Cuando todavía era un bebé, Maggie trepaba por los barrotes de su cuna, como si ya estuviera dentro de ella la gimnasta que llegaría a brillar en las competiciones de su infancia y adolescencia. Te rompe el corazón comprender que en esa niña había una pasión, una sensación de fuerza y autonomía que la embargaban cada vez que saltaba, siempre que conseguía girar en el aire y realizar una pirueta imposible para cualquiera que no tuviera su talento, su ambición, sus ganas de darlo todo. La gimnasia era su vocación, ocupaba todas sus horas, todos sus pensamientos.
La gimnasia era su superpoder, aquello que la distinguía del resto y que constituía su propia esencia. Cuando amas tanto algo tu tiempo ya no es tuyo, es de esa pasión que te devuelve con creces la vida que le entregas.
Pasó a formar parte de un equipo de élite y fue conducida a un rancho en el que ella y sus compañeras entrenaban bajo la supervisión de los Karolyi, una aterradora pareja de deportistas rumanos, elegidos por Ceaucescu para convertir a la selección de gimnastas de su país en campeona del mundo. Nadia Comaneci había obtenido su diez total en Montreal 76 porque los Karolyi habían cambiado las reglas del juego. La gimnasia ya no era cosa de mujeres formadas como en décadas anteriores, sino de niñas a las que se hacía pasar hambre, se golpeaba y se vejaba continuamente en los entrenamientos. Víctimas silenciosas que aparecían con las marcas en la cara de los anillos de Martha Karolyi cuando las abofeteaba. Se aseguraban a golpe limpio de que al llegar a una competición mundial esas pequeñas serían robots perfectos que no hablaban con nadie, que solo saltaban como ángeles presos, como criaturas que huían en vertical del horror de sus guardianes.
En el documental se ve a un reportero que le pregunta a Nadia por qué no sonríe más. La flamante vencedora desvía la mirada y después de un segundo angustioso musita que porque siempre estaba pensando en sus rutinas.
Maggie aprendió en ese rancho de los Károlyi. que el dolor era una parte fundamental de su vida como atleta. Había que entrenar si tenías los dedos de los pies rotos, o una fractura en la columna o la rodilla hecha cisco. Ellos habían hecho que la campeona de Los Angeles 1984 obtuviera el 9,7 que necesitaba el equipo para ganar su oro. La chica saltó a la pata coja y consiguió la puntuación aullando de dolor. Se la tuvieron que llevar en brazos pero todo el mundo aplaudía, porque había conseguido la medalla. Nadie se planteó entonces que era una niña, que estaba herida y que aquella lesión empeoraría quizás irreversiblemente a causa del sobresfuerzo. Llora e intenta sonreír con su pie roto mientras le cuelgan su oro del cuello. Se estaba legitimando el abuso, se estaban traspasando límites de forma inadmisible, entre vítores y comentarios laudatorios de los reporteros deportivos que cubrían el campeonato.
Pero Maggie no solo sufrió el dolor de las caídas o lo golpes, los insultos más o menos crueles de los brutales entrenadores. En el rancho las atendía a todas un médico, Larry Nassar, que era el único adulto amable con quien trataban las chicas. Les colaba comida y chucherías, las consolaba del maltrato de sus cancerberos rumanos.
Y abusaba de ellas cada vez que debían recibir un tratamiento médico.
Larry Nassar les robó la primera experiencia sexual a casi quinientas chicas, que no se atrevieron a destapar sus agresiones hasta que Maggie lo acusó, todavía no muy segura de que aquello, que el doctor le metiera los dedos en la vagina, fuera algo anormal. La Federación de gimnasia encubrió entonces al médico y acabaron con la carrera de Maggie, con su sueño de ser olímpica, descartándola en la selección de Río de Janeiro. Los adultos, los responsables de velar por los derechos y el bienestar de esas niñas aladas, estaban más preocupados en crear una marca comercial a cualquier precio, en generar millonadas en publicidad a costa de sus pupilas. O en satisfacer una perversión continuada impunemente. Nadie las defendió, nadie entendía ni amaba la gimnasia como ellas, solo porque sí, porque las hacía sentir libres y ligeras, porque se sentían dueñas del aire, portentosas bailarinas de las alturas. Sus alas no les pertenecían, eso les hicieron creer los que debieron cuidarlas.
Un documental terrible sobre el abuso necrosado que permiten instituciones prestigiosas a lo largo de décadas solo porque es una forma más de ejercer el poder que necesitan para cumplir sus expectativas económicas.
Maggie fue la Atleta A, la primera en señalar con el dedo a todos esos respetables profesionales del deporte de élite que consentían y alentaban el dolor físico y emocional de chiquillas que tardarían años en empezar a reconstruir sus vidas.
En Netflix.
Patricia Esteban Erlés
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