Si la violencia contra las mujeres es la muestra más evidente del patriarcado ejercido en nombre de hombres particulares sobre las mujeres (aunque apoyados por el sistema), la prohibición del aborto es la muestra más evidente del poder patriarcal ejercido por el propio sistema. Ambas cosas nos recuerdan cada día donde estamos las mujeres y ambas cosas nos recuerdan que, aunque en el cómputo global avancemos, los retrocesos son siempre posibles, e incluso habituales, casi siempre después de una época de avances. La violencia ejercida por los hombres contra las mujeres es muy complicada de combatir y no bastan las leyes (aunque son imprescindibles) ni la voluntad política, sino que requiere de un cambio cultural profundo que implica trasnversalizar el feminismo en todos los aspectos de la vida. Es complicado y, sobre todo, a los políticos les basta con manifestarse en contra de la violencia mientras que no hacen nada para combatirla; les permite mantener una posición relativamente cómoda.
Para garantizar el derecho al aborto, en cambio, sí pueden bastar las leyes y por eso es ahí donde se da una profunda y áspera batalla entre el feminismo y el patriarcado y sus defensores. También por eso es más fácil ganarlo, si bien nunca se ha terminado de ganar del todo. Es posible aprobar una ley de derecho al aborto, como en España y en la mayoría de las democracias y, al mismo tiempo, poner decenas de obstáculos para dificultarlo, también como en España. No obstante, dado el poder simbólico de este derecho, su mero reconocimiento es fundamental; aquí es más difícil jugar a dos bandas. Y es aquí donde los antifeministas mantienen una lucha en la que llevan años invirtiendo mucho dinero y esfuerzo en todo el mundo. Acaban de ganar una importante batalla en Texas que nos tiene que poner alertas. El derecho al aborto no es un derecho más para las mujeres, es la clave de bóveda de los demás derechos y es también un derecho fundamental en una batalla global para extender o mantener un determinado orden social.
1-El derecho al aborto ejemplifica el lugar que las mujeres ocupamos respecto a la ciudadanía de los varones.
La plena autonomía, sin interferencias, en nuestra capacidad reproductiva, en nuestros cuerpos, marca el acceso a la ciudadanía de las mujeres en tanto que el patriarcado se funda sobre el control de esta capacidad reproductiva. Si la voluntad de las mujeres respecto a sus cuerpos, a su vida en definitiva, está mediada por un poder ajeno a ellas mismas, entonces se puede decir que las mujeres no son reconocidas por las leyes como sujetos de pleno derecho. Es una muestra de que no hemos tenido capacidad para incluir nuestra subjetividad, nuestra experiencia, nuestras circunstancias vitales en el ámbito de aquellos derechos que definen la ciudadanía; en particular el derecho a la autonomía personal y a la dignidad. Estamos todavía ante una ciudadanía y un corpus legislativo que tiene como modelo a un varón, su cuerpo, su subjetividad y su experiencia.
Como el embarazo es una experiencia intransferible y personalísima, solo la mujer embarazada tiene potestad para tomar una decisión que atañe a ese embarazo, a su propio cuerpo. Cualquier intromisión en esa posibilidad de elegir es una vulneración de derechos fundamentales. Si no existe el derecho al aborto, las mujeres somos consideradas, durante los meses de embarazo, meros objetos gestantes al servicio de otra cosa: del patriarcado, de una determinada moral, de los intereses del estado, de la familia o al servicio de un futuro ser que aun no es, al servicio de un proyecto que no es el suyo… Nuestra autonomía queda, durante nueve meses, en suspenso. Como bien explica la profesora de derecho constitucional, Mar Esquembre, cuando se prohíbe el aborto se produce una suspensión temporal del derecho a nuestra libertad, a nuestra dignidad, a la inviolabilidad física y moral, a derechos fundamentales que los hombres mantienen en todo momento. Esto es porque el modelo normativo de lo humano que se impone es masculino y las mujeres somos tratadas como excepciones a la norma masculina.
En realidad, las prohibiciones taxativas sobre el aborto son relativamente recientes y a lo largo de la historia el estatus del embrión siempre ha sido considerado más o menos el mismo, una vida humana en potencia, un bien merecedor de cierta protección, pero nunca se ha considerado desde ningún punto de vista que un feto -mucho menos un embrión- sea igual a un ser humano. Nunca antes los «derechos del feto» habían sido considerados un tema de debate. El feto, que era un bien que gozaba de cierta protección en todas las legislaciones, se hace en esas legislaciones restrictivas con derechos similares cuando no superiores a los de la mujer, puede incluso matarla. La vida de la mujer embarazada se pone al servicio de un embrión y recordemos que en algunos países, en EE.UU entre ellos, se está juzgando a mujeres por fumar o beber durante el embarazo. Cuando los reaccionarios prohíben el aborto lo que hacen es vaciar de voluntad el cuerpo de las mujeres, atravesarlo por el poder patriarcal y de clase y convertirlo en una superficie sobre la que imponer un mandato social que hay que imponer a sangre y fuego porque, como dice la historiadora del derecho al aborto, Carolyn Petchesky, el debate político sobre el aborto se reaviva cuando la posición tradicional de las mujeres (y por tanto de los hombres) se encuentra cercada.
2-El derecho al aborto desafía todo el orden social.
