Todos los que escribimos hemos tenido, creo, un primer lector. Antes de saber que tus palabras podían publicarse, que llegaría el día en que tu nombre y un libro serían la misma cosa, apareció alguien que simplemente leyó. A mí me parece especialmente guapa la gente que lee. Me gusta mirar lectores, verlos sumergidos en un libro, sentados em el tranvía, con los ojos cerrados de tan abiertos.
Me gustaba pensar en él leyendo mis cartas. Todo lo que escribí cuando más enfadada estaba con el mundo se lo mandaba dentro de sobres que casi no podía cerrar, de tan abultados como eran. No he olvidado ese placer, el de saber justo que acababa de pasarme algo que quería que supiera, o el de sentarme con unas cuantas cuartillas delante y dos horas de tiempo para dejarme llevar. Los pequeños cuentos de cada día salían solos. Aprendí a mirar el mundo a mi manera antes de él, pero sin saberlo al otro lado, sin imaginarlo allí, tan lejos, buscando mis cartas cada semana, abriendo los sobres para escucharme hablar de los bares que iban abriendo en Zaragoza, de mi canción favorita de los Beatles, del vestido negro que cada día veía en el mismo escaparate y que no podía comprarme, el vestido negro con cremalleras que un día simplemente desapareció y que aún no he olvidado, seguramente no hubiera sabido relatarlo así, tan libre y al mismo tiempo con un punto de destino claro. Sin él, quién sabe, quizás no habría descubierto en el momento justo la fiebre que da contar. Esa fiebre de la que todavía no he conseguido curarme.
Escribe, decía él, tienes que escribir. Esa es la orden más dulce que me han dado en la vida, la única que no he sabido desobedecer. Llegue a pensar que escribir era simplemente eso, escribirle a él. Y lo hice mucho tiempo, incluso cuando la vida nos separó del todo y aparecieron otros que nos hicieron felices a su manera, tan distinta. Seguía leyéndome, decía, con una sonrisa, como si me escuchara. Yo le hablaba de mi primer perro, de aquel piso con fantasma trágico al que sus nuevos inquilinos preferíamos no escuchar caminando por el pasillo. Sonreía mientras me burlaba contándole cómo lo imaginaba a él con veinte años más, inventándole un futuro que no llegó a existir.
La historia de mi primer lector no acaba bien. Prefiero ahorrarme los detalles más tristes: aquella carta con una letra desconocida en el buzón, la explicación de su hermana, el accidente. Pienso a menudo en la última carta que ya no pudo leer, en el mensaje lanzado en una botella que se quedó flotando por el camino, en esa zona borrosa que separa la vida de la muerte. En el final torpemente truncado de la novela que habíamos ido escribiendo a medias.
No sé muy bien cómo, pero logré contar todo lo que significó mi primer lector en dos minutos. Creo que pude hacerlo porque preferí pensar que en alguna parte él acababa de llegar a su casa de la calle Templarios después de un largo día de trabajo y dentro del buzón había encontrado el sobre arrugado, la carta perdida durante tanto tiempo por un imperdonable descuido del servicio postal. Al fin , me dije, la estaba leyendo
Patricia Esteban Erlés
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