El argumento principal de la nueva temporada de la serie danesa Borgen, la cual tiene como protagonista a la política Birgitte Nyborg como ministra de exteriores en un gobierno de coalición en el que su partido, minoritario, mantiene una férrea postura ecologista, nos plantea una cuestión sumamente interesante acerca de los límites y contradicciones de la política ambiental. Se ha descubierto petróleo en Groenlandia, territorio autónomo
dentro del Reino de Dinamarca y al que se le reconoce el derecho a la autodeterminación en el caso de que sus ciudadanos estuvieran dispuestos a asumir una hipotética independencia. Parece ser que ese momento ha llegado
con el oro negro que facilitaría una independencia al más genuino estilo de una monarquía del Golfo Pérsico. Sin embargo, la ministra Nyborg se resiste a permitir la explotación de ese tesoro negro bajo la superficie groenlandesa con el pretexto de que su gobierno está en contra de la explotación de la industria de combustibles fósiles por contaminante y a favor de la transición ecológica.
Como resulta que Groenlandia todavía está bajo soberanía danesa, el encontronazo entre los dirigentes autónomos groenlandeses y la ministra Nyborg no tarda en llegar. Ella argumenta que trabaja por el beneficio común,
no solo de los ciudadanos daneses sino sobre todo del conjunto de la humanidad, que esa es su obligación como política comprometida con la defensa del medio ambiente y que no cederá ante los intereses particulares de
unos pocos. Los representantes del gobierno autónomo lo tienen bien claro:
¿Con qué derecho les niega ahora el gobierno de Copenhague la explotación de uno de sus recursos naturales, unos recursos que podrían acabar con el atraso endémico en el que vive la mayoría de la población groenlandesa de
origen inuit en una tierra tan extrema como la suya, después de haberlos colonizado en contra de su voluntad para aprovecharse durante siglos de su riqueza natural, de haberlos marginado históricamente considerándolos
ciudadanos de segunda y haberles impuesto su lengua y cultura, cuando lo único que pretenden ahora es aprovechar ese mana llovido del cielo en forma de oro negro para quitarse de encima la dependencia danesa? ¿Acaso están
obligados los groenlandeses a sacrificar su futuro por el bien del conjunto de la humanidad renunciando al progreso que otros llevan ya décadas disfrutando, y eso mientras Dinamarca sigue y seguirá por mucho tiempo comprando
combustibles fósiles a países de tan dudoso compromiso democrático como la práctica totalidad de las monarquías árabes de la península arábiga y similares?
Se trata de un argumento harto conocido, el de los países que hasta hace nada eran considerados subdesarrollados o, cuanto menos, en vías de desarrollo, siquiera ya solo para diferenciarlos de ese primer mundo por lo general occidental, cristiano y blanco, que una vez subidos al carro del progreso, como sería el caso de colosos como China o India, responden a las acusaciones de los países occidentales acerca del daño que su vertiginoso proceso de industrialización está provocando al medio ambiente con el mismo argumento que los groenlandeses: ¿por qué vosotros si pudisteis contaminar todo lo que os dio la gana y más y no nosotros no? La respuesta, por supuesto, es muy obvia: porque nosotros hemos contaminado tanto el planeta, hemos destruido el ecosistema con tanta saña, que si ahora vosotros hacéis lo mismo nos vamos ya definitivamente todos al garete de aquí a unos años.
Sin embargo, ¿tienen o no tienen razón esos países, hasta hace nada en vías de subdesarrollo, cuando les reprochan a esos otros instalados ya en el desarrollo desde hace décadas, que ellos también tienen derecho a su trozo de
la tarta? Todavía más, ¿acaso no resulta muy evidente, a la par que lógico, que la conciencia ecológica sea antes que nada la consecuencia de la reflexión de los ciudadanos del primer mundo desarrollado y además democrático en mayor o menor medida? Dicho en plata: ¿es la ecología un asunto de ricos al estilo de los daneses de Borgen? Peor aún: ¿se trata de una preocupación exclusiva de aquellas sociedades que se pueden permitir el lujo de enarbolar la bandera verde porque los cambios o transformaciones que supondría una verdadera transición ecológica no afectaría en esencia su nivel de desarrollo, que como mucho generaría alguna que otra molestia o gasto a los particulares sin poner en riesgo su condición de ciudadanos del primer mundo rico y autosatisfecho?
