I
No hay duda que el cambio de hora
me ha afectado más que otras veces.
El resplandor que entraba por la ventana,
rompió la rica continuidad imaginativa del sueño
una hora antes de lo acostumbrado.
En ese despertar súbito, la vida soñada había vuelto a la actividad cotidiana anterior a la declaración de pandemia.
La gente se apelotonaba como siempre en andenes y vagones del metro, esta vez sin mascarillas.
El tráfico había vuelto a colapsar el centro de la ciudad
y su humareda se abrazaba con la de los fumadores apiñados en la puerta de los bares.
Los contenedores de basura volvían a estar plenos de restos de comida rápida desperdicios y mascarillas desechadas,
para goce los desheredados.
La gente hablaba a gritos de nuevo,
escupiendo las palabras a los tendidos
entre la algarabía de las bocinas destempladas
de los coches.
Los perros adornaban con sus orines
las esquinas de los edificios y con sus excrementos
embellecían las aceras y parterres,
mientras sus dueños, inundados de bondad,
miraban hacía el cielo protector.
Las compras compulsivas en comercios
y grandes almacenes,
habían vuelto a su pasado esplendor
de ¡comprad, comprad malditos!.
Bicicletas, patinetes eléctricos
y demás trastos de dos ruedas,
gracias a ser declarados por los ayuntamientos
como cachivaches
cuyos poseedores tenían una moral superior
a la del resto de mortales,
circulaban por donde señalaba la labilidad del deseo de quien los utilizaba.
Los sufridos peatones,
sin un lugar definido por donde pasear,
pedían al azar que les permitiese regresar a casa
con el cuerpo igualito que salieron.
Los botellones,
realizados libremente en parques, plazas y jardines, con jovial algarabía,
dejaban el campo de batalla cubierto por todo tipo de desechos plastificados.
Los trabajos precarios habían vuelto a ser lo que nunca debimos dejar que fueran:
una esclavitud que respondía al chasquido del látigo de la tecnología,
que de haber vivido Antonio López
“ Marqués de Comillas”
hubiera cambiado rápidamente el antiguo látigo
por el nuevo.
Cientos de familias
eran legalmente deshauciadas del domicilio
en el que habían vivido durante años
sus padres o ellos,
por no poder pagar la renta a bancos
y fondos buitres.
El rey emérito abandonaba el país
para irse a vivir a los Emiratos Árabes
como lo que es,
con lo que se demuestra
aquello que el saber humano ha descubierto
a través de su historia:
el poder del dinero hace
que la vida sea más llevadera
y que los reyes deben dar el ejemplo siempre,
defendiendo el saber frente a la ignorancia,
y nuestro emérito rey sí que lo sabe hacer.
Algunos contenedores de basura
ardían en las calles,
entre la negra humareda y el apestoso olor
a plástico quemado,
gran número de encapuchados gritaban
¡libertad, libertad”
y
“fuera las fuerzas de ocupación”.
Milicias defensoras de una republica catalana,
eran legalmente permitidas detener el tráfico durante meses y en horas de máxima circulación
en la ciudad,
mientras los agentes del orden
cumpliendo órdenes superiores
jugaban al conocido juego de los tres monos sabios mejorado,
no viendo, no oyendo, callando
y no imponiendo multa alguna.
Nadie se acordaba ya de la contaminación,
de la extinción de los glaciares,
de los peligros del uso indiscriminado del plástico
para el medio ambiente,
de la desforestación del planeta,
de los millones de muertos por hambre en el mundo,
de la pobreza infantil,
de los campos de exterminio,
a los que eufemísticamente llamamos de refugiados,
de los miles de personas de la tercera edad
que murieron solos y abandonados en su casa
antes de que el coronavirus existiera,
del enriquecimiento inmoral de los más ricos del planeta,
de los letales efectos del Covid-19,
y mucho menos de quienes habían saqueado la sanidad pública española.
II
Desde mi balcón yo estaba a punto de gritar,
¡viva la normalidad!,
pero en ese crítico momento desperté.
Era domingo,
y los trinos de algunos pajarillos madrugadores
me habían devuelto a la realidad de Barcelona
en tiempo de pandemia.
Y ahora,
por no querer romper la relación con mi memoria,
después de tantos años de confusa convivencia,
me cuestiono por aquellas palabras
que estuve a punto de decir,
lamentando profundamente
que hubieran podido llegar a ser mías,
pues al no querer enfrentar me al futuro con miedo
y recuperando nostalgias pasadas
para entender qué es lo que de verdad
nos está llevando a la aniquilación como especie,
e irme acostumbrando al horror,
apelo a vuestra compasión colectiva,
¿podríais decirme si tuve un sueño feliz
o fue una pesadilla en toda regla?.
Enrique Ibáñez Villegas
Maravillosos el poema de Enrique,