SE SABE QUE NO VA A MISA

Si yo hubiera nacido en 1933 como Ramón Tamames, el comunista que fichó por Vox a contrato parcialísimo y se tiñe el pelo como Tasio, no habría podido vivir en una comunidad de vecinos. Con mi currículo de novio absurdo, el jefe de casa no me habría admitido. El jefe de casa no era una figura legal, como el presidente de la comunidad producto ya de los 60. Era antes y mucho más. Poseído por la tiranía del deseo se constituía a sí mismo como referente moral, adicto al régimen como un bedel cargado de trienios. Representaba el control dentro, lo mismo que fuera ese oficio de tinieblas corría a cargo de taxistas y serenos. A los serenos hay que aplicarles el atenuante de proporcionar habitaciones para que pecasen los amantes clandestinos, en un tiempo en que para fornicar se exigía el libro de familia. No confundir a los corredores de pisos, tecnocasas o idealistas de alpargata, con el jefe de casa. Este, sin tener oficio ni título, ejercía el poder de los emperadores romanos pero al revés. Porque el pulgar hacia abajo significaba lo contrario: clemencia, envainar la espada, y a casita que llueve. No se le puede pedir a un jefe de casa más cultura que la de andar por casa. Tampoco que superaba al llamado juez de paz, figura legal nacida en 1836 que ejercía sus funciones de arbitraje después de ser elegido por el ayuntamiendo en los pueblos donde no había juzgados de primera instancia. El jefe de casa no surgía por generación espontánea, ni por el principio mal entendido de mandar es servir. Qué va. Era un potente servidor del poder. Ser jefe de casa suponía un vicio ya erradicado, aunque vuelva ahora el terrible sarampión y sus secuelas. Y se heredaba, como el oficio de verdugo o el de presidente de la diputación de Orense. Una sola advertencia, aunque fuese falsa, del jefe de casa deslizada hasta las autoridades acababa con una familia desterrada en Jaén donde no esperaba don Lope de Sosa.
El jefe de casa es lo que Berceo llamaría un cabrón con pintas.
¿Es MAR un jefe de casa?
Valentín Martín
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Valentín Martín estudió Magisterio y Humanidades en Salamanca y Periodismo en Madrid. Ejerció la enseñanza dos años y el resto vivió de escribir. Ha escrito 25 libros. El número 26 es un poemario llamado Santa Inés para volver (Versos de la memoria), que recoge la historia de sensibilidades de su pueblo. Periodista, escritor y poeta, ha publicado en la última década libros de relatos como La vida recobrada o Avispas y cromosomas; el ensayo Los motivos de Ultraversal y los poemarios Para olvidar los olvidos, Poemario inútil, Los desvanes favoritos, Memoria del hermano amor, Estoy robando aire al viento, Suicidios para Andrea y Mixtura de Andrea. A caballo entre los años 60 y 70, escribió dos poemarios y dos ensayos: Veinte poetas palestinos y El periodismo de Azorín durante la Segunda República, inicio de un largo trabajo dedicado a la literatura. En Lastura ha publicado en diciembre de 2017 el libro de crónicas y relatos Vermut y leche de teta.

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