En tiempo me maquillaban. Como a ella. La que está en la silla de al lado, ante la que despliegan todo su encanto las becarias con ínfulas de maquilladoras y la regidora que ha corrido a recibirla obviando al resto, demostrando que somos morralla de relleno, sin disimulo, haciendo comparsa de una crueldad innecesaria.
En tiempos era yo la que cruzaba el umbral del set y se producía un silencio que denotaba respeto o curiosidad. Una intriga que me acariciaba como pluma suave. Conforme caminaba se apagaban las conversaciones tal que fueran luces al dejar la estancia y los ojos se levantaban hacia mí con regocijo teñido de admiración. Recibía el agasajo como algo propio. Caminaba ente ellas, tal que una diosa destronada que podía mostrarse magnánima y generosa bajando del Olimpo a las sucias cloacas de la televisión. No imaginaba la levedad del periplo ni la fragilidad de la admiración mostrada por la pléyade de comadres que pululan, como moscas de mierda, sobre los populares que, como flor de un día, nos adentramos en el meollo de esta furibunda plaza de fracasados que es la televisión.
Y me maquillaban. Con tímido recato, volteaban hacia mí las cabezas y las manos sorteando con cautela mi persona para complacerme más y mejor. Para matar la espera me ofrecían bebidas y panecillos dulces con la generosidad que da la sumisión. Me daba cuenta que discutían entre ellas –las maquilladoras, que en esa época había varias- por ser quien me tomara bajo su mano. Discutían por ver a quien le tocaba yo porque consideraban un honor maquillar a una estrella. Hoy, paso ante ellas y no levantan la vista impregnadas de un manto de indiferencia infame que me hiere aunque intento disimular el rastro de sangre que voy dejando a mi paso por no provocar más burlas.
“Ahí va la que pudo ser…” “Mírala con lo que hizo y ahora…” “¿No es la que salía en las pelis de Moncada? ¿No es una de las chicas Moncada…?” Las oigo, aunque levanto la barbilla alzándome sobre mis alzados zapatos para no denotar el desgarrón de espanto que me producen los comentarios. Cierro los oídos ante los rumores pero los escucho, aunque me niegue a darme por enterada de los chascarrillos que se forman sobre mí, los escucho y aletean durante días en mi mente, propiciando la desesperación que acarrea mi bajada al infierno televisivo.
Han reducido gastos, me explican; como soy de la casa, tengo experiencia y vengo a menudo debo maquillarme yo misma. Así me dijo la regidora con la voz meliflua de niña pija acostumbrada a torear con estrellas en horas bajas. Cierto es que lo prefiero, porque saco más partido de mis facciones que esas advenedizas que pululan por el set con esponjas mugrientas mil veces untadas en los pankaques baratos que usan. Son becarias haciendo méritos para un currículo que saben inútil porque se verán atadas a un trabajo mal pagado que las irá derivando a servicios varios, como traer cafés y sándwiches a los invitados, recoger la basura y limpiar el set cuando todo acaba. Por eso prefiero hacerlo yo, con mis propios productos que no serán de primera categoría pero al menos no me trasmiten el herpes de la anterior boca que tocaron. Ni la conjuntivitis de un ojo enfermo de mirada aviesa. Aunque añoro lo de antes, no puedo negarlo aunque sí disimularlo revestida de autosuficiencia y marcando la distancia precisa entre ellas, viles subalternas, y yo, que tengo detrás una profesión. De imaginarse mi añoranza por estas pequeñeces sí que harían chanzas las que parecen ignorarme y de sobra conocen mis devaneos, tanto como para reírse a mis espaldas.
Yo fui… No, soy…No quiero conjugar el verbo en un pasado que duele por lo que supone de puerta cerrada y espacio vacío. Fui y soy guapa. Por encima de todo, soy guapa aunque los desgarrones de la edad han dejado más huellas que las deseables labrando rictus de amargura donde antes había juventud, intrascendencia y alegría. Me envuelve el manto ajado del tiempo provocando el gesto amargo en la boca, tal que si libara limón. Se han hundido mis ojos tanto que ni el mejor iluminador de perfumería los saca de la sima violácea, mientras yacen rodeados de caminitos que surcan el marasmo de la ojera como si contaran las risas, las lágrimas y los insomnios que los desasosegaron. Eran hermosos mis ojos. Negros como lumiacos, festoneados por unas pestañas a modo de telón azabache que se arruinaron demasiado pronto. Hoy las prótesis han sustituido a la naturaleza pero no es lo mismo, porque nada devolverá la luz a unos ojos que dejaron de reír hace mucho porque vieron demasiado.
