No he leído todavía el libro de Anna Freixas (Yo, vieja publicado por Capitán Swing) así que pido que en ningún caso se interprete este artículo como una crítica al mismo. Sí que he leído muchas de las entrevistas que se le han hecho a la autora en estos días alrededor de su libro. En todo caso, antes de leerlo ya agradezco que se haya adentrado en el tabú de la vejez de las mujeres y que aplique el feminismo a esta etapa de la vida, que piense en viejas feministas, que haga gerontología crítica feminista. El feminismo le sienta bien a cualquier cosa, pero la vejez no le sienta bien a casi nada, ni a esta cultura, ni al sistema. Si no fuera porque Freixas ha escrito este libro, que ha tenido muy buena acogida, puede que yo no hubiera escrito este artículo o, al menos, no le hubiera puesto este título. Titular un artículo «viejas» es un ejercicio de alto riesgo, lo leerá mucha menos gente. Podía intentar ponerle un título engañoso, claro, pero no me da la gana.
Somos una generación de mujeres las que estamos entrando ahora en la vejez, nacidas en los 60, que no nos reconocemos viejas con facilidad. No es una cuestión, la de la invisibilidad de la vejez, que nos atañe sólo a nosotras, también les pasa a ellos, aunque a nosotras nos ocurra de manera más acusada. Somos una generación que se niega a ser vieja porque ser viejo está cargado de connotaciones negativas que son relativamente nuevas, aunque haya personas que piensen que esto ha sido siempre igual.
Hasta hace poco tiempo reconocerse vieja o viejo no era una opción y, por tanto, se aceptaba con más naturalidad, no existía todo un sistema empeñado en que no seas vieja, no parezcas vieja… no te asumas vieja. Nunca la vejez ha tenido tantas connotaciones negativas y nunca antes ha existido un mercado tan grande dedicado a vender la juventud: desde estilos de vida, dietas, cosméticos a todo tipo de cirugías y tratamientos.
Un sistema que vende objetos y emociones ligadas a la permanente juventud, que vende la posibilidad de la eterna juventud en sí misma y que, además, obliga a producir siempre al mismo ritmo, no puede ser benévolo con la vejez de nadie. Pero menos con la de las mujeres, obligadas siempre a aparentar menos edad de la que tienen y a invertir en sí mismas con ese objetivo. Hay razones objetivas por las que ser vieja es difícil aunque sólo sea porque queda poca vida (o menos vida) y porque se está más expuesta a vulnerabilidades de todo tipo; pero es mucho más complicado cuando el sistema no sólo no acompaña, sino que agrede, cuando no hay ninguna compensación en la vejez.
Hemos sido, además, una generación de mujeres (puede que la primera, al menos en España) que ha podido ser libre, gracias al feminismo, y que ha luchado por serlo. Además de lo dicho, nos cuesta reconocernos como viejas porque no nos reconocemos en ninguno de los estereotipos asociados tradicionalmente a la vejez de las mujeres. Somos mujeres que hemos sido libres en el sexo, que hemos salido del armario, que hemos sido independientes, que hemos participado en multitud de luchas y que, además, seguimos haciéndolo, que tenemos amigas de todas las edades…¿cómo casa eso con la vejez de nuestras abuelas o incluso de nuestras madres? Pues mal, de ahí también que nos cueste reconocernos en su misma edad.
Pero las mujeres que luchamos y conseguimos no vivir supeditadas a la familia, que antepusimos nuestra libertad a muchas cosas, que luchamos porque la maternidad no nos asfixiara, ni la pareja, ni el trabajo doméstico, nos estamos encontrando con que entradas nosotras mismas en la vejez, nos hemos convertido en cuidadoras únicas de nuestros padres y madres, así como en sustentadoras -a estas alturas- de nuestros hijos/hijas o nietos. No se trata de rechazar o no ese papel, es que la ofensiva neoliberal, la ausencia de servicios públicos, nos está dejando a muchas sin opción. No se trata de negarse o rebelarse, es que no queda otra, especialmente para aquellas que no tienen una gran pensión (es decir, la inmensa mayoría de las mujeres) que les permita pagar por ese cuidado.
Debido al aumento de los años de vida, entrando nosotras en los 60 nos encontramos con padres y madres aun vivos pero necesitados de muchos cuidados. Siempre han sido las mujeres las encargadas del cuidado a los mayores pero, antes, los mayores no llegaban a ser tan mayores, las familias eran más grandes, hubo un momento (corto en España) en que las residencias eran más accesibles y había más hermanos; y antes, también, las mujeres veían esa función de cuidado como su destino ineludible. Ahora nos encontramos con ancianos muy mayores, hijas también mayores, mujeres con pocos recursos (jubilaciones paupérrimas) o incluso que todavía tienen que trabajar (la edad de jubilación no deja de alargarse) Y nos encontramos también con mujeres que han vivido una vida independiente y que imaginaban una vejez en donde pudieran ser más que cuidadoras; donde ellas mismas fueran cuidadas cuando lo necesitaran. La sociedad que nos encontramos ahora no nos va a permitir obtener el cuidado necesario para nosotras mismas y, al mismo tiempo, nos obliga a cuidar de otras personas más vulnerables aun que nosotras.
Dice Anna Freixas que la vejez es una transformación pendiente para las feministas, y estoy de acuerdo, pero sin redistribución justa de los recursos, sin servicios públicos universales y de calidad, va a ser muy complicado que lleguemos a la vejez medianamente libres. Tengamos en cuenta que incluso en casos en los que ya no hay madres o padres, las personas mayores se están encontrando también en situaciones en las que tienen que seguir cuidando a hijos e hijas que no han podido encontrar acomodo laboral o que es tan precario que no pueden independizarse. En otras ocasiones, tienen que cuidar de sus nietos. También afirma Freixas que se puede querer mucho a un hijo y decirle que no se va a cuidar a sus hijos gratis. Por supuesto que es posible hacer eso. Pero también puede ocurrir que tu hijo o hija no pueda pagarte porque no tenga trabajo o gane 1.000 euros (en el mejor de los casos), puede que incluso no tenga ni casa donde vivir.
Nosotras somos las mujeres que se negaron a dedicar su vida al cuidado pero que al llegar a nuestra vejez nos vemos abocadas a ello sin tener ya la fuerza necesaria, ni la esperanza, ni las ganas. Por eso tenemos que reivindicar servicios públicos suficientes y por eso no podemos dejar de exigir una sociedad que cuide a quien lo necesita con la máxima dignidad. Las mujeres hemos dependido extraordinariamente de los servicios públicos para poder liberarnos y no sé si hemos reflexionado lo suficiente de lo que va a significar, para nosotras, las primeras en llegar a la vejez, su privatización; su práctica desaparición. Muchas veces hemos dicho que sin servicios públicos la igualdad es imposible; ahora comprobamos que la vejez puede ser un infierno y no sólo para los y las dependientes, sino también para las cuidadoras.
Por último, también nos advierte Anna Freixas del peligro de confundir amor con justicia. Muy cierto, pero justicia es, más que nunca, redistribución económica, servicios públicos dignos y suficientes para que cuiden y nos cuiden. De lo contrario, entre nuestras madres y nuestras hijas las que nos estamos haciendo viejas ahora nos vamos a encontrar con que esta edad, de por sí, difícil, puede acabar convertida en un tiempo muy negro para quienes soñamos con ser libres.
Beatriz Gimeno
Qué quieren decir con «un tiempo muy negro»?
Quizá se pueda interpretar por tiempos duros, difíciles…