He detallado en alguna ocasión, en estas mismas páginas, lo que para mí supuso el descubrimiento de Edgar Allan Poe (1809-1849).
No repetiré la evocación de ese episodio, tan corriente, pero sí resaltaré otras cosas que hacen de su lectura una experiencia muy actual, un tónico.
Poe es poeta, es escritor desvalido y maldito que vive de chiripa, que malvive y que hoy milagrosa y gozosamente sobrevive.
Poe sacrifica todas sus energías al genio de que se sabe dotado, pero que necesita de estimulantes enérgicos, de alcoholes y láudanos, para despertarlo.
“Se ha invocado a menudo el tema de la afición a la bebida de Poe como causa de sus infortunios”, dice Peter Ackroyd en su biografía.
“Hay muchos documentos que indican que bebía durante tardes, noches e incluso semanas enteras”, añade.
Alcoholes.
Beber sin parar para así huir de lo que resulta inexplicable o absurdo. Beber para no ser consciente, enteramente consciente, de lo que hace, de lo que puede llegar a hacer o, a la postre, de lo que jamás podrá hacer.
Poe maltrata su cuerpo para dar lo mejor de sí mismo, llegando hasta el límite de su materia. Eso sí: en medio de la indiferencia contemporánea, la indiferencia decepcionante de sus coetáneos.
En la Norteamérica del Ochocientos, Poe se sabe culto y afrancesado. Y su literatura será venerada después por la Francia cultivada y extrema.
Poe se tortura con los espectros de un mundo en cambio. Pero ignora exactamente a qué conduce su presente convulso. Y, como tantos otros, se guía con dificultad en un mar de señales equívocas.
Todo en Poe es arrebato, lenguaje y sentido.
Por ejemplo, quien lo lea hoy puede acudir al original, a su inglés rítmico y cadencioso, a la lengua sensorial de ‘The Raven’ (1845), un poema que no ha perdido fuerza y expresividad. Seguramente, el sentimiento de terror que inspira su ritornello (“Nevermore, nevermore”) aún acogota y angustia.
O, por ejemplo, quien acceda hoy a ‘La caída de la casa Usher’, en la versión de Francisco Torres Oliver, siente puro estremecimiento. Podemos leerlo o releerlo redescubriendo con Roderick Usher lo siniestro.
¿Y qué es?
Lo siniestro es la inquietante extrañeza que nos habita, lo ajeno que en nosotros está alojado, la patología que arrastramos, lo ordinario y lo mórbido a un tiempo.
Recuerda Peter Ackroyd un diagnóstico que nos resultará familiar: “…los ataques de Poe eran fruto de la irritación de una naturaleza sensible exasperada por algún sentimiento de agravio indefinido”.
Roderick Usher vive exactamente eso, ese sentimiento de agravio, de malestar que no tiene cura entre humanos sensibles.
En un página de Poe siempre estamos rodeados de objetos pesados, de artefactos sólidos, de personas que creemos corrientes, de apellidos linajudos que cargan con lo pretérito.
Pero una levísima variación y una apariencia nueva (o un hecho pequeño aunque inexplicable) alteran ese orden. Entonces descubrimos la naturaleza patológica de lo que juzgábamos previsible.
Y esa pequeña alteración, esa cosa siniestra, se da cuando regresa lo que habiendo sido conocido o familiar se reprimió o se olvidó después.
Por ello, en un cuento de Poe, encontraremos lo macabro en todo su esplendor:
-sujetos clarividentes con los nervios alterados; brotes de catalepsia;
—inhumaciones prematuras;
—muertas que fueron bellísimas y que ahora nos horripilan;
—tintineo de fémures que son algo más que fantasmas;
—cadáveres que parecen vivos; tempestades que nos llevan al centro del terror.
Envidiamos a quien aún no ha leído a Poe. O a quien no sabe nada de él. Es improbable que esto ocurra, porque las ensoñaciones del escritor americano forman parte del aire que respiramos desde hace siglos.
Son fantasías patológicas que han servido para imaginar todos los matices del miedo.
En un mundo racional, que es el nuestro, un mundo que creemos conocer, un mundo sin demonios ni fantasmas, de repente regresan lo primigenio y lo salvaje, el caos y la incertidumbre.
Es justo entonces, al leer a Poe, al estremecernos, cuando nos preguntamos si se trata de una ilusión de los sentidos o si, por el contrario, es una sacudida de lo ignoto, del horror que ahora se manifiesta.
En tiempos de angustia, servirse a Poe en sorbos, en relatos breves, no es un veneno, no es un tóxico. Es un bebedizo.
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Imagen de Edgar Allan Poe: daguerrotipo, 1849 en Lowell, Massachusetts, autor desconocido.
Justo Serna
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