Hay quien me acusa de haber abusado mucho del tuneo. Del relleno montaraz al que he sometido a mis pómulos, a mis labios. He atiborrado mis facciones de toxina hasta el paroxismo que apenas me deja parpadear, borrando a base de silicona barata el surco añoso que dejaba el tiempo. Que me dejen en paz. Me quedo con mi cara hinchada y artificial antes de que al contemplarme en el espejo, como hago ahora, me devuelva la imagen de una mujer ajada, torturada por los recuerdos que refleja un rostro que cuenta demasiado bien la historia de mi vida. Prefiero mi cara de muñeca trágica que una contando los años y las vivencias sin demasiada piedad.
Soy una mujer guapa. Una mujer guapa que llegó a Madrid para triunfar convencida de que mi maleta contenía los ingredientes exactos que el tiempo requería. Y así fue. Pases de modas privados, anuncios de prensa, music-hall desvergonzado que mostraba cuerpo, porque ni canto ni bailo pero hacía presencia y mi cuerpo surtía el escenario.
Y cuando estaba en pleno esplendor llegó él. El director Moncada con su troupe de volatineros de lujo que me acogieron como a una diosa. Llegaron poco después los papelitos, no muy grandes, pero suficientes para ser considerada una más de la camada de fieles, que le seguíamos como adeptas de secta, por los mejores saraos capitalinos. Fueron no más de siete años gloriosos en los que teníamos el foco de forma perenne delante del rostro. Entonces llegaba aquí como personaje de culto. Justo cruzando el umbral de la puerta donde ahora comadrean las becarias y los ojos se quedaban prendados mientras las bocas se cerraban en un silencio atronador mechado de respeto y quizá de envidia. Salía a recibirme el director del programa todo sonrisas, todo manos extendidas y amabilidades.
Era brillo más que dinero lo que tuvimos en aquel tiempo. Un brillo esplendoroso que volteaba cabezas, abría puertas, sellaba bocas y abría bolsillos ante nosotras. El dinero no llegó nunca, a decir verdad y si llegó saltó por la ventana o se acurrucó en bolsillos más apretados que supieron aprovechar el tirón de la fama. Nosotras éramos vulgares mariposas que aleteábamos alrededor de la luz que emanaba del genio sin preocuparnos más que de lucir y dar color a su séquito. Formamos parte del grupo variopinto que aleteábamos sin fisura alrededor del director mientras él se dejaba querer mostrándose como un dulce tirano con sus adeptas haciéndonos competir, cual caballos de carreras, en pos del siguiente papelito, de la posición más cercana a la suya y de su favor, haciéndonos adictas a sus sonrisas, muestras de afecto, como luego nos arrancó del séquito con el desprecio del amo que ha sustituido parte de la comitiva.
Me amó, lo sé. Fui favorita por un tiempo glorioso. Me gusta recordarlo anudado a mi brazo dando envidia a los hombres cuyos ojos perseguían mi culo mientras yo solo tenía ojos para él. Y su gloria. Que era la mía, mal que me pesara porque dependía de seguir a su sombra como del aire que respiraba. Fueron años memorables que merecen una vida y debiera sentirme privilegiada por haberlos vivido si no fuera tan agria la añoranza y el desfalco sufrido al ser expulsada del paraíso.
Se hizo mayor. Nos hicimos mayores. Buscó otro tipo de cine, más maduro, más serio, decía, en él yo no tenía cabida porque soy una tía buena sin mayor historia. Así me dijo, con la crueldad característica de los gurús cuando dejan de tener interés en la estrella rutilante de turno. Yo no tenía historia. Mi cara era guapa, sin historia, sin el dramatismo que le ofrecen actrices de método. Lo espetó una tarde aciaga en la que le propuse participar en la película que estaba horneando. “Eres una guapa sin historia” dijo, contemplándome con los ojos vacíos y pasando páginas de un libro que ojeaba. Una tía buena que se usa como ganzúa y luego se abandona en un arrollo enlodado de lujos y apetencias varias.
“Da igual” me dije, caminando de vuelta a casa desfondada de dolor al comprobar que ya no había sitio en la troupe del genio porque mi plaza y la de todas las demás que le acompañamos en los principios estaban ocupadas, por las que él llamó, actrices de método. ¿Método?.. Palabra aprendida y repetida con ínfulas de gloria nacional cuando solo era un gamberro hueco que hacía películas gamberras e iconoclastas festejadas como geniales porque en su mayoría escandalizaron a la burguesía confundiendo el descaro con el arte. Haciendo ese cine de método tuvo sonoros fracasos envueltos en finos premios y festivales de papiroflexia pero con salas vacías desvalijadas por la crítica.
