No hay gana. Simplemente no la hay. Y es extraño porque siempre la hubo. Aún en los peores momentos hubo ganas de escribir. Siempre. Quizá en los peores más, de alguna manera al soltar la bilis y extrapolarla al folio se producía el exorcismo atenuándose el dolor, o el cabreo, o la decepción. En forma de poema cuando el fárrago de sentimientos ahogaba tanto como para no dejar clarificar los conceptos y se vertían en forma rítmica asonante. Era algo críptico y oscuro, las más de las veces, lo que quedaba impreso con cierta forma versícular.
En cambio, si el problema se hallaba claro podía plasmarse en forma de artículo o relato; siempre es bonito extrapolar los acontecimientos, verlos reflejados en un espejo cóncavo y labrar una historia deshilachando las hebras de unos hilos personales. Desdibujando la verdad para hacerla audible. Cuando el impacto era tan grande que soltaba monolitos dispares, llegaba la novela. Una lectura en periódico de noticia trágica o sorprendente que obnubila el pensamiento y se desgaja en conjeturas variadas. Y llega la novela con sonata de timbales porque no hay nada más hermoso, objetivamente claro está, que construirse un universo y sumergirse en él. Quizá al principio como una diosecilla omnipotente, para después quedar convertida en mera comparsa de una historia que navega con vida propia. Ahí llega la parte más hermosa, cuando se pierde el control y la historia camina con paso propio. Se me entienda, no es que a una la dicten los temas unos hados imperturbables, llamados inspiración, musas o zarandajas por el estilo. Que no, me canso de explicar que el oficio de escribir es eso: oficio. Trabajo, mucho trabajo, meditar bien cada paso, hacer un entramado firme donde asentar una trama, con voz, nudo, desarrollo y traca final. Pero ocurre, que al poco de comenzar, si la historia es digna de tenerse en cuenta, la que escribe queda como mero peón caminero, trazando sendas…y poco más. Al momento de cruzar un rubicón impreciso la trama toma vuelo y se desmanda de forma que solo puedes seguir la senda que has marcado de antemano porque los personajes viven solos y te necesitan como amanuense y poco más. Es cuando llega la gran borrachera, esa que genera un placer inusitado y adictivo. Nadie que lo haya probado se puede sustraer del mismo. No somos creadoras, ni tan siquiera suscribidoras, tan solo conformamos una peonada de la escritura. El brazo o los dedos ejecutores de historias que vienen de lejos. Nuestro “talento” es dar forma bella a los cantos de sirena que nos atraen a las costas rocosas. Que son las historias que contamos. El meollo es como lo contamos. Y poco más.
Pero ahora no. No es agotamiento de temas, porque los hay a espuertas, ni falta de inspiración, sea lo que sea esa cosa que apenas conozco y veo muy de vez en cuando. Son las ganas lo que ha huido. Se ha labrado una deserción costosa y dolorosa con el entusiasmo. Se ha cosido con hilo invisible de decepción ante lo inevitable y el trecho del entusiasmo entre lo posible y lo factible es tan largo y abrupto que me he quedado sin ganas.
Por eso me siento a contarlo, por la falta de ellas. Me asusta mucho porque les juro que yo sin ganas de escribir me diluyo como azucarillo en agua muy caliente. Son tan vitales como el oxigeno o la luz. Me aterra perderlas y que no tornen porque las necesito cada poco. Un día sin escritura no es un día, solo sería un borrón en el calendario vital de la escalera hacia la nada que transitamos sin esperanza. Mi savia y mi fe se basan en esto. Si lo pierdo no hay redención…
Pero…ahora que me doy cuenta llevo más de un folio contándoles que no tengo ganas de contar. Ahora que me doy cuenta… hasta cuando no tengo ganas de escribir, escribo. Estoy abducida y no tengo remedio. Gracias a ese dios que habita en el Parnaso, también se lo digo.
María Toca
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