El debate o, más bien, las políticas sobre el aborto, se produce en los mismos términos en todo el mundo porque el activismo antiabortista responde a un plan global determinado por una especie de «multinacional» ideológica que fabrica argumentos y los distribuye por el mundo; y es central en los planes políticos de la extrema derecha porque defender la prohibición del aborto supone defender una concepción de la política, de la vida, de las relaciones entre hombres y mujeres y de la posición de estas en la sociedad. Los derechos sociales y reproductivos están en el centro de esta batalla porque defendiendo «la vida» lo que se defiende es un determinado orden social.
El activismo antiabortista lucha por imponer una concepción de la vida reaccionaria, misógina, racista y clasista (aunque sean pobres la mayoría de dichos activistas). Lo que se defiende es la familia tradicional con la autoridad del pater familias bien delimitada, la posición subordinada de las mujeres, la primacía de la heterosexualidad sobre cualquier disidencia sexual, la monogamia, la imposición de una moral pública basada en el religión, el control de la sexualidad de las mujeres y también de los y las adolescentes, el control de la «desordenada sexualidad» de las personas racializadas, el castigo a las madres solas, la renovación del pacto entre varones para expulsar a las mujeres del mercado laboral… Al mismo tiempo, todo esto se impone a las pobres y no afecta a las ricas que han abortado siempre y con seguridad. Se enfrentan dos concepciones políticas, y no sólo en lo que se refiere a la posición de las mujeres, aunque la posición de las mujeres sea lo que marca la diferencia. Los frentes de esta batalla no permanecen fijos y se recrudecen cada vez que se mueve la frontera que los separa. Como dice Marcela Lagarde, cuando el género se mueve, todo se mueve.
3- El antiabortismo busca dotar de contenido moral a políticas que, en realidad, son antivida.
Es una política que se ha convertido en identitaria: ser proaborto o antiaborto define todo un universo político y moral y funciona como un placebo político que permite que el conflicto social no escale y no estalle. Esto es muy evidente en Latinoamérica donde la población más empobrecida es fervientemente antiaborto y es capaz de oponerse a políticos que pretenden hacer políticas de izquierdas si estos se muestran mínimamente partidarios del derecho al aborto. De hecho, ya antes del lawfare, Dilma estuvo a punto de caer por manifestarse no suficientemente prohibicionista; la más mínima opinión proaborto impide a un político o política de izquierdas ganar una elección en países en los que el 90% de la población es pobre. El activismo antiabortista ha venido en algunos países a sustituir a otras ideologías de emancipación social y económica y a acercar a la mayoría empobrecida a ideologías reaccionarias en lo social y económico. El antiabortismo es, de hecho, un potente freno para abordar cambios sociales que tienen que pasar necesariamente por cambios en la situación de las mujeres.
En pleno apogeo de la necropolítica neoliberal, este activismo permite hablar extensamente del derecho de los más débiles (los fetos) y del derecho a la vida mientras se ponen en marcha políticas que, estas sí, dificultan las vidas de los débiles, e incluso las ponen en riesgo. Clamar por la suerte de los no nacidos permite ignorar la suerte de los nacidos desde una posición moral y de defensa de la vida. Clamar por la suerte de los no nacidos permite ignorar, por ejemplo, los derechos laborales y sociales de las mujeres embarazadas, los derechos sanitarios de mujeres y niños, el derecho a la educación gratuita y a las oportunidades para todos los niños y niñas. «Salvemos los fetos» se presenta como un objetivo moral que permite desentenderse al mismo tiempo de los derechos económicos y sociales, especialmente los que tienen que ver con los derechos de la infancia (derechos médicos o educativos) o de las mujeres y siempre desde una perspectiva clasista y racista.
3-. El derecho al aborto es un tema de poder, o de biopoder, que diría Foucault.
¿De qué poder? Del poder de clase, del poder neoliberal y del poder patriarcal.
La modernidad acabó con el poder absoluto del monarca sobre la vida de los súbditos , pero no acabó con el poder de los hombres y del estado sobre las vidas de las mujeres, las mujeres quedaron excluidas de esa primera formulación de derechos. Auswitch propició la formulación de los Derechos Humanos que tampoco reconocen la experiencia y la subjetividad de las mujeres como derecho humano. Aparecieron los derechos sociales, laborales, civiles, económicos, las vidas se reformulan y gracias al feminismo las mujeres entran tímidamente (aun no del todo) a formar parte de lo humano. En todo caso, los cuerpos ya no son cuerpos inertes ante el estado, son cuerpos con derechos.
Y el poder, entonces, se redirige: el cuerpo pasa a ser campo de batalla ideológica y del desprecio absoluto a la vida se pasa a lo contrario: a sacralizar la vida biológica a toda costa aun por encima de la voluntad del poseedor de esa vida, al que se le niega poder decidir sobre la misma. El poder asume la retórica de los derechos humanos y absolutiza el mantenimiento de la vida biológica porque está en juego quién tiene el poder sobre los cuerpos; aparece así la obsesión por los fetos, los tejidos fetales, los óvulos, los cigotos, las células madre, el aborto, la eutanasia. Los antiabortistas defienden su poder para decidir sobre las vidas de todos (véase su obsesión también con la eutanasia) y, sobre todo, de todas. El cuerpo de las mujeres es muy importante en esta batalla porque es el cuerpo destinado a la reproducción, es el cuerpo por excelencia para dirimir todos esos mecanismos de control, porque la mujer es naturaleza y fundamento también de un determinado orden social que, entre otras cosas, mantiene el pacto interclasista entre varones: el poder sobre la propia mujer es el único poder que tienen los desempoderados, lo que mitiga las tensiones sociales.
Si Afganistán es la peor distopía hecha realidad, Texas nos recuerda que los talibanes pueden llevar traje y corbata.
Beatriz Gimeno
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