Algo que, sin embargo, si podría afectar a esos otros países que todavía no han completado el paso de una economía dependiente en exclusiva de sus recursos naturales a otra industrializada porque ralentizaría esa emancipación
definitiva.
Se trata, por supuesto, de una cuestión no solo económica, sino también moral: ¿con qué derecho exigen los ricos de toda la vida a los nuevos que lo sean menos, incluso que renuncien a serlo teniendo la oportunidad y todo ello por el bien del conjunto de la humanidad? En cualquier caso, una cuestión a escala planetaria que también podemos reducirla a la escala en la que nos movemos a diario los ciudadanos de a pie: ¿con qué derecho nos exige el poder político y económico que sacrifiquemos parte de nuestro bienestar, vulgo, el dinero de nuestro bolsillo, en pro de una transición ecológica de andar por casa, esto es, pequeños cambios, renuncias y dispendios de cada cual que supuestamente contribuyen a hacer más sostenible el planeta, cuando la destrucción del ecosistema sigue siendo
imparable porque las grandes industrias contaminantes, como la de los combustibles fósiles, y con ellos todos los gobiernos que las sostienen, incluso que dependen de ellas para su propia existencia, no están dispuestos a
emprender en serio ese cambio de aquí a medio o corto plazo, es decir, hasta que no les quede otra porque ya no hay gallina de los huevos de oro.
Me estoy refiriendo, claro está, al maremágnum de dudas que genera eso que llamamos economía verde. En principio todos somos ecologistas a poca conciencia que se tenga sobre los problemas de nuestro planeta. Hemos
explotado y contaminado tanto que no son pocos ya los expertos de verdad que avisan de un colapso inminente de aquí a un plazo no muy lejano. Por lo tanto, algo hay que hacer para revertir esa carrera loca hacia el colapso. El
problema es que de repente no solo los ciudadanos nos hemos vuelto ecologistas, sino también casi todos los partidos políticos, de los cuales no pocos han autorizado todo tipo de agresiones al medio ambiente cuando
gobernaban, e incluso la mayoría del sector productivo entre los que no faltan sectores que son o han sido responsables directos de dichas agresiones. Eso o que por lo menos no dudan en subirse al carro de la ecología en la convicción de que eso es lo que reclama la mayoría de sus electores o consumidores. Y ahí empieza el problema, porque cuando todos se reclaman ecologistas la pregunta que hay que hacer es: Entonces, ¿Quiénes están favoreciendo, o cuanto menos permitiendo, las actividades contaminantes que además provocan el aceleramiento del cambio climático que padecemos?
Todos son ecologistas y por eso adoptan políticas llamadas verdes cuyo objetivo es tanto intentar paliar en la medida de lo posible el calentamiento climático como concienciar a la población sobre el tema. De ese modo, los políticos toman medidas que se suponen encaminadas hacia una sociedad más ecológica, y parte de la industria presume de haberse puesto las pilas readaptando su producción a las nuevas necesidades de lo que han dado en llamar la economía verde. Y a nadie debería parecerle mal que se pongan las pilas con la ecología, faltaría, al menos a nadie que no sea un necio negacionista del calentamiento climático o acaso un egoísta contumaz para el que todo lo que no le afecte directamente a él se la trae floja, o lo que es lo mismo, mientras pueda vivir como vive sin tener que preocuparse por el estado de sus ríos porque no sabe ni dónde se encuentra el de su pueblo, por la desertificación del planeta porque vive en el norte verde y lluvioso de su país o cualquier otra cosa por el estilo.
