma me sentía ya otra persona, alguien que acababa de finiquitar una era. A veces, todavía hoy, sueño que de pronto me avisan por teléfono de que hubo un error y no llegué a aprobar una asignatura de la carrera. Y dentro de esa pesadilla tiemblo porque pienso que me tocará volver a la caverna, a tratar con la desesperanza y la derrota, a dar vuelta, como un ratoncito más, en aquella rueda infernal de la que escapé, tan campante, sabiendo que estaba haciendo justamente lo único que debía hacer.er

(Pintada de Banksy, 2017)

Patricia Esteban Erles

Sé el primero en comentar

Deja un comentario