Y así se forjó el descalabro que culmina en estos lares a donde llego pasada la cincuentena -aunque niego y negaré hasta quedarme ronca que paso de los cuarenta-a los programas basura, a vender exclusivas montadas con burdas historias que nadie se cree y duran el tiempo que producen un ficticio escándalo que deriva en morboso placer ante el declive humano.
Y el declive es mío. Vendo una maltrecha dignidad, obligada por una rueda de pagos urgentes, de recursos precarios a desdoblarme en una caída cada vez más profunda cavando una sima imposible de salvar. Comenzar con esto es obligarte a no salir jamás del engranaje siniestro de programas basura, de opinar sobre lo que ignoro, de gritar y acusar a gente, tal como yo, que aspira a ganar unos miserables euros a cambio de vender la dignidad. O a ser insultada. Porque ya se abandonó el respeto que en tiempo tuvieron hacia mi trayectoria profesional para sustituirlo por un pushing ball que me noquea a veces y otras me deja irritada hasta el sufrimiento. Sufrimiento que mato con más degradación que obscenamente aplacan la ira hasta la próxima vez .
Lo dijo en una ocasión una invitada a la que se aleccionó: “Has hecho papelitos de tía buena, te has desnudado y has dejado que te follara algún actor que luego triunfó en Hollywood , salvo eso ¿Qué más hiciste? No pasarás a la historia por actriz, ni por modelo, solo has sido guapa. Y ya no lo eres porque te has ajado en el camino”
Somos muñecas rotas obligadas a insultarnos entre nosotras, sin piedad ni rescoldo de respeto ante la dignidad humana. Ofrecemos carnaza a espectadores aburridos que necesitan , cual yonquis televisivos, cada día una sesión más fuerte, más barahúnda y más alboroto porque de esa forma olvidan sus tétricas vidas en donde nada reluce ni brilla jamás.
Con un papel aprendido, guionizadas las lágrimas, los enfados, los insultos y las reconciliaciones, hasta que alguna vez se va de las manos y aflora toda la rabia contenida, todo el maltrato recibido y te lanzas hacía la compañera o al compañero con la saña de la desesperación. Pasó una vez. Al escuchar que una sinsorga me llamaba vieja y declive postmoderna, me levanté de la silla, crucé la sala y le abofeteé la cara soltando toda una sarta de improperios -algunas ciertos, otros inventados- sobre su madre, actriz de mi época, que luego tuve que desdecir ante la amenaza de una querella con visos de ser perdida por falta de pruebas. Ese día perdí los estribos y el respeto que me tenían en el equipo, si algo quedaba, que lo dudo.
A partir de entonces conformo la morralla que utilizan cuando no tienen otra cosa de la que tirar. A partir de entonces ya no podía revestirme de dignidad cuando era agredida y hacer valer mi pasado de actriz, que fue de inmediato olvidado ante el efecto visual de una mujer abofeteando a una niña y soltando una bacanal de improperios bajunos por la boca. Arrastré mi pasado quedándome desnuda y descalza ante el público con la única imagen de una loca desatada que no soporta que la llamen vieja.
Es dura la vida con nosotras. Es duro darse cuenta que la belleza con la que nacemos es bien efímero e inmerecido que se apaga de pronto cuando menos se espera. Es duro el tiempo con las mujeres que lucimos cuerpo y brillamos durante un corto espacio formado por algo tan injusto y marchitable como la belleza. Un soplo que no dura más de una década y que jamás se sabe utilizar. Nos hacen creer que tenemos derecho a toda la gloria y es mentira. El derecho es de los que aprovechan nuestra naturaleza, hacen caja con ella para luego abandonarnos como a juguetes inservibles y rotos que ni un niño de suburbio quisiera.
Por eso ya no hay maquilladora para mí, ni rutilantes vestidos cedidos por las marcas, ni sala de espera solitaria, ni tan siquiera bollitos de crema y gin-tonics en la intimidad de un camerino privado como era de antes. Ahora convivo con toda la morralla que como yo sobrevive bajo el brillo de los focos aunque debajo tenga harapos, falta de nutrientes y el corazón roto. Mientras me maquillo frente al espejo que mantiene los estragos de quienes estuvieron antes que yo contemplando el desfalco que el tiempo produce y ante el que estamos indemnes.
Fin.
María Toca©
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