Pero claro, luego llegan esas políticas verdes y el ciudadano del común descubre que en muchos, acaso demasiados, casos se trata de la impostura al uso entre los políticos, ese aparentar que se hace algo cuando luego por detrás
es todo lo contrario. De ese modo nos encontramos que hay pagar una tasa ecológica para poder ir a las Baleares cuando todo su modelo económico se sostiene sobre el turismo de masas que ha destrozado su litoral y pone en
peligro los recursos naturales de las islas triplicando o cuadriplicando su población durante las temporadas altas e incluso apostando por las visitas de los grandes cruceros y no digamos ya si recordamos que el aeropuerto de
Mallorca es el de mayor tráfico aéreo durante los meses de vacaciones.
Medidas verdes para paliar los daños al medio ambiente que origina el tráfico en las ciudades como la tarjeta que recién acaba de imponer el ayuntamiento de Gijón a los ciudadanos para que identifiquen sus vehículos según su
capacidad contaminadora, lo cual obligará a aquellos que tengan coches más viejos y por lo tanto peor adaptados para la cosa verde a alejarlos del centro, es decir, de donde viven. Una medida no solo improvisada de la noche a la
mañana y que supone un nuevo dispendio para el ciudadano del común, sino además un perjuicio para aquellos con las rentas más bajas que no pueden cambiar su trasto a cuatro ruedas por un último modelo con todos los adelantos
para ser respetuosos con el medio ambiente a los que la industria automovilística dedica parte de su I+D a sabiendas de que ahí está el nuevo negocio de nuestra época. Un negocio que, a poco que escarbes en la propaganda ecológica de muchas empresas, enseguida descubres que es el tocomocho de toda la vida de los pícaros reconvertidos en probos emprendedores. Los ejemplos, por desgracia, amenazan con ser infinitos, y van desde el camelo del bioplástico del que solo el 25% de su composición es biodegradable y 75% restante polímeros industriales fabricados con petróleo, la tomadura de pelo de las compañías de palma aceitera que crean departamentos de “sostenibilidad” y se involucran en procesos y compromisos que pretenden abordar los problemas que ellos mismos crean, especialmente la deforestación, la estafa revelada por las autoridades de Reino Unido que han condenado a una serie de empresas energéticas que vendían energía producida mediante combustibles fósiles como energía limpia procedente de fuentes renovables a millones de hogares, a esas otras en apariencia pequeñas o anecdóticas noticias que nos hablan de timos que hasta pueden resultarnos divertidos como la macroestafa en España con 15 toneladas de uvas vendidas como ecológicas en Nochevieja cuando de tales no tenían nada.
Otras cosas ya no nos resultan tan simpáticas, y no me refiero solo a aquellas que tienen que ver con las contradicciones del día a día como cuando vamos al super y, con la escusa de lo ecológico, nos obligan a pagar la bolsa de plástico, o nos la prohíben sustituyéndola por otra el doble o el tiple de cara, mientras ellos siguen distribuyendo catálogos del papel, con su gasto de reciclaje, grapado, tintes, distribución, humos a la atmósfera y bla, bla, bla. Vamos, repercutiendo el gasto de sus mínimos de política ambiental directamente en el cliente. Me refiero a noticias que sublevan de verdad al ciudadano como cuando se entera de tramas como la trama del reciclaje en la provincia de Sevilla en 2020, todo un conglomerado de empresas en connivencia con determinadas administraciones locales que con el cuento de la lucha a favor del medio ambiente estafaban a los usuarios de varias comarcas cobrándoles tasas de tratamiento de residuos sin llevar a cabo la separación de estos, dado que luego los llevaban a unas supuestas plantas de reciclaje donde se deshacían de estos por varias vías, bien enterrándolos como en Estepa, bien haciéndolos chatarra como en Aznalcóllar, todo ello a la vez que el dinero que no se invertía en el reciclaje se destinaba ya se pueden imaginar ustedes a quiénes. Lo más curioso es que a veces ni siquiera se pueda achacar a la mala voluntad de los que nos gobiernan sino más bien a su ignorancia. Como en el caso de las nuevas aceras ecológicas de Bilbao anunciadas para absorber CO2 durante sus 15 años de vida. Unas acercas 60% más caras que las anteriores aunque nadie sabe cómo absorberán de verdad el CO2 de marras porque se trata de un proceso químico que se vende como la repanocha, costo y consumo medioambiental cero, sin emisiones de dióxido de carbono, pero que luego los verdaderos entendidos desmontan con datos de todo tipo evidenciando que lo que les han vendido a los políticos ni se ha contrastado previamente ni es científicamente posible. Claro que todo esto parece, y probablemente lo es, pecata minuta en comparación con la que algunos denominan la gran estafa medioambiental y que no es otra que la llamada revolución verde de Norman Borlaug. La razón es tan sencilla como evidente: el aumento de rendimientos por hectárea y hora trabajada se hace a costa de un consumo de energía desorbitado, procedente de unos combustibles fósiles que comienzan su declive.
