Ya nos hemos señalado las atractivas posibilidades que para los jóvenes de la recién inaugurada década prodigiosa ofrecía el Ateneo santanderino, sobre todo a partir del trabajo desempeñado por las secciones de Cinematografía y Teatro, presidida por José Antonio García Solana (1931-), y de Artes Plásticas, presidida por Luis Polo del Campo (1909-1991).
En el seno de la primera se habían fusionado algunos elementos procedentes del desaparecido Cine-Club Universitario y del TEU local, así como del fugaz CineStudio ’60, presidido por José Antonio López Solana, los cuales durante breve tiempo estuvieron compatibilizando sus actividades de cine y teatro con las programadas por la docta casa, hasta que quedaron definitivamente integrados en el Cine-Club y el Grupo de Teatro Ateneo, respectivamente.
La labor de difusión de la cultura cinematográfica se compaginaba con la desarrollada por el Cine-Club Altamira, auspiciado por la Acción Católica y dirigida su programación por el sacerdote Francisco Pérez Gutiérrez (1929-2017), así como el Cineforum Kostka dirigido por el Padre Vela: el cine parecía cuajar entonces en el marco de la enseñanza religiosa y lo corrobora el hecho de que tanto en el Colegio de los Padres Escolapios como en el de Lasalle sus rectores mostraran interés en promover sesiones de cine-forum. Curiosamente, tanto estos frailes como el citado Francisco Pérez colgaron los hábitos en el transcurso de aquella década liberadora para muchos de los dogmas religiosos secularmente establecidos. ¿Tuvo la culpa la presencia del cine en nuestra sociedad y el arraigo de las nuevas costumbres difundidas por el séptimo arte? La Iglesia de Pío XII (1876-1958) lo seguiría afirmando, sin lugar a dudas.
Pero el Concilio Vaticano II, celebrado en el año 1962 a impulsos y bajo la protección del papa Juan XXIII (1881-1963), supuso una auténtica revolución en el seno de la jerarquía católica española y, especialmente, entre el clero bajo, donde comenzaron a proliferar unas posiciones contestarías que llegaron a convertir a Cantabria en una provincia pionera, por lo avanzada, en cuanto a la contestación una parte de su sacerdocio se refiere.
Tales manifestaciones en favor del aperturismo religioso, pero también político, no dejaron de inquietar a los sectores más retrógrados de la sociedad, cuyos puntales estaban representados por los mandos del TMovimiento Nacional (antigua Falange Española Tradicionalista y de las JONS), Comunión Tradicionalista, Guardia de Franco, Hermandad de Alféreces Provisionales, ExCombatientes, ExDivisionarios, Marineros Voluntarios, mandos del Ejército, Caballeros Legionarios, Jerarquía de la Iglesia Católica, Cursillistas de Cristiandad y de los Ejercicios Espirituales, componentes de la Adoración Nocturna y de las Cofradías de Semana Santa, Damas Catequistas, Brigada Político-Social, brigadilla de la Guardia Civil, procuradores en Cortes, consejeros del Movimiento, etc… En suma: lo que muy pronto se conocería mediáticamente como el bunker, cuyos domicilios sociales se encontraban repartidos entre los edificios de la Plaza Porticada, como ya ha quedado apuntado en alguna de las entregas anteriores de esta serie.
Esta representación de las instituciones, organizaciones y entidades representativas de la amalgama del pensamiento surgido de la Guerra Civil (nacional-catolicismo), propagadores y defensores de los valores de la España Eterna y de la Verdadera (por no decir la Única) Religión, no podía mantenerse inerte ante la amenaza que para sus mentalidades podía suponer la transgresión de las normas de la censura oficial y la eclesiástica, mediante la proyección de películas extranjera en versión original y sin cortes, aunque estuvieran dirigidas a públicos tan reducidos y selectos como podían ser los que acudían a las sesiones ateneístas.
En el Ateneo, pese a que sus directivas estaban compuestas fundamentalmente por lo más granado de la gerontocracia local, se había conseguido superar las fobias hacia algunos representantes de la cultura de la generación del 98 e, incluso, se había aceptado como algo normal la presencia del pensamiento de Unamuno y las tesis conciliadoras con el evolucionismo del Padre Teilhard de Chardin, desprendiéndose –no sin ciertas polémicas- de las ataduras de un medio social en el que todavía predominaban restos de la influencia del catecismo del Padre Astete y también de los 26 (ya no 27) puntos de la Falange, utilizados para explicar cuanto acerca de lo divino y de lo humano pudiera suscitar dudas entre el vulgo.
Ahora solamente quedaba por aceptar las nefastas costumbres que se introducían de allende los Pirineos a través de las imágenes cinematográficas, pero también mediante la presencia de jóvenes de diversos países europeos que había propiciado la política impulsada por el ministro Fraga Iribarne en busca de un mayor reconocimiento internacional, a la vez que de sus correspondientes divisas.
La política y la moral eran las dos grandes preocupaciones de quienes manu militari se habían erigido en salvadores de cuerpos y almas y, por lo tanto, estaban obligados a velar por el orden por ellos constituido y las buenas costumbres por ellos dictadas. No podían permitir, durante mucho tiempo, la presencia de imágenes alteradoras del concepto español de la tradición, que ahora se veía en peligro como consecuencia de la importación de un cine de Arte y Ensayo que en algunos sectores timoratos y escandalizados empezaba a denominarse como “de cama y ensayo”. Y era solo el comienzo, porque, cuando menos, aún faltaban dos lustros para la implantación generalizada del llamado destape en las pantallas españolas.
Estos síntomas de apertura que propiciaban las actividades del Ateneo eran seguidos con avidez por los jóvenes pero también por otras personas menos jóvenes que eran los herederos de unas generaciones vencidas por el final de la guerra civil. El cine, el teatro, las conferencias y seminarios venían a ser, pues, una forma de encuentro entre dos Españas: no las ideológicas, representadas por la vencedora y la vencida, sino las generacionales, representadas por las gentes del ayer y las del mañana, a las que de alguna manera se había referido don Antonio Machado.
Y tal encuentro, discreto y paulatino pero fructuoso, no podía pasar desapercibido a los ojos escrutadores de aquellas entidades y personas encargadas de reprimir o denunciar cualquier atisbo de modificación del sistema imperante a partir del término de la guerra civil, que en Cantabria se remontaba algo más lejos que en el resto de España: se remontaba a los días finales del mes de agosto de 1937. Desde entonces acá, casi medio siglo nos contemplaba con una problemática de posguerra que no parecía finiquitar nunca.
No tengo el mi recuerdo haber hablado directamente de política con el matrimonio Van den Eynde-Ceruti, pero supongo, que además de su seguimiento interesado de las actividades culturales, pronto tendrían ocasión de asomarse, siquiera fuera como espectadores, a un mundillo supeditado a los afanes, ilusiones e inquietudes juveniles; máxime cuando Lola, su hija mayor, tendría que desplazarse a otra provincia para poder estudiar la carrera de Filosofía y Letras, y Arturo, el segundo en el orden descendiente, haría lo propio después a Madrid y Barcelona para seguir los estudios de Arquitectura. Todo ello en medio de un cierto marasmo que ya parecía anunciar, de alguna manera, los movimientos próximos a una fecha internacionalmente tan carismática como fue la de Mayo del 68.
Foto: La directiva del Ateneo a comienzos de la década de los 60. Archivo Saiz Viadero
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