La veía cada domingo entre los cipreses, con el abriguito negro, recogido por ambos brazos, como si quisiera mantenerlo pegado al cuerpo. Portaba siempre un pequeño ramo entre las manos, agarrándolo firme. A veces eran margaritas, otras clavelinas, algunas llevaba unas briosas calas que acicalaban el paisaje grisáceo con el blanco inmaculado. El bolsito colgaba de su brazo, como estandarte de corrección. Caminaba con pasos de paloma, como si temiera que el cloqueo de sus tacones despertara a los muertos.
Al poco de vernos, ambos, levantábamos la vista, para reconocernos. Las tumbas de mi muerta y del suyo, estaban a dos filas de distancia, casi enfrente, no había que esforzarse demasiado para verse, nuestros ojos chocaban casi sin quererlo. A fuerza de vernos conseguimos hacernos familiares, reconocibles, en un mudo dialogo de miradas concisas.
Al poco, comenzamos a saludarnos. Casi sin darnos cuenta la sonrisa se dibujaba en nuestra boca al encontrarnos y constatar que, como todos los domingos, al mediodía, antes de comer, y poco después de la media mañana, llegábamos a la cita tácita que ambos teníamos con nuestros muertos.
Un día, llegué antes, premeditadamente. Me atreví a adentrarme en su zona, y contemple la talla que engalanaba su muerto. Don Fernando Sistiaga Gonzalez, falleció el día veinticuatro de Mayo de dos mil dieciséis. Deja esposa desconsolada. Pasó como alma fugaz dejando amor a su paso. Y la foto. Un hombre repeinado, con bigote y meliflua cara de bonachón simpático. No parecía tener más de sesenta años. Ella alguno menos, el pelo le clareaba en el ajustado moño que ceñía con peinetas en ambos lados de la nuca.
Otro día la sorprendí saliendo a toda prisa de mi zona. Imaginé que haría lo mismo que yo hice días atrás: visitar a mi muerta. Maria Elvira Quirós Puente, salió del mundo de los vivos el quince de Abril de dos mil quince. Los que dejas no te olvidan y esperan el reencuentro. Una foto de cuando la enfermedad no le había pasado factura presidía la lápida. Los ojos sonreían, el pelo clareaba entre su rubio natural y las canas que amenazaban ya. Su cara regordeta, le daba apariencia de buena, lo que fue, antes de que la enfermedad borrara la sonrisa y los mofletes. Todo al mismo tiempo.
Cada domingo, nos miramos en silencio, una leve inclinación de cabeza, un buenos días casi silbado más que dicho, y un hasta el domingo, es todo el dialogo que mantenemos . Nos sonreímos, dejamos las flores, hacemos una jaculatoria y desandamos el camino hacia la puerta, con idéntica parsimonia. Ella cloquea más que a la entrada. Yo camino detrás, solazado al ver sus pasitos de paloma a punto de emprender vuelo.
#MariaToca
Deja un comentario