¿Significa todo esto que la lucha ecologista es toda ella una estafa? Por supuesto que no, porque, entre otras cosas, de lo que estamos hablando es de los fallos, abusos o contradicciones que existen en toda actividad humana, sobre todo cuando es de las dimensiones como la que nos ocupa.
Porque la lucha contra el deterioro de medio ambiente no es una tarea de un día para otro, ni siquiera el empeño de unas instituciones concretas, un sector productivo concreto o unos particulares concretos, sino más bien la suma de
todo ello ahora y en el futuro. Una lucha larga y constante para intentar revertir los daños que le hemos causado al planeta y en la que todos los chanchullos, arbitrariedades o meras negligencias que hemos comentado más arriba no
dejan de ser la excepción que confirma la regla: algo se está haciendo.
Empero, el problema no es solo saber si lo que se está haciendo es suficiente, si se hace bien más de lo que ya sabemos que está mal hecho, incluso de si algunos tendrían que hacer el doble o triple de lo que hacen porque a ellos les compete más que al resto por su responsabilidad directa en el desastre ecológico al que está abocado nuestro planeta. El problema también es saber hasta qué punto todos los fallos, abusos o contradicciones en el ecologismo
pueden minar el compromiso de la mayoría de nosotros por culpa de unos pocos.
Porque no nos podemos engañar, la inmensa mayoría de los ciudadanos del común nos movemos esencialmente por impresiones y emociones. Es imposible, insisto que por lo menos en lo que atañe a la mayoría de nosotros, estar al tanto de todo y en todo momento. La información pormenorizada de las cosas es un lujo al alcance de los muy implicados. El resto accedemos a las migajas de la información que nos ofrecen los medios, y siempre en función de vete a saber qué intereses, o reaccionamos instintivamente a las noticias que cuestionan la eficacia e incluso la buena fe de eso que llamamos políticas verdes. De modo que poco podemos hacer por convencer a un ciudadano de a pie de que lo verde es una obligación para con nuestro planeta porque este está al borde del colapso, si cada tanto tiempo aparecen noticias que cuestionan la sinceridad o la eficacia de las medidas que toman los que nos gobiernan e incluso los que deberían hacer acto de contrición por haber contribuido activamente al desastre. El ciudadano de a pie simple y llanamente no traga con la hipocresía que percibe en los políticos que de la noche a la mañana se cuelgan la etiqueta de verdes para ganar puntos entre el electorado o la doble moral de las empresas que publicitan su compromiso ecológico al mismo tiempo que siguen contaminando.
Pero todavía resulta peor cuando esa hipocresía parece venir de las filas de aquellos a los que por su ideología y/o activismo creemos comprometidos con el cambio ecológico como es el caso de los partidos de izquierda, y lo que percibe el ciudadano del común es que todo su compromiso se reduce a crear normas, parches verdes, cuyo gasto, y aquí da igual si solo monetario o generando molestias en el día a día de la gente, repercute directamente ya no solo en la mayoría de los ciudadanos de a pie, sino sobre todo en aquellos con menos recursos. Políticas verdes que amenazan a hacer al pobre todavía más pobre porque para estar a la altura de las exigencias de lo verde se ven obligados a renunciar a sus coches viejos y contaminantes sin posibilidad de reemplazo. Políticas verdes que suponen un dispendio para las instituciones, las cuales evidentemente se ven obligadas a desviar recursos, y
cuyos resultados concretos son más bien magros en lo que se refiere a la defensa de medio ambiente. Políticas verdes como celebrar la obtención de galardones a mayor gloria de las autoridades de turno mientras las calles de las
ciudades amenazan con convertirse en basureros improvisados, y que los ciudadanos identifican de inmediato con el postureo tan del gusto de nuestros políticos. Todo ello, insisto una vez más, menudencias en comparación con el
reto al que nos enfrentamos, pero que, sumadas una tras otra, contribuyen al descrédito de las llamadas políticas verdes entre unos ciudadanos a lo que de repente les obligan a pagar una nueva tasa con el calificativo de ecológica o
verde, un nuevo certificado para algo por lo que ya había pagado previamente o que paga cada cierto tiempo en calidad de impuesto de lo que sea, como resultado de la última ocurrencia del político de turno para poder así blasonar su compromiso con el medio ambiente. Todo ello, claro está, y como apuntaba al principio que pasaba en Mallorca a modo de ejemplo, mientras el ciudadano del común observa cómo esos mismos políticos, siquiera sus partidos al nivel que sea, siguen haciendo la vista gorda con los verdaderos problemas ambientales de sus territorios, cómo siguen permitiendo vertederos descontrolado, vertidos de empresas que ya disponen de una partida destinada
a pagar las multas de chichinabo que les pone la administración, y, así en general, con cualquier actividad verdaderamente contaminante, destructiva, la cual, sin embargo, supone enfrentarse a unos intereses políticos y económicos ante los que los amigos de inventarse tasas o certificados ecológicos por cualquier tontería suelen permanecer callados. Así crece el descrédito de lo verde entre el ciudadano del común y con él también el peligro de que muchos se decanten por los discursos populistas que enarbolan el negacionismo ecológico. Porque, reconozcámoslo, nunca faltarán entre nosotros individuos aquejados de cierta pereza mental por defecto, gente para la que negar la mayor siempre será más fácil y cómodo que pararse a pensar en la complejidad inherente a todo, gente para la que el exabrupto instintivo y la propensión a atajar todos los problemas a las bravas suelen ser la única
respuesta que sus cabezas parecen estar capacitadas. Gente, para decirlo en plata de una vez por todas, que es carne de ultraderecha a poco que esta les ponga su programa de obviedades, tergiversaciones y proposiciones tan
contundentes como irrealizables delante de las narices. Por eso resulta tan importante que la defensa del medio ambiente, así como todas y cada una de las políticas verdes que se toman en su nombre, respondan siempre a una
coherencia que el ciudadano del común pueda entender y sobre todo asumir, empezando por saber separar la paja del grano, es decir, el postureo de las fruslerías ecológicas que no van a ninguna parte de la verdadera política
orientada a poner freno a la destrucción imparable y a gran escala de nuestro planeta por parte de los verdaderos culpables. Todo lo demás no niego que sea importante por muy humilde que aparente ser su escala, cada grano de arena contribuye siempre a la montaña; pero, por favor, sin que sirva de coartada para el abuso, el postureo e incluso el ridículo como cuando uno sale de casa y se da de bruces con la furgoneta amarilla por todos los costados de
Correos y lee el eslogan impreso en grandes letras negras sobre uno de las laterales:
“Esta furgoneta es verde”. Que sí, que seguro que el motor es eléctrico y todo lo que tú quieras, que hasta te reconozco el guiño irónico o algo así; pero, no solo la ética es importante, la estética también tiene lo suyo.
Txema Arinas
Oviedo, 15/06/2022
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